lunes, 11 de junio de 2012

Mi boda sin mí

Las bodas ajenas hacen que una recuerde la propia, aunque todos los recuerdos que tengo del día que me casé con Guille son robados al centenar largo de fotografías que guardamos perfectamente clasificadas por tiempo gracias a la madre y la hermana de Guille o del vídeo, que sólo hemos visto en una ocasión.

Cuando Guille y yo decidimos casarnos pensamos en algo sencillo, muy sencillo. El padre no biológico de Guille, su madre, mi madre y mi hermano mayor, nadie más. Los juzgados de Barcelona cualquier día entre semana, firmar papeleo y, a lo sumo, un almuerzo en cualquier restaurante que nos cogiera de camino a casa (la boda de mi hermano mediano no fue muy diferente). Pero todo se desmadró en el preciso momento que nuestras madres, que sólo se habían visto en una ocasión, se pusieron en contacto y decidieron hacerse cargo de todo... y nosotros se lo permitimos. Por fortuna no vieron la boda a la que asistí el sábado, de haberlo hecho, seguro que nos obligan a hacer el recorrido de la iglesia al restaurante en calesa y hubieran buscado una vaquilla para que la torearan los invitados. 

Exceptuando los detalles de la vaquilla y la calesa, la boda de mi antigua compañera de piso fue convencional: un vestido incómodo que la obligaba a tirar hacia arriba del escote palabra de honor constantemente -aunque se lo habían pegado con pegamento-, adornos  florales en la iglesia por valor de unos 500 euros que no vieron ni la mitad de los invitados, zapatos incómodos que le hicieron rozaduras, un maquillaje excesivo que la hacía parecer una caricatura de ella misma o una figura de cera con una sonrisa estática...

Es curioso que de mi boda lo que más recuerde sean los días previos, cuando tenía casi todas las noches pesadillas con el vestido de boda -culpa de las compañeras de trabajo que se obstinaban en contarme "lo que le había pasado a una prima suya". Desde que tenía la menstruación y no me daba cuenta (veía con toda claridad el blanco inmaculado de la tela cubierto de rojo) a que llegaba la hora de la boda y en taller de costura aún no habían terminado con los arreglos.

En nuestra mesa había más compañeras con las que compartí el piso de estudiantes y con las que no me había encontrado desde que, dejar de ser estudiantes, nos separó. El verme día a día delante del espejo me miente y hace creer que el tiempo ha pasado mucho más rápido para mis antiguas compañeras. Las recordaba como niñatas de adolescencia tardía y se me aparecieron como señoras maduras. Tres de las cinco ya están separadas y con nuevas parejas estables. Antes de irnos cada una por nuestro lado, nos hicimos la promesa de seguir en contacto, y en ese momento -sospecho que tanto ellas como yo- teníamos el firme propósito de cumplirla, pero ahora sé que no lo haré porque sólo tenemos en común un momento del pasado y recordar constantemente los mismo hechos -la mayoría no felices- resulta demasiado tedioso.

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