jueves, 13 de diciembre de 2012

La trompetilla del Apocalipsis

El coco para mi madre se llamaba doña Natalia. Mi abuela se partía de risa cada vez que recordaba la prontitud con la que mi madre obedecía si se le amenazaba con ser delatada su pequeña maldad a aquella profesora de primaria que tenía la capacidad de atemorizar a los niños hasta el extremo de conseguir que vomitaran o se orinaran encima. Inmediatamente mi abuela se ponía triste, por haberse visto obligada a dejar al cuidado de aquella bruja a una niña de sólo tres años. Era comprensible que los niños la temieran: tenía todo un protocolo de castigos físicos; el más leve consistía en golpear una sola vez con la regla los nudillos de quien cometía la torpeza de dejar caer un lápiz o una tiza al suelo; de los más crueles, golpear nalgas desnudas hasta dejarlas en tal estado que el dolor imposibilitaba al dueño de las misma utilizarlas para apoyarlas en cualquier superficie, por mullida que estuviera, durante dos o tres días; para recibir semejante castigo sobraba desperezarse en clase, bostezar o demostrar de alguna forma aburrimiento. Entre los niños mayores, corría de boca en boca historias que sólo podían ser leyendas urbanas. Se contaba que doña Natalia antes era profesora de un instituto muy importante de Sevilla y había sido relegada a aquel colegio rural después de destrozar, durante un ataque de ira, la cabeza de una alumna contra un pupitre. A las clases de doña Natalia había que ir con el uniforme limpio, permanecer perfectamente sentados durante toda la clase y levantarse si entraba alguien. No cumplir todos estos preceptos conllevaba consecuencias nefastas: en un mundo donde nunca se cuestionaba la autoridad de los profesores, lo normal es que el alumno castigado por doña Natalia también  lo fuera por sus progenitores. 

Quienes la conocían bien aseguraban que tanta mala leche era debida a una soltería no deseada. Quienes la conocían mejor, aseguraban que esa soltería no deseada era consecuencia de su mala leche innata. La necesidad de macho doña Natalia la paliaba con la religión. Allí donde hubieran unos faldones negros, estaba ella, dispuesta a tragar misa tras misa; levantándose, sentándose, poniéndose de rodillas... en los precisos momentos que le rito lo exigía; sirviendo de eco nítido, potente y fuerte a la voz del cura.  

Ocurrió durante la misa del mediodía, la más concurrida de la semana. Fuera hacía un día luminoso y despejado de invierno, en el que el sol engañaba y el frío hería cualquier trozo de piel desnuda, enrojeciendo mejillas y narices; granulando con sabañones cualquier apéndice poco abrigado. Dentro el calor, por la calefacción era sofocante, pero no lo suficiente para mantener alerta a doña Natalia, quien cayó en un profundo sopor, a lo que contribuyó el tedio -era su tercera misa de la mañana- y la voz melosa del cura. En el preciso momento que el sacerdote levantaba la hostia para asegurar que era el cuerpo de Cristo, doña Natalia, arrobada por la somnolencia, deleitó a toda la concurrencia con una sonora e interminable ventosidad tipo trompetilla. El ruido y el hedor espabilaron a la mujer, quien no pudo ni supo disimular: se puso tan roja que los capilares de su cara y cuello parecían a punto de estallar. Cayó al suelo y comenzó a dar patadas, llorar a moco tendido y gritar mientras se tiraba del pelo. La dejaron desahogarse durante unos minutos. En cuanto se calmó lo suficiente para que sus gritos no interrumpieran la misa, el sacerdote continuó. Doña Natalia salió antes de concluir la misa. Estaba tan abochornada -había dado tantas palizas a niños por demostraciones de humanidad mucho menos vergonzosas- que no fue capaz de encararse de nuevo a sus alumnos. El lunes siguiente, a primera hora, dimitió y los niños, al menos los de La Lantejuela, ya no tuvieron que soportarla más. 

2 comentarios:

  1. ¡Otra pa'l cuaderno! Toda la historia es magnífica, pero lo que me parece ya la cumbre de tu manera de contarla es esto: "En el preciso momento que el sacerdote levantaba la hostia para asegurar que era el cuerpo de Cristo". ¿Asegurar? Me parto. ¡Y anda que no se reirían los niños cuando se enterasen del suceso! Una apoplejía le tenía que haber dado a doña Natalia, menuda pécora.

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    1. (El cuaderno está ya casi sin páginas -menos mal que está cerca el 14 de febrero, le pediré a Guille que me regale otro para el día de los enamorados-).

      En el tiempo que ocurrió esto, era casi obligatorio que la gente fuera a misa, al menos en los pueblos pequeños, como La Lantejuela. Casi todos los niños del colegio estaban presentes, lo vieron directamente (entre ellos mi madre, aunque ella era muy pequeña). Esta profesora hizo tanta mella en ella, que siempre que me quejaba de algo del colegio me decía: ¡A doña Natalia deberías tener tú para enterarte de lo que vale un peine!.

      Muchas gracias por tu comentario

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