miércoles, 24 de mayo de 2017

Idos de la pinza

Cuando a mis compañeras de primaria le preguntaban por el día más feliz de sus vidas, lo tenían fácil. Fuera verdad o no, siempre aseguraban que había sido el de su primera comunión. Han pasado más de 30 años, pero para mí fue un momento aciago que aún no he logrado olvidar: ese día tuve conciencia del verdadero significado de la muerte. También fue como una despedida oficial a mi padre. Murió pocos meses después, en septiembre.

No puedo evitar mirar con pesar a los niños disfrazados para su primera comunión. Los observo y me pregunto qué estará pasando por sus mentes. ¿También se sentirán al borde de un abismo porque saben que un día dejarán de existir y no tendrán conciencia para percibir el paso del tiempo? 

El mismo sábado que se celebraba el concurso de Eurovisión, asistí a la comunión del hijo de unos amigos. Diez años recién cumplidos y metro y medio de esqueleto desgarbado, incómodo por los zapatos que le estaban moliendo los pies y la corbata que le cortaba la respiración. 

Si hubiera leído una de las últimas entradas en el blog del juez Calatayud, me habría acordado de él en cuanto me acerqué al cortijo donde se celebraba la comunión y lo vi rodeado de coches. Más de ochenta invitados (a la boda de mi hermano mediano no llegaron a diez). 

Todo fue tan desproporcionado que, llegado un punto de la noche (la comunión duró de las 6 de la tarde a las 2 de la madrugada), me pregunté si se iban a apagar las luces y aparecer un puñado de stripper. 

Y aún así, la madre se quejaba. Había previsto que la comunión se celebrara por la mañana, y que la fiesta durara todo el día, con capea incluida y matanza. Pero el cura y el veterinario se habían negado. 

Cuando la mujer mencionó la matanza, señaló con la cabeza una de las mesas con comida: jamón asado, lomo a la pimienta, pinchitos morunos, chuletas... Entre las bandejas y platos había fotografías de un cerdo rosado y gordo, y bajo las fotos, un nombre: Lucero.


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