miércoles, 10 de julio de 2013

La arboleda perdida



Cuando era pequeña, allá por 1988, y mi mundo se reducía al recinto militar de la imagen, cuando aún ni siquiera había pisado el internado de la Inmaculada, pasaba la mayor parte del tiempo, sobre todo en verano, en una arboleda de chopos y helechos que había en la parte superior de la fotografía, limitada por los caminos asfaltados y el de arcilla amarilla que se pierde hacia la izquierda y que lleva a un helipuerto, razón por la que  talaron todos los árboles. Para nosotros, los niños, era como un bosque enorme en el que podíamos construir cabañas y perdernos durante horas, imaginando que vivíamos aislados del resto del mundo. Los árboles y las plantas lo invadían todo, incluso los restos de un edificio que parecía buscar permanecer oculto hasta para quienes lo buscaran desde el cielo. Sólo quedaba la solería y el inicio de los muros. Aquellas habitaciones que parecían el escenario prematuro de una película de Lars von Trier, sin las paredes que las limitaran, parecían ridículamente pequeñas. Dependiendo de a quién preguntara, el edificio había tenido un uso diferente. Mi padre afirmaba que había sido un colegio para soldados; mi hermano mayor, un calabozo; Gabi, el mayor de todos los niños, aseguraba que había sido la casa de un antiguo capitán que había tenido más de diez hijos... Como la arboleda, los restos del edificio, que parecían tan sólidos hincados en el suelo, ya no existen. Me temo que ésta es otra de las muchas preguntas que arrastraré hasta el final de mis días sin una respuesta. 

2 comentarios:

  1. Comprendo, comprendo. Y los peores son los casos en que esa sensación se convierte en dolorosa con el paso de los años, cuando compruebas que no solo ha cambiado el entorno de las correrias infantiles después de mucho tiempo, sino que tu mismo te conviertes en un extraño, como me ocurre a mi cuando, ocasionalmente, acudo a mi pueblecito extremeño.

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    1. A veces no es tan malo ser un desconocido en los pueblos. En el de mi madre, en el que lleva viviendo unos diez años, gente a la que yo no conozco de nada, son capaces de contarme mi propia vida con tanto detalle que da repelús y que dejarían en ridículo a los espías de la CIA.

      Claro que también gusta lo contrario. En el pueblo de mi abuela, cuando se enteran de quién soy, me cuentan anécdotas de cuando ella era joven o me hacen el árbol genealógico y casi siempre soy familia lejana de quien me habla.

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