Los mimos excesivos de la madre parecían tener como efectos secundarios en Antoñito el crecimiento desmesurado de su lengua. Incómoda en el reducido cubículo que era la boca, tendía a asomar entre los labios como un trozo de alimento que nunca es engullido. Nadie preguntó a Loli si quería casarse o si le gustaba como esposo aquel hombre que sólo no utilizar pañales y tener la capacidad de comunicarse, lo diferenciaba de un bebé. Cuando el cura la instó a decir que sí, obedeció después de unos segundos de duda: estaba demasiado aturdida, todo parecía de atrezo, tan de mentirijillas, que supuso que aquella afirmación sólo tendría como consecuencia satisfacer a doña Concha. Dos días más tarde compartía cama de matrimonio con aquel energúmeno en el dormitorio principal de una casita de dimensiones tan reducidas que, de haber querido tener una mascota, les habría faltado espacio. La casita estaba en un pueblo que no salía en los mapas. Cinco calles sin asfaltar, muchas casas y cortijos desperdigados, una iglesia, un colegio, tres bares, una tienda de comestibles, una panadería y una recién estrenada estación de trenes que terminaría siendo, durante algunos años, la más importante de Andalucía oriental. El padre de Antoñito movió algunos hilos para encontrarle al hijo una ocupación acorde con sus habilidades: fue nombrado jefe de la estación de trenes y su trabajo consistía en permanecer sentado en su despacho y fingir que estaba ocupado, algo bastante fácil en cuanto descubrió el matasellos y lo divertido que era estampar el logotipo de Renfe en cualquier papel.
A Antoñito le gustaba su trabajo, se sentía importante por ser el jefe, y le gustaba aún más el sexo, que acababa de descubrir después de ser instruido convenientemente por su padre; pero era mucho más feliz cuando no tenía que madrugar y podía tirarse todo el día jugando o revoloteando alrededor de la madre, a quien ahora tenía a más de 100 km de distancia. Antoñito culpaba a Lola de su situación. Todo se estropeó en cuanto apareció ella. Primero le cambiaron las cortinas de gatitos por otras muy feas de anclas y luego lo amputaron del lado de su familia. Doña Concha también lo consideró amputación: como si le hubieran arrancado un juanete, una verruga o el apéndice. Había tenido que contar alguna mentira para conseguirlo, pero sabía que Dios la había perdonado porque se confesó y dio un generoso donativo a la Iglesia. ¿Importaba que en el convento creyeran que Loli había seducido al hijo medio tonto de la casa donde estaba trabajando? Si ya estaba estrenada, no podía ser novicia. ¿Importaba que Lola creyera que su suegra se estaba muriendo de cáncer y necesitaba la tranquilidad de saber que su hijo quedaba en buenas manos? Durante cinco años Lola esperó a que se produjera el luctuoso momento -pensaba dejar a Antoñito en cuanto su suegra se fuera junto a Dios, y recluirse en un convento-. Al pasar el tiempo y comprender que había sido engañada, se limitó a aceptar su destino; aunque no era feliz. No le gustaba la vida conyugal -sobre todo la que tenía que compartir en la cama- y la frustración , por estar lejos de su mamá, había hecho aflorar en Antoñito una mala leche intrínseca que lo hacía ser peligroso para Lola. Sin previo aviso y sin ninguna razón, le daba con el revés de la mano y la lanzaba contra la pared o los muebles. Si el dolor hacía llorar a Lola, repetía el golpe para que dejara de hacerlo. Huir fuera de los límites de la caustrofóbica casa era su única salvación. En la vivienda contigua no vivía nadie, se colaba por un agujero que había en la tapia y, sentada bajo una morera, lloraba hasta que ya no le quedaba ni dolor ni lágrimas.
Veinticinco años es una eternidad, pero para Dolores Antoñito seguía siendo un desconocido. En ese tiempo, y sin la influencia del padre teniente de la Guardia Civil, la cualificación de Antoñito como trabajador para Renfe fue oportunamente reajustada: se negó rotundamente a pasar de jefe a limpiador. Desde el día que Antoñito se auto despidió, fue Lola quien llevó el sueldo a casa, al aceptar el mismo trabajo que su marido había rechazado.
Hora de la siesta de una tarde de verano muy calurosa. Dolores odia el verano porque está forzada a llevar manga corta y se ven los moratones (los que su imaginación ya no convierte en pájaros o flores exóticas). Debería haberse dado cuenta. Si hubiera mirado hacia arriba, habría visto el árbol pelado de frutas. Si no hubiera tenido la nariz congestionada por culpa del llanto, habría olido a pan y dulces recién hechos. Si no hubiera estado sollozando, la habría escuchado llegar. Fue como un fantasma que se hace visible de la nada. Era tan joven como parecía, pequeñita, delgada, con hoyuelos en las mejillas y grandes ojos curiosos que durante un rato la observaron. Ese primer día apenas hablaron. La chica se presentó: era María, la nueva panadera. Al siguiente día, la historia se repitió. Después de recibir un golpe de Antoñito, Dolores volvió al patio (no lo hubiera hecho de recordar que la casa ya no estaba deshabitada). El tercer día hacía tanto calor que Antoñito cayó en una pesada somnolencia en cuanto comió: no hubo golpes, pero Dolores volvió al patio de la chica igualmente. Estar serena la ayudó a ser más consciente de su presencia de la panadera. María se acababa de echar un cubo de agua fría por encima y la tela adherida a las formas femeninas y las sombras oscuras en la camiseta empapada, hicieron sentir vergüenza, pero no regresó a su casa; siguió a María al interior de la casa y aceptó probar la mermelada directamente de su índice desnudo. Si Dolores hubiera tenido un mínimo de experiencia o hubiera sido perspicaz, habría comprendido que María estaba seduciéndola.
Desde aquel día Lolita, Loli, Lola, Dolores, al abrir los ojos por las mañanas, agradecía a un Dios en el que jamás había creído, estar viva.
Huy, se me olvidaba: esta es una nueva historia de las que me contaba mi abuela, pero, lo confieso: la he "adornado" un poquito. Ocurrió en Bobadilla Estación, y no en La Lantejuela.