martes, 7 de febrero de 2012

La época del poncho rojo o El arte de mentir

Es como si hubiera vivido en un mundo completamente diferente al de ellos. Me dan señales. Me recuerdan datos que es inevitable que fuera consecuencia de lo que cuentan; pero soy incapaz de percatarme por mi misma de aquella miseria que relatan sin darle importancia, casi con indiferencia. Mis hermanos dicen que después de la muerte de mi padre, hasta que se resolvió lo de la pensión, tuvimos durante al menos año y medio graves problemas económicos. Me preguntan si yo era realmente tan "mala" en el colegio como para que tuvieran que visitar a la madre superiora del internado casi todos los meses. O si veo sensato que la psicopedagoga se fuera tres o cuatro veces al año de vacaciones y, para mi satisfacción incontenible, tuviera que interrumpir las clases. También me piden que recuerde mi ropa durante aquel año. Apenas recuerdo nada. Sólo un horrible poncho rojo con tres franjas de colores blanco, azul marino y verde botella paralelas al perímetro de flecos. La idea del poncho fue de mi hermano mayor. Era más económico que un abrigo y también me serviría durante más tiempo. Crecía tan rápido que la ropa de principio del invierno, para después de navidad ya no me quedaba bien: las faldas largas se convertían en minifaldas, las mangas siempre dejaban al descubierto mis huesudas muñecas y los dedos de los pies, dentro de unos zapatos demasiado pequeños, se engurruñían, convirtiendo el acto de caminar en una tortura. Me recuerdan que por aquel entonces yo siempre llevaba unas muñequeras de cuero negro con tachuelas que me había regalado una de las novias de mi hermano mayor. Cuando las monjitas protestaron, sustituyeron las de cuero por otras de tela con la bandera de España (yo me dejaba hacer, la ropa, complementos y demás, siempre me ha dado un poco lo mismo).

Les pregunto que por qué no me cambiaron de colegio, a uno externa, al menos durante aquel año tan difícil. Dicen que por la misma razón que no lo hicieron durante los años que nuestra familia fue nómada: por intentar que yo tuviera algo de estabilidad. Además, un par de monjitas me habían cogido aprecio, me mimaban como si fuera familia de ellas, incluso salía de sus bolsillos los caros materiales que necesitaba para los trabajos manuales (creo que siempre he tenido mucha suerte con mis profesores).

Aún recuerdo el abrigo que sustituyó al horrible poncho rojo -el cual había "sufrido" un accidente y manchado con la tinta de un bolígrafo- era de cuadrítos rosas, blancos y negros, con terciopelo de color rosa palo en el cuello y los ribetes de las mangas, los botones eran transparentes, cuadrados. Me encantaba tener bolsillos donde poder meter las manos. El poncho, como prenda, era bastante feo, pero resultaba doblemente frustrante porque "Poncho" era el mote que me tenían puesto en el internado por llamarme Rebeca (a los niños cualquier tontería les afecta, y yo no era menos).

Luego la miseria de la pensión fue a incrementar a la miseria de sueldo que ganaban mi madre y mi hermano mayor en la cantina. Las dos miserias se convirtieron en un sueldo digno que nos permitió vivir bastante bien, aunque yo no me di cuenta de aquel "bache", y no sabría nada de él si mis hermanos no me lo hubieran contado.

2 comentarios:

  1. La verdad es que... no sé, me he quedado sin palabras. Menuda historia. Solo se me ocurre decirte que todo pasa, y que mejor no acordarse más de la cuenta de etapas que pueden atraparte y no dejarte avanzar. Lo bueno de la vida es que, dentro de ciertos márgenes, tenemos la posibilidad de modelarla a nuestro manera. Nunca dejes que el pasado te impida hacerlo.

    Un abrazo.

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    1. En realidad yo no me di cuenta en aquellos momentos de la falta de dinero: mis hermanos me lo ocultaron. Pero tienes toda la razón: del paso hay que aprender y no vivir en él.

      Saludos

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