lunes, 9 de mayo de 2016

Cuando Dios se mete donde no le llaman

Cuando empezó la crisis y tuvimos que ajustarnos el cinturón, cambiamos un espléndido estudio que teníamos en la calle Victoria de Málaga por otro mucho más cutre y modesto a las espaldas de El Corte Inglés. Aunque estaba a varios metros por encima de la rasante de la calle, entre la planta baja y primera, las ventanas estrechas y altas, con rejas de hierro pintadas de negro y los vidrios traslúcidos, semejantes a los de una cocina de vivienda de los años 70, daba la impresión de estar en un semisótano. Como sabíamos que iba a ser un lugar de tránsito, ni siquiera nos molestamos en darle una mano de pintura a las paredes, cuyo color amarillento hacía pensar más en años de ser bañadas por el humo del tabaco que en un color original. No fue un lugar cómodo, pero sí entretenido. Cuando después de la comida nos permitíamos unos minutos de descanso para mirar la prensa, el correo, dormitar o simplemente contemplar las musarañas, desde la oficina contigua amenizaban nuestro descanso con gritos del tipo: Somos los mejores. Somos invencibles. Nadie nos pone la pierna encima... El jaleo solía durar toda la tarde. Se escuchaban aplausos, vítores, canciones, parrafadas a pleno pulmón... La aparejadora del estudio tuvo curiosidad y preguntó un día quiénes eran, qué hacían. Se trataba de un curso de autoayuda para mejorar la autoestima y mejorar el rendimiento en el trabajo. A mí sólo me parecían un grupo de majarones con mucho tiempo libre. 

Si descuelgas el teléfono para llamar a alguna empresa de material para pedir información, inmediatamente te mandan un comercial. Esta mañana he tenido la visita de Juan, Juanito (la casualidad y el tamaño pueblo-grande de Granada ha hecho que sea uno de los compañeros del gimnasio de Guille). Venía a proporcionarme información sobre unas piscinas. Hace nada, cuatro meses, Juan era representante de piezas prefabricadas de hormigón aligerado. Era muy bueno en su trabajo y me extrañó su cambio de empresa. Lo han despedido por negarse a hacer un curso que se llama coaching oncológico. El curso, pagado por la empresa, cuesta unos 2.000 euros por persona, dura tres meses y, supuestamente, está encaminado a cambiar la forma de pensar de los empleados para conseguir logros comerciales por encima de la media. Juan estuvo tres semanas en el curso. Por lo que relata, era semejante al de nuestros vecinos del estudio de Málaga. A la cuarta semana comenzaron a hablar de Jesús y de la necesidad de creer en él para alcanzar los logros que se desean por medio del rezo. En ese momento, Juan dejó el curso y dos días después lo despidieron porque era un impedimento para que la empresa siguiera avanzando. Los antiguos compañeros de Juan han terminado el curso, pero siguen atados a la profesora porque todos ellos, sin excepción, tienen algún fallo en su personalidad que deben erradicar con cesiones personales (eso sí, ahora deben pagarlas de sus bolsillos, 85 euros por hora). Juan bromea: Puede que lo que necesiten es un psiquiatra para que los saque de esa secta o un exorcismo para quitarse el diablo de encima.

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