martes, 31 de diciembre de 2013

En peligro de extinción

Recuerdo el primer año que pasé las navidades en Barcelona. El día 28 los periódicos amanecieron plagados de inocentadas. La que más gracia me hizo fue que Messi dejaba el fútbol porque había sido contratado por el Bolshoi. Ese mismo año u otro, que se estaban buscando subvenciones para inclinar la Giralda 10º para que se pareciera a la Torre de Pisa, por el gran éxito turístico que tenía ésta última.

Mis hermanos recuerdan las bromas gastadas en el destacamento de aviación donde vivíamos. Allí las inocentadas solían ser muy crueles. Desde envolverle a alguien la bicicleta pillándosela a un árbol con metros y metros de cinta de embalaje a cubrir el interior de una garita con sesos y sangre de animal (dando la idea de que alguien se había volado la cabeza allí, obligando al soldado que le tocaba guardia en ella, y que, por supuesto, no tenía ni idea de que todo se trataba de una inocentada, a pasar toda la noche fuera del recinto. El día 28 hojeé el periódico con avidez, pero, o la broma era tan sutil que no la pillé, no la había. No sé si será que todos hemos maduramos y nos parecen absurdas las bromas, o que nadie tiene humor para afilar el ingenio, por culpa de esta crisis.

Esperemos que le próximo año no sea tan nefasto. ¡Feliz año nuevo a todos! (en breve toca comerse las uvas -a Guille ya se las pelé y quité los huesos, que no quiero que se atragante y luego ¡Juerga!).

sábado, 28 de diciembre de 2013

Confesión

Imposible no escuchar la voz ensordecedora que me hablaba en mitad de la noche. No comprendo cómo he podido estar tan sorda hasta el momento. Obcecada por el ateísmo impuesto por mis hermanos y el placer sexual que he de refrenar ahora que lo he encontrado a Él. Con mucha habilidad el diablo consiguió engañarme, poniéndome ante las narices placeres como las dulces caricias de Guille. En estos momentos estoy pensando en el divorcio y dice mi suegra, conocedora de todo lo que implica la Iglesia, que si es por querer meterme a monja, no tendré ningún problema en que se anule nuestro matrimonio. No concibo otro futuro que el estar encerrada en un convento de clausura y pedir perdón por haber tardado tanto tiempo en encontrarlo. Torpe y necia sería si no admitiera que he sido una pecadora hasta ahora que sólo sabía disfrutar de los placeres mundanos sin prestar atención a mi alma. Apenas 21 gramos, es lo que dicen que pesa, que nos puede proporcionar la felicidad eterna. Daría parte de esa eternidad a cambio de volver al pasado y poder mortificarme desde niña con cilicios y disciplinas. ¡Amadme como yo os amo, hermanos!!!


jueves, 26 de diciembre de 2013

Con la que está cayendo

Compungida estoy. La culpa la tiene Elvira Lindo que hoy se despide de escribir su columna semanal en El País. 



A esta escritora tardé en conocerla. La creía muy superficial. La prejuzgue injustificadamente por culpa de la voz aflautada que ponía al hablar como Manolito Gafotas en la radio y porque es complicado pensar en una escritora para adultos cuando se la ha disfrutado como escritora para niños (le leí a mi sobrina casi toda la saga de Manolito Gafotas por el Messenger porque ella vivía en aquella época en Málaga y yo en Barcelona -le encantaba el personaje de El Idiota-). Por fortuna, reparé el entuerto y cuando a mis manos llegó Una palabra tuya, lo devoré con ansiedad. Luego siguieron Lo que me queda por vivir y Lugares que no quiero compartir con nadie. A lo mejor sólo es un viaje de ida y vuelta, un breve o largo descanso de las obligaciones semanales o, quizá, la necesidad de aparcar las pequeñas píldoras que son sus artículos para recrearse en algo más sólido y ofrecernos con más asiduidad alguna que otra novela. 

miércoles, 25 de diciembre de 2013

Leche de burra

Parece que la Navidad obliga a recordar. Esta noche sucumbí a las costumbres de Guille para irme a la cama: a las once de la tarde ya con la oreja planchada. El cansancio del día me permitió quedarme dormida casi de inmediato (o puede que fuera mero mimetismo). Ahora mismo son las seis y media, pero ya llevo un buen rato con los ojos abiertos como platos (no me asomo a un espejo porque seguro que tengo la apariencia de un búho electrocutado). Por no despertarlo, me he venido al salón, donde hay una enorme bombonera llena de chucherías. He buscado un bombón de esos que vienen en papel dorado, tamaño bola pin-pon, que tiene una avellana americana en su interior (no recuerdo cómo se llaman), pero he terminado entreteniendo la lengua con unos extraños caramelos que me compraban mis hermanos cuando era pequeña. Una de las pocas chucherías que me gustaban. Hacía siglos que no los veía. Ellos aseguraban que estaban fabricados con leche de burra. 


He investigado. Sentía curiosidad. Quería saber si era verdad o una de las muchas bromas que me gastaban mis hermanos. Existieron las pastillas de leche de burra, las vendían en las farmacias, eran como una chuchería para niños que además curaban la garganta. Ya no las fabrican. No tienen nada que ver con esos caramelos que me compraban mis hermanos y que eran como aspirinas de colores, ásperas en el paladar, con sabores extraños, muy poco dulces. Un mito menos. 

Una negativa a tiempo

El azar quiso que esta mañana me encontrara con un antiguo compañero de trabajo paseando por la Gran Vía. Fue uno de los primeros en abandonar el barco (en irse de la empresa en la que trabajábamos) en cuanto aparecieron los primeros indicios de quiebra. Tenía pensado montar su propio despacho. Invitó a Guille a irse con él, pero Guille lo rechazó por mi culpa (no estaba invitada a formar parte de ese grupo selecto). Por supuesto, ha sido inevitable preguntarse qué habría pasado si mi futuro marido hubiera aceptado y desaparecido por completo de mi vida diaria (por aquel entonces ya salíamos, pero no era nada serio). La cosa (el despacho) acabó como era de esperar: mal (no fue culpa del compañero, si no de la situación económica). Cinco compañeros se fueron con él. Antes de finalizar el primer año, ya se veía forzado a hacerlo todo porque no había trabajo para nadie más. A veces siente tanta añoranza del jaleo y el bullicio de trabajar junto a más gente, que siempre que puede se lleva a los niños a la oficina para que hagan ruido. 

Solos, ya de vuelta, jugamos a imaginar qué habría pasado de separarnos en aquel momento. Guille cree que habría sucumbido a su antigua novia y en estos momentos estaría divorciada de ella y viviendo de nuevo con sus padres. Yo me habría vuelto una monógama múltiple, como mi hermano mayor, y no tendría ninguna razón para volver a Barcelona. Creo que la decisión que tomó Guille hace unos años -por miedo, más que por mí- nos ha beneficiado a ambos. 

martes, 24 de diciembre de 2013

Un poso de felicidad

¿Por qué lo hacemos? Nos reunimos alrededor de una mesa llena de comida, a veces con familiares a los que sólo vemos de tarde en tarde porque nos resultan antipáticos o no tenemos nada en común con ellos y nos atiborramos de comida, creo que como excusa a dejar de soltar chorradas porque con la boca llena no se habla

Estos son los primeros cinco minutos que tengo de descanso desde que aterricé esta mañana en Barcelona. Apenas llegué, me pusieron a preparar canapés. Canapés con paté, anchoas, caviar, salmón, aceitunas, huevos de codorniz, pimientos morrones, huevo hilado... Mi suegra había impreso fotografías de cómo debían quedar. Ha sido divertido, como montar pequeñas maquetas. Mientras, ella ha preparado sopa de picadillo (una tradición en esta familia), media docena de pescados diferentes y un pato tremendo, al limón, un bicho tan enorme, que me recordó el episodio de Mr. Bean en el que mete la cabeza por el culo de un pavo gigante y termina cenando un sándwich de algo que parece mermelada (puaaaaaag). 

Tres personas -mi suegra, mi cuñada, hermana de Guille, y yo- trabajando durante más de 8 horas para una cena que duró tres. Aunque con lo que ha sobrado hoy, tendremos para alimentarnos hasta el año que viene. En cuanto se marchó la tita coñazo de Guille -una señora que se empeña en mostrarse antipática con todos y herir todo lo que sea posible con su lengua viperina- la cena se volvió muy agradable.Quiero disfrutar de estas reuniones multitudinarias porque vaticino que llegará el día en el que Guille y yo seremos los únicos comensales a nuestra mesa navideña, o lo que es peor, tendremos alguna importante razón para no celebrarla. 

lunes, 23 de diciembre de 2013

Cuento de Navidad - La cena

El calor del fuego, el suave chisporroteo de la madera al arder y las anaranjadas luces temblorosas de las que se llena la penumbra más cercana a la chimenea, sumen a doña Pascuala en un agradable sopor del que no quisiera salir jamás. La somnolencia le arrebata parte de los sentidos y hace que funcione su imaginación. Cierra los ojos y se ve sobre el escenario de un garito de jazz, con todas las arrobas de su orondo cuerpo embutidas en un traje lleno de lentejuelas y calzando los zapatos de tacón más altos que ha visto jamás y que le facilitan un contoneo que puede confundirse con un baile estático.  La voz, en su ensoñación, doña Pascuala la toma prestada de Ella Fitzgerald porque en la realidad canta como un sapo dando arcadas.

Si la condensación del vapor en los vidrios de las ventanas no los llenara de lagrimones y en el exterior hubiera alguna luz más que la del cielo blanqueado por la nieve que aún no había caído, doña Pascuala habría podido comprobar que las huellas de quienes se habían marchado después de cenar, ya habían desaparecido bajo una gruesa capa blanca. Pero a la mujer le trae sin cuidado lo que ocurre fuera de los límites de los muros de su vivienda, incluso le es completamente indiferente lo que pasa al otro lado de su imaginación. Sube al dormitorio con los ojos entornados, como si abrirlos hiciera peligrar, al igual que una pompa de jabón ante el mínimo roce, la fantasía de estar sobre un escenario y cantar Summertime a un público que bebe, fuma y la mira con deseo, porque a las cantantes de jazz, aunque sean gordas y de piel insulsa, se las desea por su voz.



Por primera vez en muchos, muchos años, doña Pascuala tiene la cama para ella sola. Como si estuviera sobre un lecho de nieve, abre y cierra los brazos y las piernas extendidas; dibuja en las sábanas la figura de un ángel. Sonríe, gorjea con una risita infantil que nadie escucha porque, exceptuando al esmirriado Nicomedes que dormita en su pocilga, nadie más hay en la enorme casa. Le parece increíble que pocas horas antes le faltara sólo una insignificante contradicción más para estar a punto de sufrir un ataque de nervios. Nicolás, cuyo mayor defecto era forzar la generosidad ajena y llevarse todo el mérito del regalo realizado, llegó a media mañana advirtiendo que para la cena de Nochebuena tenían una docena y media de invitados no previstos. La sensatez se impuso al cabreo inicial. La despensa prácticamente vacía, las tiendas cerradas ya y muy pocas horas para preparar algo mínimamente decente. Doña Pascuala sacó la conclusión de que no les quedaba otra que comerse al desdichado Nicomedes. No tenía mucha chicha, pero al menos entretendrían el diente mondando los huesos. A Nicolás, acostumbrado a cuidar su figura con un sedentarismo sin treguas, su esposa sólo le pidió que colaborara en la cena dando caza al gorrino. Demasiado esfuerzo para quien jadeaba al ir del dormitorio al baño. Antes de poder posar las manos sobre el escuchimizado lomo del animal, Nicolás, después de estrujarse la parte izquierda del pecho con los dedos engarfiados y un gesto de dolor que no terminaba de cubrir la barba blanca, cayó de bruces sobre el hediondo suelo de la cochiquera y antes de que su ridículo traje rojo terminara enfangado, el hombre ya había pasado a formar parte de las cosas inanimadas de este mundo.

La cena fue un éxito: riñones al jerez, criadillas rebosadas, asaduras con patatas, chuletones, puchero con pringue, lengua estofada, pastel de carne... Todos comieron hasta el hartazgo y cuando terminaron, doña Pascuala les rogó que se llevaran las sobras porque eran excesivas para ella sola.

Por un segundo la mujer siente una punzada de pesadumbre: la primera vez que Nicolás colabora de forma activa en uno de sus desinteresados arrebatos de generosidad, y nadie se lo ha agradecido; pero de inmediato se le pasa la tristeza, cierra los ojos y se imagina en el mismo garito de jazz que antes, ahora susurra con voz melosa Cry Me a River, aunque sus ojos permanecen secos y en sus labios hay una sonrisilla de alegre esperanza.

domingo, 22 de diciembre de 2013

Por la gracia de Dios

En El Ángel Exterminador de Buñuel, un grupo de personas invitada a una cena no se deciden a marcharse de la mansión donde se celebra. Nada les impide salir, pero ninguno tiene la voluntad de dar un paso adelante y cruzar el umbral de la salida. Esta noche me pasa lo mismo: no tengo voluntad para ponerme a trabajar (tengo que mandar algunos presupuestos para antes de mañana), aunque en mi caso se puede justificar por el cansancio. Salí de casa a las 8:00 de la madrugada (hoy es domingo y sigue siendo hoy hasta que me acueste y levante). Hice una excursión con unos amigos al Trevenque, y cuando bajamos, ayudé a uno de ellos a montar muebles del Ikea (el dormitorio para su hijo). Ahora estoy (plof ) en el sofá como una mosca en el casco de Fernando Alonso. Tengo el pc en el suelo. Es un poco complicado escribir así (se me está yendo toda la sangre a la cabeza). 



Para entretenerme y conseguir la voluntad que necesito para ponerme a trabajar (hoy no salgo a correr porque estoy agotada), vi el último programa de Salvados: Confesando al Estado. Trata de la falsedad de que España sea un país aconfesional y laico. Habla, entre otras cosas, de los colegios concertados. Entrevistan al director de uno de estos colegios. (Un inciso: creo que tengo algo de pervertida porque en cuanto estoy ante alguien del Opus Dei, me es imposible no imaginar las púas de un cilicio hincándose en la piel desnuda y nívea de un muslo). En el colegio hay segregación por sexos. Aseguran que el rendimiento de los grupos es mucho mayor así. Una profesora pone como ejemplo a los chavales que se enamoran de alguna chica y que pasan a comportarse como los gallitos de la clase. No soy capaz de corroborar esta afirmación porque mi colegio era casi exclusivamente femenino. Sólo en preescolar había críos. Recuerdo con ternura el extraño comportamiento que tenían algunas de mis condiscípulas en presencia de niños de su misma edad. Mi mundo fuera del internado era más masculino que femenino; pero para algunas compañeras, hijas únicas y padres divorciados, un hombre les era tan extraño y raro como un marciano. También faltaba competitividad. Si realmente existen esos estudios norteamericanos en los que se basa la segregación por sexos en el colegio, los directores y profesores, se despreocupan de los niños una vez fuera de las aulas.

viernes, 20 de diciembre de 2013

Estudio sobre la sordera

¿Qué no necesita un coche, pero sin ello no funciona?  A uno de los conductores que me llevaban del Destacamento al internado, le gustaba inventar adivinanzas para mí. Me las soltaba al final del viaje de ida, y espera que las tuviera resueltas cuando me llevaba de vuelta. Ésta en concreto, no fui capaz de deducirla. La respuesta es el ruido

El sábado por la tarde un bebé lloraba en una casa contigua a la de mi madre. Antes de pasar diez minutos, ya había en su puerta una vecina llamando para saber qué le ocurría a la madre. Nada importante. La mujer tenía problemas estomacales y dejó desatendido unos instantes al niño.

Mi cuñada la efímera (a los primeros indicios de encariñamiento mi hermano rompe la relación), nos contó que después de tener a su primer hijo (tiene dos), quiso recuperar la figura muy rápidamente y casi se mata de hambre. Dos o tres semanas después de regresar del hospital a casa, sufrió un desmayo por culpa de la anemia y estuvo más de una hora tirada en el suelo de su casa, semiinconsciente, mientras que el niño lloraba como un descosido. Hasta la llegada de su marido, no pudo ponerse en pie y atender al bebé.

Guille llama el piso de la fornicación al único con el que nuestra vivienda tiene medianería. Son apenas 1.50 m² de pared en común, pero que sobran para que conozcamos con todo detalle lo que ocurre en el dormitorio de los vecinos. La pareja de ese piso tienen dos tipos de momentos: el momento fornicación -que recuerda bastante a un partido de tenis en el que los jugadores acompañan cada golpe con un grito- y el momento quejoso -en el que sólo participa la chica y es una interminable letanía, puede durar horas, en la que se hace saber a ella misma (no se escucha a nadie más en la habitación) lo desgraciada que es. Horas y horas gimoteando y repitiéndose que es una desgraciada. Prácticamente he perdido la capacidad de escucharlos, a no ser que un tercero me lo haga notar. Me pregunto si es correcta mi actitud de indiferencia ante los quejidos de la chica -de la que aún desconozco hasta su rostro-. No es pereza, sólo miedo a molestar, a entrometerme y romper la ficción de intimidad que todos creemos tener entre las paredes de nuestra casa.



¿Estamos destinados a sufrir una sordera selectiva que nos aleja de las penalidades de los demás?

lunes, 16 de diciembre de 2013

Desconocidos

Las primeras horas después de una reunión larga con la familia tiene bastante de desintoxicación de las costumbres ajenas adquiridas. De repente me resulta extraño no levantarme con el olor a tostadas y café por toda la casa. También es raro volver al anonimato que una ciudad, incluso pequeña, como es Granada, permite. Conozco a más gente en el pueblo de mi madre, al que sólo voy de vez en cuando de visita, que en mi propio barrio. 

En uno de los pisos del bloque frente al mio, vivía una mujer de mediana edad con su hija. Solían tener unas broncas tremendas. Gritos que eran capaces de atravesar el doble vidrio de mis ventanas. El origen de las peleas lo desconozco. Se hacían reproches: tú has dicho esto... tú hiciste esto otro... Ahora ya no se escuchan los gritos. Veo de vez en cuando a la hija asomada al balcón mirando la calle, vestida de negro, algo demacrada, flaca. Saco la conclusión de que la madre ha muerto. Pero lo que parece una evidencia, puede que sólo sea una mentira del azar. Puede que la mujer se haya ido a vivir con otro familiar o con un novio; que la hija se haya puesto a dieta y que la crisis de los 30 -edad que parece tener- la haya vuelto gótica. Si la abordara en la calle y le preguntara, seguro que me tomaba por una loca.

jueves, 12 de diciembre de 2013

Hablemos del tiempo

En la casa de mi madre, desde la muerte de mi padre, nunca se ha celebrado la Navidad. Los primeros mantecados y turrones que probé (hasta los 8 años no me gustaban los dulces), fueron de estraperlo. Los compraba mi hermano mayor a escondidas de mi madre y nos atiborrábamos cuando ella no estaba presente. No era una exageración. Sufría ataques de ansiedad por cualquier razón. Lo que sí comenzamos a celebrar cuando mis hermanos se marcharon cada uno por su lado (yo seguía en el instituto primero, y luego en la universidad) fue El Fin de Semana del Ajopollo. No recuerdo quién lo bautizó así. La razón, sí: mi madre siempre nos preparaba patatas al ajopollo en algún momento de esos días en los que nos reuníamos todos mis hermanos y nuestras parejas en su casa. Luego mi hermano menor se marchó a vivir a Londres, yo a Barcelona, y esa celebración pasó al olvido; pero este año las circunstancias nos permite volver a la tradición.

Esta mañana la pasé con dos de mis hermanos (necesitaban unos dibujos). Mientras nos tomábamos un bocadillo en la terraza, salió a colación los temas tabús para este fin de semana. Según cada uno de nosotros, no se podrá hablar:

- Mi madre. Tema tabú, mi padre. No puede hablar de él aún.
- Mi hermano mayor: No soporta el cutre-corazón (Belén Esteban y personajillos semejantes).
- Su novia actual: nada que sea escatológico. Al parecer, tiene un estómago muy sensible.
- Mi hermano mediano: el fútbol. Termina enfadándose porque no comprende cómo la gente puede gastarse tantos millones en un juego que él considera aburrido y ridículo.
- Su esposa: de la crisis. Es capaz de llorar como una magdalena al saber que cualquier conocido no tiene ni para comer.
- Mi sobrina: de la anorexia. Porque, por ser adolescente flacucha, todos parecen pensar que la sufre y la atiborran a comida.. 
- Mi hermano pequeño: de la muerte. Se pone de mala leche. 
- Su pareja: De cualquier enfermedad. Es hipocondríaca.
- Guille: no vendrá. Es el único que no tiene tema de conversación tabú.
- Yo: de política. Parte de mi familia tiende  a la derecha y no llego a comprender cómo pueden defender a un tipo como Rajoy cuando lo está haciendo tan mal.

¿De qué hablamos?... El cielo está ligeramente cubierto con nubes blancas muy altas, aborregadas...


miércoles, 11 de diciembre de 2013

La domadora de palabras

Vuelvo a tener logopeda. La primera impresión ha sido muy buena. Ha aceptado sin trabas, e incluso con curiosidad, el método diseñado por mi tío Fermín: convertir las letras en números. También insiste,a pesar de mi resistencia, en que vuelva a los dictados de frases sin sentido con palabras muy parecidas: Vuela la rueda sin que pueda la nuera luenga ir a la huelga . Si me hubiera dicho a todo que sí, no sería buena. 

Por las tardes atiende su consulta privada, por las mañanas trabaja en un colegio concertado de El Realejo. Al principio se ocupaba sólo de los problemas lingüísticos de los niños, ahora debe trabajar, aunque no tiene la titulación adecuada, como profesora de apoyo para los niños que no tienen nivel académico suficiente. 

El primer día que entré en su despacho me llamó la atención una ventana tapiada con una pared de cajas de pañuelos de papel. Ayer no pude resistir la curiosidad y le pregunté. ¿Para qué necesita tantos pañuelos? El año pasado el presupuesto del colegio donde trabaja le permitía comprar pañuelos y pequeño material que los niños necesitan pero que los padres olvidan meter en sus mochilas. En esta época del año, es fácil que los críos lleguen resfriados al colegio, con el moco colgando. Los padres no tienen más remedio que enviarlos, aunque estén enfermos, porque, o son familias monoparentales o ambos padres trabajan, y no tienen con quién dejarlos. La logopeda tiene una amiga que trabaja como cajera en una gran superficie. Con el descuento a empleados de su amiga y la gran cantidad de cajas de pañuelos que compró, le salieron muy baratas, a la mitad de lo que suelen costar. En un principio las tenía almacenadas en un armario de su colegio. Los demás profesores sabían que las había pagado ella de su bolsillo. Aún así, desaparecían como si fueran agua atrapada entre las manos. No le molestó hasta que vio a un compañero sacar unas cuantas fuera del colegio. Menos de dos euros que la enervaron y enfurecieron. "Al día siguiente, me las traje aquí, fuera del alcance de los buitres".  

martes, 10 de diciembre de 2013

La jaula de piedra

Antes de que mi padre se volviera senil, su único tema de conversación era los negocios; desde que el pasado se ha convertido en su presente y su futuro tiene los días contados, sólo habla de una mujer llamada Alicia. Nadie la conocía. Nadie sabía quién era. Con la excusa, en realidad una mentira descarada, de intentar satisfacer el último deseo de un moribundo, llamé a Catalina. Mi tía no supo negarse y aceptó levantarle el veto. Mi hermanastra llegó una mañana de domingo muy temprano, embutida en un traje de noche oscuro que podía confundirse con un camisón, una flor mustia enredada en el pelo ensortijado y unos tacones afilados como cuchillos. A su paso dejaba el estruendo de su caminar y un hedor agrio a tabaco, sexo y perfume que saturaba el aire de la casa, ya viciado por la enfermedad y las medicinas. La conversación -dos monólogos, en realidad- fue tan breve que Catalina me sorprendió cuando subía la escalera para esconderme en la habitación contigua a la de mi padre, para poder escucharlos. Como excusa a mi presencia, sólo se me ocurrió afirmar que iba en búsqueda para invitarla a desayunar. Aceptó un café con leche y las porras, ya frías, que sobraron de nuestro desayuno. Me pareció el paradigma de la elegancia la forma que tenía de comer, sujetando el churro con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda y el vaso de café y un cigarrillo con la derecha. La pregunta no le cogió por sorpresa. Alicia fue la segunda mujer del viejo. La única que no se cargó. La única lo suficientemente lista para dejarlo antes de que la matara. Protesté. Lo de mi madre había sido un accidente. Se despeñó en el acantilado de Cerro Gordo. Mi madre no se suicidó. Los recuerdos atravesaron la coraza de Catalina y le llenaron de lágrimas los ojos. Hizo que bajara al sótano con la excusa de darle el regalo de navidad. Le pidió que cerrara los ojos y le disparó en la sien. Lo vi todo escondida entre las cajas. Me descubrió, pero no me hizo nada porque me sabía demasiado miedosa. Cuando me hice mayor y dejé de ser tan cobarde, mi palabra valía lo mismo que mi reputación. 

Antes de irse, Catalina me hizo dos peticiones: que no la llamara para el funeral y que dejara de buscar a Alicia porque puede que nuestro padre sólo quiera arrastrarla con él. No la saqué del error. Sé perfectamente dónde está Alicia. Antes de que la enfermad lo anclara en la cama, mi padre ponía en el tocadiscos un viejo vinilo de John Coltrane, My Favorite Things iba hasta el fondo de la galería, donde hay un arco ciego, y acariciaba el paramento con una ternura de la que mi madre o yo nunca fuimos destinatarias.

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Historieta al ritmo de My Favorite Things. 

Separación

Cuando estamos juntas mis dos cuñadas y yo, mi hermano mayor no controla su deseo de fotografiaarnos. Sus novias nunca le duran lo suficiente para que nos habituemos a ellas. 

La esposa de mi hermano mediano compagina con intermitencia, dependiente de la situación económica, su placer por ocuparse en no hacer nada con la restauración (regentaba un restaurante). Lo que más me gusta de ella, son sus arrebatos incontrolados de demostraciones de cariño a mi hermano y mi sobrina. Los abraza, los estruja, se los come a besos... A veces es algo infantil, negligente, pero tiene a su hija para corregirla. Otras veces es tan constante en su deseo por conseguir algo, que a todos nos asombra (por que conocemos su faceta perezosa). En una ocasión estuvo trabajando dos días seguidos para preparar el catering para la boda de una amiga a la que le había fallado el restaurante a última hora. Cree en los videntes y le da miedo quedarse sola en su casa, aunque sea de día. 

La esposa de mi hermano menor trabaja de enfermera en un hospital de Londres. Sueña con envejecer, jubilarse y vivir en la Costa del Sol. Es tan inteligente, que le basta leer un texto una sola vez para memorizarlo. Parece fría, pero no creo que haya nadie en este mundo que quiera más a mi hermano que ella (ni siquiera mi madre, que siempre ha sido excesiva en eso del cariño). La última vez que nos visito, venía con un brazo en cabestrillo. Tenía una tendinitis por haber dado un masaje cardiaco a un anciano en un supermercado durante la media hora que tardó en llegar la ambulancia. Ella sabía que el hombre no iba a sobrevivir, pero no quiso parar porque la esposa del anciano estaba presente (le da tanta importancia a los enfermos como a la conciencia de los parientes). Tal vez sea excesivamente escrupulosa (deformación profesional, supongo) y maniática del orden. Lo que tiene asumido, es que es gafe. 

En Sudáfrica y Namibia, hasta el cercano 1.992 existió el Apartheid (separación). La segregación por razas. Nelson Mandela luchó por abolirlo, hasta lograrlo.


Me gustan las fotografías que nos saca mi hermano mayor a mis cuñadas y a mí. La esposa de mi hermano mediano siempre con una sonrisa que le ocupa todo el rostro, algo entradita en carnes, con la cabeza apoyada en la frente de quien tenga más cerca. La esposa de mi hermano menor, estilizada como una sombra a última hora de la tarde, no importa que su boca no sonría porque sus ojos siempre son alegres, le gusta apoyar una mano en el hombro de quien está a su lado. Y yo, en medio, con la expresión algo forzada porque no me gusta que me fotografíen. Una de nosotras es rubia, con los ojos azules, lechosa de piel, la otra morena, con los ojos marrones y una piel que, a finales del verano, tiende a parecer del color de la madera del almendro y la última, con el pelo rizado, los ojos negros y una piel tan oscura como la noche. 

lunes, 9 de diciembre de 2013

Como el agua

Para muchos hace bastante que se dieron cuenta que la justicia no es igual para todos, pero para mí, en los últimos tiempos es cuando se ha convertido en una evidencia cristalina. Aunque es ridículo que haya tardado tanto en comprender lo que nadie se molesta en ocultar.

Hace algunos años, cuando mis hermanos, mi madre y yo aún vivíamos bajo el mismo techo, detuvieron a mi hermano mayor acusado de violación. Mandaron una citación a su trabajo informándole que estaba en búsqueda y captura (se quedó alucinado). Se presentó en una comisaría de policía y lo detuvieron directamente. Estuvo retenido desde el viernes por la tarde al lunes al mediodía. Fue muy complicado mantener oculto a mi madre lo que ocurría (mal cóctel la hipertensión y la depresión nerviosa ). Dos días y medio completos con dos noches en una habitación sin poder cambiarse de ropa ni asearse ni tener un mínimo de intimidad y sin apenas comer porque siempre ha sido muy quisquilloso con la comida y le repugnaba la que le proporcionaron. El sábado por la mañana, gracias a la mujer de la denuncia, pudieron deshacer el error: algún lumbreras había trastocado en la denuncia el nombre, dirección y DNI del violador por el del mi hermano, que sólo la había llevado al hospital. A pesar de quedar aclarado el tema al principio del fin de semana, hasta el lunes al mediodía no lo soltaron porque tenía que hacerlo un juez y al parecer no trabajaban en festivos (no sé si la situación ha cambiado).

Ayer venía de Motril en microbús. Había acompañado a mi sobrina a una exhibición de monta de caballos. Ella iba a su bola, con sus amigas, hablando. Me entretuve con una revista vieja de las muchas que había en los portaequipajes. En uno de los artículos (era de mecánica) hablaba de un accidente ocurrido en 1.998 en los Alpes italianos. Un avión rompió el cable de un funicular, provocando 20 muertos. El artículo detallaba minuciosamente lo ocurrido. El avión volaba demasiado bajo. Los pilotos lo achacaron al mal funcionamiento del altímetro (estaba a menos de 150 metros del suelo -a esa altura no hace falta ser un lumbreras ni tener vista de pájaro para saber que es excesivamente bajo, que, como mínimo, a esa altura, pueden producir rotura de cristales). El artículo sólo proporcionaba datos estrictos. La altura en cada momento del vuelo con una gráfica: un descenso regular a la aproximación del teleférico y un ascenso, algo más brusco, pero también regular, después de pasarlo. Blanco y en botella (y no es horchata). Los cabritos de los pilotos habían intentado pasar bajo el cable del teleférico, sin conseguirlo, seccionándolo. Como resultado: veinte muertos por los que nadie pagó. Sólo uno de los pilotos cumplió seis meses de cárcel por entorpecer a la justicia (quemó una cinta de vídeo que habían grabado durante el vuelo).



Una de las abogadas defensoras con las que hemos trabajado últimamente suele decir: En los tribunales no vence la verdad; los que ganan en los tribunales, imponen su verdad. Después de leer un día tras otro en los periódicos lo que ocurre con la doble contabilidad del PP y la no imputación de la Infanta Cristina en el caso Noós, me temo que esa abogada tiene tiene toda la razón. 

miércoles, 4 de diciembre de 2013

La danza de los gusanos

La oscuridad le sienta bien a los gusanos. Dejé un plato lleno de castañas en la alacena. Siempre que se va Guille, para matar el tiempo, para encubrir esos ratos que solía pasar con él, me pongo a limpiar. Tres gusanos habían salido de las castañas y estaban en la porcelana blanca, enormes, redondos, amarillentos y rollizos. Con la luz repentina, se quedaron quietos, fingiendo estar muertos; pero revivieron de inmediato, en cuanto creyeron que no había peligro. Es graciosa la forma que tienen de moverse, de rectar sin ninguna parte a donde ir, de hacerse una pelotilla si en su angosto universo cualquier movimiento se convierte en un posible cataclismo. 

Cuando los gusanos dejaron de divertirme, dudé en si debía aplastarlos (jugo de gusanos -me pregunto si la repugnancia que tenemos por esos bichos, es un sistema de protección-). El plato se habría convertido en el del cementerio de los gusanos, y no habría vuelto a utilizarlo. Es un plato por el que siento mucho cariño: perteneció a mi abuela. Nos lo trajo lleno de carne de membrillo hecha por ella. Estuvo desde entonces en casa de mi madre y hace poco me lo mandó con un trozo de tarta de queso (creo que no recuerda su origen).

Sólo las culebras le repugnan más a mi madre que los gusanos. Quiere que la incineren por miedo a despertar dentro del ataúd (es claustrofóbica) y por el asco que le da pensar que va a ser devorada por esos bichos tan asquerosos. Aunque comemos angulas, y poco diferencia hay; y caracoles, aún más repulsivos con esos mocos que exudan.


Siempre es preferible que nos coman ellos a comérnoslos nosotros


Los gusanos fueron a parar, junto con todas las castañas, envueltos en un papel de cocina, a la basura. Espero que tengan un vida larga y saludable (tan larga como la pueda tener un gusano). Seguro que la putrefacción de la basura del estercolero los mantiene calentitos. ¿Un gusano podrá sobrevivir en un ambiente lleno de metano?

martes, 3 de diciembre de 2013

Los engranajes de la desesperación

Guille llegó con una arruga entre las cejas y se ha vuelto a Barcelona sin ella. Creo que sólo le preocupaba la idea de tener que marcharnos fuera. Le angustia tanto alejarse demasiado de sus padres como a mí no compartir la monotonía diaria con él. Cuando nos impusimos la fecha de finales de año para tomar una decisión, parecía muy lejana; pero todo llega. De momento no nos marchamos. Guille quiere que le demos una oportunidad al reciclaje, que busquemos otra forma de ganarnos la vida. Él sirve para muchas cosas, y parece que haciendo cualquiera de ellas, puede ser feliz. Yo tengo experiencia en muchas, pero creo que pocas de ellas me llevarían a la felicidad (no me imagino de nuevo, como cuando estaba haciendo la carrera, detrás de la barra de un bar -lo mío no es el trato directo con los clientes-). 

Lo malo de los pensamientos nocturnos, es que tienden a engrandecerse con la oscuridad y a desinflarse con las primeras luces del día. Parecía buena idea la de abrir un restaurante de platos preparados expresamente con fruta. Fruta pelada, cortada y adornada, para vagos. A Guille se le da bien la cocina y a mí las pijaditas. Pensábamos ponerlo en un parque como el García Lorca, de Granada, o en la Plaça de Espanya, en Barcelona. (Lo que más me atraía era tener una jornada laboral con un horario fijo, sin trabajo que hacer en casa). 


Otra de las ideas era tener una pequeña flota de drones preparados para la fumigación y la extinción de incendios. En este caso Guille pensaba implicar a mis hermanos, que son buenos montando trastos de todas clases y reparándolos. Piensa que los drones tiene un gran futuro, que dentro de muy poco, los cielos estarán llenos de esos trastos.... y puede que tenga razón. (A lo mejor debería abrir una agencia de seguros que cubriera el riesgo de caída de objetos extraños desde el cielo). 


lunes, 2 de diciembre de 2013

A perro flaco...

De pulgas, es la humanidad que tienen algunos ladrones en la barriada de El Limonar de Málaga, donde vive en la actualidad mi tío, padre de mi famosa prima Estefanía, la que tuvo un desliz con un par de compañeros de trabajo. Antes iba a todas partes ayudado por su yerno, ahora, para ir de un lado a otro, utiliza un andador (él lo llama su tacatá), y, aunque el derrame cerebral lo dejó bastante maltrecho, se maneja bien. 

Si la salud de mi tío fuera buena, su gasto mensual se reduciría a cero. Mis primos se ocupan de cubrirle todas las necesidades, menos las medicinas. Casi todas las subvenciona la Seguridad Social, pero hay algunas, especialmente caras (entre ellas unas medias ortopédicas para facilitarle la circulación), que debe pagarlas él. 

Cada dos semanas va al banco a sacar unos 300 euros. Como no le gusta ir solo, le acompaña un amigo de su mismo bloque, que, al igual que él, necesita un andador para desplazarse. Hace un mes, cuando entraban en el portal de su edificio, a la par que ellos también lo hacía una chica joven, muy bien vestida, tan escotada que parecía que se le iban a salir las margaritas (palabras textuales de mi tío). El ascensor es para cuatro personas y cada andador es como una persona tipo Botero. Mi tío y su amigo se ofrecieron a esperar a que la chica subiera a donde tuviera que ir, pero la desconocida insistió y al final subieron los tres juntos. Cuando mi tío, ya en su casa, quiso guardar el dinero en la caja fuerte, se dio cuenta que le habían cortado la cincha del bolsillo trasero del pantalón y quitado el dinero. Está convencido que le robó la chica bien vestida del ascensor porque un segundo antes, al pasar por la portería, se tentó el bolsillo y aún llevaba el dinero. Mi tío ahora se siente una presa fácil, una tentación para los ladrones a la que no saben resistirse.