martes, 21 de agosto de 2012

Días de pereza y playa

La muerte de Nico, un viejo amigo de mi padre, me llegó a la par que en el libro que estoy leyendo moría la niña pequeña del personaje principal. Me informó mi madre. Ella es muy cumplidora socialmente, pero siempre con intermediario. No hay funeral de conocido o amigo al que no haya enviado sus condolencias, o bautizo, boda o comunión al que no haya mandado un regalo y sus parabienes, pero siempre por medio de alguno de nosotros (mis hermanos o yo). Nico vivía en Cádiz desde que dejó el ejercito, y no me importó conducir hasta allí (a Guille le interrumpí la siesta, y lo dejé dormir durante todo el trayecto porque imaginaba un velatorio interminable). Salimos a media tarde, y aunque el viaje son sólo cuatro horas escasas, llegamos de madrugada porque, ya en Cádiz, paramos a cenar y prolongamos la sobremesa recordando a otros muertos, muchos más en la memoria de Guille porque es voluntario en una asociación de distrofia muscular, aunque, por fortuna para él, pocos familiares directos. 

¡Qué desosiego me produce Cádiz! Todo se alía para que la ciudad parezca mucho más vieja y descuidada de lo que es en realidad. Su ubicación geográfica hace imaginar una vivienda aislada cuyas ventanas permanecen abiertas durante todo el año. El salitre del mar descascarilla la pintura y los enfoscados de los edificios. Heridas de guerra incluso en los pintados recientemente, ladrillos que han quedado al descubierto o plaquetas de zócalos que han saltado. 

Interrumpimos el descanso y la relajación de los pocos que habían quedado en el tanatorio. La esposa, las dos hijas, el novio de una de ellas y el marido de la otra. También había una señora de mediana edad (creo que hermana del difunto) pero a ella, que dormía profundamente cuando llegamos, no la alteramos. Fue suficiente con dar el apellido de mi padre para que supieran quién era yo. Besos, alegría fingida -o real- por el reencuentro y la sorpresa de mi transición de una marimacho a una señorita (en realidad nunca he sido ni lo uno ni lo otro). 

A las tres estábamos paseando por la playa, a las tres y media, Guille se caía de sueño. Conseguimos habitación en un motel. Puede que mi memoria sea compasiva o que me esté volviendo tiquismiquis con la edad, pero creo que nunca he pisado lugar más cutre. Una cama, que parecía enorme, ocupaba casi la totalidad del dormitorio (cuando estuvimos acostados comprobamos que la impresión era falsa, la cama era de matrimonio, convencional). La única mesilla de noche era un tablero de aglomerado forrado con plástico que fingía madera, pegado a la pared con un par de bisagras. El armario, el hueco que dejaba un pilar mal colocado, tan estrecho que la ropa había que colgarla en paralelo respecto a la puerta, no ortogonal, como suele hacerse. El cuarto de baño sí estaba bien, más grande, incluso, que el dormitorio.

A pesar de parecernos tan incómodo, al final nos quedamos cuatro días y sus noches. Durante este tiempo no hemos hecho prácticamente nada (descansar). Con sólo el netbook y la conexión del pinganillo a Internet, daba pereza hasta mirar el correo. 

2 comentarios:

  1. Lo peor de todo esto es esa siesta interrumpida, al menos para mi, que las practico como decía CJC, con pijama y orinal (Exagerando un poco), pero desde luego, no con una simple cabezadita en el sofá.

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    1. Mi marido es de fácil dormir. Lo mismo se duerme tumbado en el sofá, que en el suelo o sentado en una silla. Tiene una especie de interruptor que le permite desconectarse si es su hora de dormir. Por muchas preocupaciones que tenga, es capaz de dormirse en un instante (¡Qué envidia me da!). El otro día su siesta sólo se tomó una tregua: lo que tardó en trasladarse desde el sofá al coche.

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