viernes, 15 de junio de 2012

Siguiendo la senda del miedo


Fachada principal de mi colegio María Inmaculada - Antequera

Durante un tiempo, algunas semanas -o puede que sólo fueran días, el tiempo en la infancia se dilata- pensé ser monja. Ya era atea -lo llevaba siendo desde los seis años- y por supuesto ni Dios ni ninguna creencia espiritual intervino. En realidad sólo fue un exceso de sentido común. Mis hermanos me decían que era tan fea que nadie me querría cuando fuera mayor y mi tío Fermín, de instinto excesivamente protector, intentaba cercenar de mi mente, antes de que se incoara, la idea de estudiar una carrera. Fea y capacitada sólo para tener trabajos precarios... En el colegio veía a monjas que no eran profesoras, cuya labor parecía fácil: regar macetas, limpiar, cocinar... eran cosas que yo podía hacer sin dificultad. Me pareció aceptable ese futuro: trabajo seguro, protección y riesgo nulo de ser despedida (inocente de mí, aún desconocía la importancia del sexo). 

Me sacaron la idea de la cabeza un poco entre todos. Potato, un amigo de mis hermanos, uno de esos moteros que parecen preñados de cerveza, un Ángel del Infierno escapado de una película norteamericana, prometió casarse conmigo si no encontraba a nadie mejor y mis hermanos me hicieron ver inconvenientes en los que yo no me había fijado: misa diaria, uniforme, hacer caso a la madre superiora, no poder salir con mis amigas... Me pregunto cuántos religiosos sin vocación habrán esparcidos por conventos y monasterios, atrapados en las redes de Dios sólo por el miedo que da un futuro incierto.

2 comentarios:

  1. Desde los 10 a los 12 años, tuve una tutora de curso, la madre Mercedes, que era una auténtica pesadilla. Era la amargura en persona, nos hacía la vida imposible en muchos aspectos, pero lo que más nos recalcaba era que no fuéramos con chicos, eso para ella era el colmo de la degradación, el mayor peligro del mundo: los chicos.
    Al cabo de muchos años, ya fuera del colegio, me contó una antigua compañera que se había encontrado con la madre Mercedes en la calle, pero que ya no era monja, había colgado los hábitos. Resulta que la pobre mujer, de jovencita, tenía un novio del que estaba muy enamorada, pero su padre la separó de él obligándola a entrar en el convento. Ella esperó hasta que se murió su padre y entonces abandonó la orden y se fue con su novio, que la había estado esperando todos esos años.

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    1. Pobre pareja. No me extraña nada que la monja estuviera amargada. Es increíble que los padres quieran imponerse con tanta brutalidad a los hijos (preferir que la hija sea infeliz en un convento). No comprende el auténtico significado de tener hijos. El novio merece un premio a la fidelidad. Al menos tuvieron un final feliz.

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