martes, 31 de mayo de 2011

Divagaciones 3

Me encanta esta ciudad tan pequeña y compacta. Hoy tenía que ir desde donde vivo, en la calle San Antón, cerca del Río, hasta la calle San Juan de Dios, al lado del Instituto Padre Suárez. No era una distancia muy larga, unos 20 minutos caminando con lentitud. Todo estaba lleno de música y de olores. El sempiterno acordeonista en mitad de la calle San Antón, convirtiendo en melancolía sus tangos tristes. En la plaza de las Pasiegas, una señora de timbre metálico, en contrapunto del enorme templo católico, derrochaba sensualidad al cantar Fever. Pocas veces he lamentado más no llevar la cámara encima. Y al pie de la Torre, en esa calleja donde venden cerámica, lanas y CDs con aroma a andaluz, un señor capaz de convertir en elegancia el desaliño, replicaba con su guitarra las notas que se escapaban de la tienda de música. Y todo ello envuelto en olores de tés y  especias. Hay tantos puestos callejeros que una se pregunta cómo pueden sobrevivir todos.

En la calle Maestro Lecuona (en la de Granada, porque también hay una en Málaga), vive una indigente en un bajo comercial, sin condiciones de salubridad, con un panel de contrachapado y unas cortinas para aislarse del mundo, de las miradas indiscretas y de las curiosidades insanas, pero no de las alimañas (bípedas o cuadrúpedas) ni de las inclemencias del tiempo. ¿Qué debería hacer? De momento me limito a comprarle de vez en cuando algunas flores de las que vende conseguidas de prefiero no saber dónde.

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