martes, 9 de diciembre de 2014

Inventario de una colmena

Hacía tiempo, tanto que casi tengo que remontarme a los tiempos de antes de la crisis, para recordar la última vez que me sentía como parte de una comunidad. En el trabajo la relación entre los compañeros aún no se había deteriorado por culpa de los despidos. Los viernes por la tarde salíamos en manada e íbamos a un garito a escuchar jazz en directo, o juntábamos dos o tres mesas en cualquier bar y adquiríamos, momentáneamente, costumbres noctámbulas de latitudes mucho más al sur. Había olvidado esa relación, aunque fuera forzada, de amistad y de sentir preocupación por alguien sólo porque el azar nos había reunido. Ahora me ocurre con una comunidad mucho más menguada que la de los compañeros del trabajo en Barcelona. Mis vecinos, algunos completos desconocidos, que aparecen y desaparecen con la fugacidad de los periodos lectivos, se imponen sin ningún esfuerzo en mis temores de que algo malo les ocurra. Si el ulular de una sirena se detiene en las cercanías del bloque, corro a la terraza para asegurarme que la ambulancia, coche de bomberos o de policía, está aparcado frente a otro bloque, o que, de tener la mala suerte de ser el nuestro el escogido, el problema no es grave. Es preferible los encuentros fortuitos con la mala suerte muy aparatosos (los sangrientos) que los silenciosos (se suele curar antes y tiene menos consecuencias, un tajo en una mano que un ictus o una detención por traficar con drogas). Quizá este temor a que les ocurra algo malo a quienes me rodean ha hecho que ya no evite relacionarme con ellos y acepto con agrado los encuentros fortuitos que se terminan convirtiendo en reuniones improvisadas, en el portal. En el ocurrido esta mañana me enteré que este fin de semana estuvo por aquí la policía. La lucha entre los estudiantes de dos pisos del primero llegaron a extremos insoportables (suelo perderme las movidas más interesantes). Mi vecina del tercero estuvo casi 8 horas encerrada en su cuarto de baño. Las cerrajerías de cierre de seguridad son muy malas y antiguas (hay que tenerlas muy bien engrasadas para que no den problemas). Entró en el baño para ducharse en cuanto su marido se marchó de la casa y no pudo salir hasta que él regresó y abrió desde fuera. Me hubiera gustado hablar con ella para preguntarle la razón por la que giró la llave de seguridad si estaba sola en casa, o por qué no desmontó el pomo (en un baño hay muchas cosas que pueden servir como destornilladores, desde una lima para las uñas a unas tijeras). También me enteré que mi vecino de abajo, el pirómano involuntario, perdió su trabajo; pero está contento porque hacía varios meses que no le pagaban y él no se atrevía a dejar el trabajo creyendo que la situación mejoraría. En cuanto creo que una racha de buena suerte con el trabajo (llevamos semanas enlazando unos con otros), significa el final de de la crisis, aparece la realidad para destruir esa percepción (mi vecino en paro y el Hotel San Antón que cerró ayer).


Lástima que con el cierre no se consiga hacer desaparecer también el edificio

4 comentarios:

  1. Verdaderamente, porque mira que es feo.

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    1. Horrible. Nosotros estamos exactamente detrás y nos tapa toda la vista de Sierra Nevada. Una pena

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    2. Pensemos que San Antón era nigeriano y desde esa benevolencia los arquitectos sentiremos un momentáneo alivio. Otra posibilidad indulgente seria sospechar que tal vez la memoria del proyecto justificara la negritud del edificio como obligado contrapunto al blancor níveo de la Sierra.
      ¿Puede ser que quien muestra aquí arriba su foto sonriente y amistosa también escriba en el "otro" blog?

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    3. El edificio, en la realidad, es mucho más feo que en la fotografía. La fotografía fue tomada al atardecer y tiene los dorados de las luces y en un momento en el que el edificio estaba en funcionamiento y con una conservación correcta. Ahora los vidrios están manchados de polvo, de color mate, surcados por los chorreones que dejaron las últimas lluvias.

      Aunque en la fotografía aparece de color gris oscuro, en realidad es de color verde botella con un revestimiento para exteriores granulado. Supongo el arquitecto que lo diseñó estaba pensando en que se convirtiera en una extensión del Palacio de Congresos, que está al otro lado del río Genil, muy cerca de este edificio. El Palacio de Congresos tiene una terminación con mármol verde de Sierra Elvira y un módulo de perfilería cromada y vidrio.

      Lo único bueno que tenía ese edificio es que arriba, en la terraza, había un restaurante con una vistas alucinantes (sobretodo porque no se veía el mamotreto de color verde).

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