miércoles, 6 de mayo de 2015

Juegos de tronos

El mundo laboral y sentimental deberían ser como el agua y el aceite: imposible de mezclar. 

Un compañero me pide un favor. Quiere que vise un proyecto por él. Su trabajo, su esfuerzo, sus aciertos y sus errores sobre mi nombre. 

Los proyectos tienen un trámite. Primero pasan por el colegio de arquitectos donde le ponen un sello después de detectar, o no, fallos y ser corregidos. Luego pasan al ayuntamiento donde el promotor tiene que pedir la licencia de obras. Los ayuntamientos no suelen poner problemas (a no ser que el error cometido sea garrafal) porque están necesitados de pillar las tasas que debe pagar cualquier ciudadano por construir en el suelo de un municipio. 

Mi compañero comenzaba a pensar que era tonto (le he robado a él las palabras). Proyecto que entregaba en un pueblo de Málaga, proyecto que parecía haberse colado en el ojo de un huracán donde daba vueltas y vueltas sin salir nunca. Cuando fue a sacar uno de los proyectos que le urgían de aquel torbellino se encontró con que la arquitecta municipal era su exnovia. 

Seguramente existirá otra versión de la misma historia. Mi compañero asegura que se separaron de mutuo acuerdo y amigablemente porque habían dejado de ser felices viviendo juntos. Pero en cuanto se echó otra novia, la amistad desapareció y sólo quedó la rabia. Ahora, para conseguir que le den la licencia de obras a uno de sus proyectos, tiene que hacer trampa.

No es la primera vez que me topo con una situación parecida. La anterior a ésta resultó menos injusta. El que fue arquitecto de un municipio del litoral de Málaga ponía todos los impedimentos posibles a los proyectos de su exjefe por rencor. El partido político cambio en el ayuntamiento y hubo renovación de todos los cargos, incluidos los no políticos. Ahora el arquitecto municipal es el hijo del exjefe.

Con razón dicen que si te preparas para la venganza, excaves dos tumbas. 

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