viernes, 9 de noviembre de 2012

La doble muerte de Angustias

En los velatorios se suele hablar de las bondades del finado. En el de doña Angustias el silencio era sepulcral. Los asistentes se escudriñaban unos a otros, alguien abría la boca, todos lo miraban expectantes, esperando a que una primera frase avivara los recuerdos de los demás, pero sólo se trataba de un bostezo mal disimulado. Doña Angustias tenía la mala leche incrustada en la sangre. Lo sabían bien tres de sus cinco nietos, los tres nacido del matrimonio de su hijo con una mujer que ella no había aprobado por considerarla muy poca cosa. Cuando el hijo murió prematuramente, Rosario, la mujer, quedó a merced de su suegra. El mismo día del entierro del hijo, Angustias exigió a Rosario y su prole que se mudaran de la casa principal a una cabaña de aperos que estaba a medio kilómetro del cortijo. Un muladar, en realidad, con ventanas sin vidrios, puertas desvencijadas, suelo de arena compactada y paredes renegridas por el mal tiro de la única chimenea. Cinco duros al mes ganaba Rosario trabajando en el cortijo todos los días y tres duros le exigía Angustias como alquiler de la cabaña. Rosarito, la hija menor de la familia, aunque han pasado más de 70 años, aún es capaz de recordar la retahíla de vejaciones a las que fue sometida su madre y su familia. La que más le duele: que a su madre le quitaran la alianza de oro que le había comprado su padre. La que le rompe la voz: Ella era pequeña, unos cinco o seis años. Sus dos hermanos estaban bastante enfermos y su madre no había podido ir a trabajar. La mandó a ella a avisar de lo que ocurría y a comprar cuatro huevos. Llevaba el dinero, unos pocos céntimos. Volvió a la casa con sólo dos huevos porque el dinero no había dado para más y su madre se echó a llorar. Rosarito no comprendía por qué lloraba su madre, si ella no había hecho nada malo. Había tenido mucho cuidado con los huevos, no estaban rotos, uno en cada bolsillo. Tuvieron que pasar algunos años para que Rosarito comprendiera que su madre no lloraba por algo que hubiera hecho ella, si no por la mezquindad de su abuela.

Al filo de la media noche ya no quedaba nadie ajeno a la familia en el velatorio de doña Angustias. Los niños fueron mandados a la cama y Encarna, la hija de la difunta, y Rosario, decidieron turnarse velando el cadáver, principalmente por si llegaba alguien, por el miedo a el qué dirán. Encarna, poco acostumbrada a madrugar, haría el primer turno, Rosario el segundo. Cuando Rosario se despertó pasadas las cinco de la madrugada y regresó al salón de la casa vio que sobre el féretro había cuatro pesados sacos llenos de duros de plata. Encarna estaba junto al él, comiéndose las uñas y sin apartar la vista de la tapadera. La maldita no se muere, susurró. Rosario pensó que el cansancio había gastado una mala pasada a su cuñada y le sugirió que se fuera a dormir, pero apenas se había apartado un par de pasos cuando se escuchó el nítido castañetear de la madera y la reacción de Encarna fue la de arrojarse sobre el ataúd. Por favor, no dejes que vuelva aquí fuera -rogó.  

Tres semanas tardó doña Angustias en recuperarse de su falsa muerte. Y aunque las criadas le habían contado con pelos y señales lo ocurrido aquella aciaga madrugada, en la casa nada cambió: Rosario era considerada como una simple criada y Encarna la hija mimada. Tuvieron que transcurrir otros cinco años para que el deseo de Encarna se cumpliera y su madre muriera de forma definitiva. Incluso después de muerta la inquina de Angustias por la nuera parecía hacerse patente. La casa se la dejaba a todos los nietos en usufructo desde el momento que cumplieran 18 años. A la hija le dejaba el contenido de la caja fuerte y a Rosario, dos tinajas de hediondos cuajos. Pero Angustias, además de tener muy mala leche, era rencorosa y desconfiada. Impuso a la hija su presencia, sabiendo que con ello la castigaba y que si lo soportaba era porque pensaba en el premio que recibiría al final; el premio se redujo a un puñado de bisutería y una caja de carne de membrillo llena de fotografías. Pero, ¿dónde estaban las joyas y dinero de doña Angustias? Rosario lo descubrió en cuanto consumió la primera tongada de cuajos en hacer queso. Bajó papel de estraza cuidadosamente colocaba estaban los sacos llenos de duros de plata que Encarna había utilizado para mantener cerrada la tapa del ataúd cuando su madre volvió a la vida.

6 comentarios:

  1. ¡Madre mía, vaya historia! Esta es de tu abuela, eso seguro. El fondo de las historias de tu abuela sería verdad, no lo dudo, pero estoy convencida de que ella las elaboraba para contarlas y añadirles más interés.
    Me ha hecho mucha gracia eso de que en el velatorio de doña Angustias el silencio era sepulcral. ¿Qué hay más apropiado para un velatorio que un silencio sepulcral?
    Magnífica la historia y tu manera de narrarla. Me encanta.

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  2. Bueno, bueno, buenooo. Es lo que yo digo, que hay personas que no tenían que haber nacido.

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    1. Sí, esta señora era un mal bicho de cuidado. Se dedicó durante toda su existencia a atormentar a los que tenía cerca. Incluso consiguió que la odiara la única persona a la que quiso: su propia hija.

      Gracias por su comentario.

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  3. Sí, efectivamente, es una de las historias de mi abuela. He descubierto que ella mezclaba cuatro o cinco historias reales, o pilladas de los periódicos, pero todas tenían una base real. De esta historia he conocido otra versión de una de las personas que la sufrieron: Rosarito, la nieta de Angustias. Según ella, su abuela estuvo tan enferma que creyeron que se moría -aunque no llegó a hacerlo, como ocurre en la historia de mi abuela-. Mientras agonizaba, escuchó a su propia hija lamentarse de que la vieja no estirase la pata de una maldita vez. Angustias se recuperó y con la promesa de que heredaría todo, obligó a Encarna a vivir con ella. Cuando murió y leyeron el testamento, el dinero y las joyas -de forma expresa- iban destinadas a la nuera y sólo algunas baratijas a la hija (aunque era verdad, por no fiarse de los bancos y tener miedo a los ladrones, que el dinero lo escondían en unas tinajas, en la despensa, bajo capas de apestoso cuajo).

    Muchas gracias por tu comentario.

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  4. .
    Si las historias de tu abuela son fantásticas, tus transcripciones no son menos buenas, BeKá. Es una suerte para ella (y para todos) que haya tenido una nieta como tú, conocedora y escritora de este material tan valioso.

    :-)

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    1. Huy, me he ruborizado.

      Es divertido escribirlas -y me son muy útiles para no meter aún más la pata con la ortografía-. Una de las cosas más divertidas es recopilarlas porque yo me acuerdo de algunas cosas, pero para los detalles tengo que recurrir a mis hermanos, que conocieron las historias mucho antes que yo, y para los nombres y lugares, a mi madre.

      Muchas gracias por tu comentario

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