lunes, 29 de diciembre de 2014

¿Me estoy perdiendo algo?

Hasta hace muy poco en mi casa no se celebraba la Navidad. Este año ha sido diferente. El día 24 vinieron a cenar mis hermanos, cuñadas, sobrina, un par de amigos y un primo de Guille que está pasando con nosotros unos días. El primo de Guille es un poquito raro. Anda algo alicaído porque se divorció este año y es la primera Navidad que pasa sin su mujer y sus hijos. Es albino, tiene descolorida la piel, el pelo y el ánimo. Está bien tenerlo como invitado, para que sea un contrapunto a la felicidad excesiva. Sólo después de echarse en el coleto medio litro de whisky, comenzó a animarse un poco; o tal vez mucho, en comparación a lo tristón que estaba antes de beber. De apenas hablar, pasó a cantarnos a pleno pulmón un extenso repertorio de villancicos en catalán, y mientras en la TV apareció un vídeo de Miley Cyrus. Esa cantante me recuerda a una compañera de piso que tuve en uno de mis primeros años de estudiante. Su físico era muy diferente, pero su comportamiento parece calcado. Hasta escapar de la protección de sus padres había estado tan constreñida, que en cuanto tuvo un poco de libertad, no supo qué hacer con ella. Durante los meses que compartimos techo, la vi tirarse a todo bicho que se meneara, beberse hasta el agua de los floreros y convertir el hedor de la maría en el ambientador de su dormitorio. Podía comprender que le gustara el sexo (también era una de mis debilidades en aquellos tiempos); pero, para qué fornicar estando borracha o colocada si luego no recordaba prácticamente nada (ni siquiera si habían utilizado protección: la de coca-colas que desperdició como espermicida).



Nunca me he emborrachado hasta el extremo de perder el sentido. Lo más que he llegado es a estar achispada. Tampoco me he colocado. ¿Me estoy perdiendo algo? ¿Debería beber hasta que mi personalidad cambie? ¿O aceptar más de una calada de ese porro que en las fiestas suele ofrece alguien? Siempre consideré que me mantengo apartada de las drogas y la bebida porque le tengo mucho aprecio a mis pocas neuronas, pero, es posible que sólo sea una mojigata. 

Haciendo caja

¿Cuánto puede costar un choto, media docena de gallinas y un lechón? Al padre de mi cuñada no le había costado nada porque eran animales que nacieron de otros animales que ya tenía. Tal vez pueda estimarse su precio por el pienso que comieron y el gasto del veterinario; porque dudo que se pueda contabilizar el cariño y el tiempo que les dedicó. La semana pasada se los robaron de madrugada. Un vecino escuchó el jaleo de los animales y llamó a la Guardia Civil. Se personaron dos vehículos con dos parejas. El vecino asegura que aunque vieron luces en el cobertizo donde estaban los animales, no hicieron nada por evitar el robo. Mi cuñada asegura que su padre comprende lo sucedido: no es comprensible que nadie se juegue la vida por un puñado de animales. Mis hermanos se enfadaron, no por lo ocurrido, sino porque entre ambos contabilizaban cuatro paradas por la Guardia Civil para medirle la alcoholemia en los últimos días. Ninguno bebe, no hubo problema. Pero les molesta porque aseguran que se están convirtiendo en un cuerpo dedicado casi exclusivamente a recaudar. Aunque hoy los hechos podría silenciarlos. Los servicios de rescate de montaña de la Guardia Civil estuvieron toda la tarde y noche de ayer buscando a una mujer desaparecida en Sierra Nevada, a pesar de la tormenta. Por desgracia apareció muerta por congelación (la montaña es muy peligrosa).

El que robaran los animales no hizo infelices a todos (sin contar a los que se los comieron). Estaban destinados al almuerzo de Navidad en casa de mi cuñada. Ninguno estaba muy feliz por tener que hincarle el diente a animales cuyos nombres conocían. 

miércoles, 24 de diciembre de 2014

Los buenos siempre ganan

Es la leche la que ha tiene montada el enano gordinflón del Kim Jong-un con una película, La Entrevista, en la que supuestamente, se le parodia, cosa que me parece prácticamente imposible porque, ¿cómo se parodia a un personaje que en la realidad es un chiste? Hasta parece que les ha sido imposible conseguir un doble lo suficientemente cómico para ser el fiel reflejo del dictador. El actor que hace de Kim Jong-un parece un adulto, y no un niño que acabara de ser pillado in fraganti después de haberse tirado una ventosidad. 

Seguramente esta película habría pasado desapercibida para la mayoría de los mortales. Según el tráiler, parece una comedia algo burda y simplona; pero la censura es la mejor de las propagandas (además, gratuita). 


Dicen que es de buen nacido ser agradecido, por lo que Sony, una vez estrenada la película en las salas comerciales del resto de países (parece que en EEUU lo hará sólo una minoría de cines) y de haber contabilizado las ganancias de la película por la compra del DVD, deberían regalarle al dictador, por su ímproba labor como comerciante del filme, unas cuantas toneladas de queso suizo. Desconozco con qué sistema intentan acabar en la película con el tapón (el tirano), pero seguro que no fallan con el queso. De un empacho, lo mandarán al séptimo cielo.

jueves, 18 de diciembre de 2014

¡Yeah!!!!


Nos han contratado para hacer una rehabilitación y reforma en un carmen. Vamos a ganar una miseria, vamos a trabajar y sufrir como posesos, vamos a tener que enfrentarnos a los de cultura del ayuntamiento, los restauradores, los promotores... pero hurgaremos en las entrañas de un edificio con siglos y siglos de historia. Tal vez descubramos misterios escondidos en sus falsos techos, paramentos o suelos. 



lunes, 15 de diciembre de 2014

Personaje en busca de autor

Dice Vladimir Nabokov que es un error identificarnos con los personajes de los libros que leemos. A veces, demasiado a menudo, es imposible seguir esta sugerencia.

En uno de los últimos libros que leí: Como la sombra que se va (ya dije que lo había devorado y que ahora necesitaba regurgitarlo para hacer su digestión) no podía apartar el pensamiento de uno de los personajes, y la buscaba constantemente entre las páginas que iba leyendo, aunque aparece muy poco, apenas se menciona, con una economía en los términos que permite confundir la indiferencia con la asepsia. Se trata de la primera mujer del escritor. Por si misma, merecería una novela; pero escrita con un tratamiento de los hechos visto desde la perspectiva femenina, tal vez por una escritora como Elvira Lindo (esto sería muy morboso) o Almudena Grandes. El personaje, por culpa de los silencios que la rodean, obliga a hacerse muchas preguntas y sentir una curiosidad, al menos en su faceta de personaje. En cuanto el personaje se convierte en persona, el temor a descubrir un dolor real y unos hechos crueles, amedrantan a la curiosidad y hacen que se esconda como una tortuga en la seguridad de su caparazón por miedo a ser devorada por el sadismo (saber que una mujer sufrió, no es divertido). ¿Pero, qué sintió la esposa del escritor? No se habla en la novela de llantos y gritos, de peleas inconclusas por la necesidad de un viaje (a Lisboa), ni razones de enfados cebados porque no está presente la persona que puede, con su razonamiento, facilitar los contrapuntos que la mermen.

En muchas de las novelas de Antonio Muñoz Molina, sobre todo en las primeras, incluso en El Jinete Polaco, existe la idea constante de necesitar huir. En Como la sombra que se va, se descubre la razón de esa necesidad: un trabajo asfixiante en el Ayuntamiento de Granada, una ciudad de provincias, obligaciones familiares... ¿Esa claustrofobia vital era compartida por su esposa? ¿Qué sintió cuando el marido escapa de ese pozo provinciano -Granada es casi como un pueblo grande- y ella es dejada atrás?

Seguramente este personaje, en la realidad, es mucho menos atractivo a como imagino y el desamor fue mutuo, lento, fundamentado en pequeñas miserias, irreparable a pesar de los hijos en común y la recompensa que le ofrecía la vida al escritor por su cerebro privilegiado (a partir de El Invierno en Lisboa, AMM pudo dejar su trabajo en el Ayuntamiento y tener una vida holgada económicamente). Sin embargo, yo prefiero al personaje imaginado, al que se ha escapado de entre los silencios de la novela. 

sábado, 13 de diciembre de 2014

Jou, jou, jou

Despertar por recibir de lleno un barreño de agua helada en plena cara, sería mucho más placentero que hacerlo como consecuencia de vibrar mis tímpanos ante el estruendo de las fanfarrias de una banda de música de barrio. Si existe la palabra coulrofobia para definir el miedo a los payasos, deberían inventar otra para expresar la aversión a las bandas de música. La que suele acompañar un paso de Semana Santa de alguna iglesia de la zona, se le ocurrió hoy avisarnos del inicio de la Navidad hilando cancioncillas desafinadas a lo largo de toda la mañana. No sé cuándo empezaron. Para quien se tiró toda la noche trabajando, hasta que el cielo estaba completamente iluminado por el sol, oculto tras un grueso manto de nubes, como hice yo, cualquier hora antes de la del almuerzo, se puede considerar madrugada; pero esta ciudad no es plural. Parece respetar sólo a los católicos que tienen una vida diurna. Quienes queremos dormir de día o ignorar la fecha que se aproximan, nos es imposible, por la música, como la de esta mañana, a la que se alió el vacío reciente del Hotel San Antón, convertido en una gigantesca caja de resonancia, y las luces, tan cutres y mortecinas en algunas calles, como las de la San Antón o Alhamar, que recuerdan la iluminación tristona y deteriorada de las ferias de pueblo. También permite recordar a las ferias de pueblo las golosinas que venden en los tenderetes de la Plaza Bib-Rambla: esponjosos algodones de azúcar de color rosa, enormes chupetes de caramelo, calabaza confitada, trozos de coco, almendras garrapiñadas... es como si hubiéramos vuelto al pasado, a tiempos de la infancia. Mientras me dejaba arrastrar por la marea humana (esta tarde todos los habitantes de esta ciudad parecían haberse puesto de acuerdo para tropezarse por las calles del centro), obligada a un paso lento y tortuoso (llegaba tarde a la cita que tenía con una amiga que vive junto a la Catedral), a pedir constantemente disculpa por los empellones que la impaciencia no me permitía evitar; pensé que sólo hacía falta una tómbola ofertando como premio gordo, una bonita muñeca repollo de imitación. 

En la casa de mi amiga me ofrecieron polvorones y una copa de anís. Y esto sólo acaba de empezar...

viernes, 12 de diciembre de 2014

El rastro de la sombra

Esta tarde hemos besado mejillas ahítas de lágrimas; húmedas y pegajosas. Creíamos que la hija de nuestra vecina difunta era una ficción, como la del niño que inventa a un amigo para no sentirse solo. Hablaba a menudo de ella. Decía que trabajaba como maquilladora en algunos teatros y televisiones de Madrid. Le achacaba la compra de todos los utensilios que le ayudaban con sus minusvalías pasajeras: un teléfono con los números gigantescos y que ululaba y encendía luces de todos los colores cuando la llamaban, un carro de la compra cuyas ruedas recordaban a las de un bulldozer, un bastón que antes de llegar al suelo extendía diferentes ramificaciones como si se tratara de un pulpo... 

Después de la misa, un grupo de vecinos fuimos a una cafetería para hablar durante un rato. Nos hubiera gustado arrastrar a la hija pródiga con nosotros para hacerle conocer la dulzura con la que su madre la recordaba; pero se excusó alegando planes previos. Cuando volvimos al bloque, ella y dos adolescentes que parecían el calco la una de la otra, sacaban bolsas y maletas de la casa de la difunta. Fue un alivio saber que se harán cargo de los recuerdos de la mujer. En una ocasión, hace algunos meses, después de que nos insistiera bastante, Guille y yo bajamos a que nos enseñara el álbum de las fotografías de su boda. A sus ochenta y cuatro años, era muy difícil identificarla con la muchacha delgada y esbelta de las fotos, embutida en un vestido tan recatado que parecía el de una niña haciendo la primera comunión. 

Durante dos días la imagen de ese álbum siendo mordisqueado por las ratas y arrugándose por la humedad de un trastero, me ha atormentado. La mayoría de nosotros, después de dos o tres generaciones tras nuestra muerte, apenas dejamos muescas en este mundo. La perduración de las fotografías significa prolongar la existencia de los fantasmas que aparecen en ellas. 

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Las luces y las sombras

El edificio que serpentea a lo largo de casi toda la calle Agustina de Aragón proyecta un ocaso prematuro sobre la fachada de los bloques que tiene enfrente, llenando la tarde de un agradable color de fuego; una luz apacible y tranquila, cuya quietud de agua estancada impide que se busque el origen de las llamas. Es agradable caminar hacia el oeste por esa calle al atardecer, hacia La Vega, escondida tras la tapia llena de grafitis de un solar sin edificar y de la vegetación que crece salvaje, libre de la imposición municipal de las podas regulares. La mayoría de las tardes, La Vega sólo es un cielo iluminado por los colores del atardecer; pero si ha llovido o el aire está lleno de humedad, ese horizonte lejano se llena de una opacidad marina que permite imaginar que muy cerca se puede encontrar un mar gris y embravecido. Hoy el cielo estaba despejado y la ilusión del mar habría resultado ficticia y forzada si mi atención hubiera estado puesta en la lejanía, pero me acompañaba una vecina, o yo la acompañaba a ella, y su conversación y mi intención de mostrarme más sociable con quienes me rodean, requerían de todos mis sentidos. Íbamos en busca de una parroquia. Una vecina murió hace 15 días. Era una mujer muy creyente y, faltando a mi objetividad -sé que cuando alguien muere su única existencia está en nuestro pensamiento-, creí que sería apropiado dar una misa en su honor. Como no le sobrevivió familia, mi vecina y yo quedamos encargadas de hacer los preparativos (la compañía de mi vecina era imprescindible porque las personas que se visten con faldones largos y negros -curas y jueces- me suelen amedrentar). Mi vecina, beata por convicción, me iba instruyendo. Ya no se dan misas conmemorativas expresamente para los difuntos. En una misa ordinaria, dependiendo de la pasta que se suelte, el cura menciona en mayor o menor medida el nombre de la persona que se quiere recordar. Me pregunto cómo la mencionarán por los 30 € que llevábamos en un sobre (diez euros menos cobra una prostituta que suele rondar el callejón de la peste, cerca de mi casa, por una felación -lo sé porque un día se lo ofreció a Guille, sin importarle que fuera acompañado-).

En la calle Agustina de Aragón hay una parroquia, pero seguimos adelante. A ese cura se la tenemos jurada desde que no apareció para darle la extrema unción al marido de la misma vecina que ahora ha muerto.

Mi vecina me señaló un piso que está haciendo esquina, entre las calles Agustina de Aragón y Pintor Zuloaga, con todos los vidrios de sus ventanas esmerilados (hay que protegerse de las luces y las alegrías de este mundo para no caer en las tentaciones). Es un piso de numerarías del Opus Dei, según mi vecina, que parece saberlo todo. El Plan de Vida que deben seguir los miembros del Opus Dei parece una mezcla de Las Cincuentas Sombras de Grey (por el masoquismo) y las obsesiones de un maníaco-compulsivo. Mejor oculto la existencia de ese piso a Guille porque es capaz de intentar salvar a las damiselas en apuros y terminar enchironado.  

martes, 9 de diciembre de 2014

Inventario de una colmena

Hacía tiempo, tanto que casi tengo que remontarme a los tiempos de antes de la crisis, para recordar la última vez que me sentía como parte de una comunidad. En el trabajo la relación entre los compañeros aún no se había deteriorado por culpa de los despidos. Los viernes por la tarde salíamos en manada e íbamos a un garito a escuchar jazz en directo, o juntábamos dos o tres mesas en cualquier bar y adquiríamos, momentáneamente, costumbres noctámbulas de latitudes mucho más al sur. Había olvidado esa relación, aunque fuera forzada, de amistad y de sentir preocupación por alguien sólo porque el azar nos había reunido. Ahora me ocurre con una comunidad mucho más menguada que la de los compañeros del trabajo en Barcelona. Mis vecinos, algunos completos desconocidos, que aparecen y desaparecen con la fugacidad de los periodos lectivos, se imponen sin ningún esfuerzo en mis temores de que algo malo les ocurra. Si el ulular de una sirena se detiene en las cercanías del bloque, corro a la terraza para asegurarme que la ambulancia, coche de bomberos o de policía, está aparcado frente a otro bloque, o que, de tener la mala suerte de ser el nuestro el escogido, el problema no es grave. Es preferible los encuentros fortuitos con la mala suerte muy aparatosos (los sangrientos) que los silenciosos (se suele curar antes y tiene menos consecuencias, un tajo en una mano que un ictus o una detención por traficar con drogas). Quizá este temor a que les ocurra algo malo a quienes me rodean ha hecho que ya no evite relacionarme con ellos y acepto con agrado los encuentros fortuitos que se terminan convirtiendo en reuniones improvisadas, en el portal. En el ocurrido esta mañana me enteré que este fin de semana estuvo por aquí la policía. La lucha entre los estudiantes de dos pisos del primero llegaron a extremos insoportables (suelo perderme las movidas más interesantes). Mi vecina del tercero estuvo casi 8 horas encerrada en su cuarto de baño. Las cerrajerías de cierre de seguridad son muy malas y antiguas (hay que tenerlas muy bien engrasadas para que no den problemas). Entró en el baño para ducharse en cuanto su marido se marchó de la casa y no pudo salir hasta que él regresó y abrió desde fuera. Me hubiera gustado hablar con ella para preguntarle la razón por la que giró la llave de seguridad si estaba sola en casa, o por qué no desmontó el pomo (en un baño hay muchas cosas que pueden servir como destornilladores, desde una lima para las uñas a unas tijeras). También me enteré que mi vecino de abajo, el pirómano involuntario, perdió su trabajo; pero está contento porque hacía varios meses que no le pagaban y él no se atrevía a dejar el trabajo creyendo que la situación mejoraría. En cuanto creo que una racha de buena suerte con el trabajo (llevamos semanas enlazando unos con otros), significa el final de de la crisis, aparece la realidad para destruir esa percepción (mi vecino en paro y el Hotel San Antón que cerró ayer).


Lástima que con el cierre no se consiga hacer desaparecer también el edificio

jueves, 4 de diciembre de 2014

La merienda indigesta

Buscaba explicaciones donde no debía. ¿Qué clase de asesino fue James Earl Ray? ¿Odiaba realmente a Martin Luther King por ser un hombre de color negro? ¿Lo odiaba por considerarlo un apóstata, un hombre que iba en contra de lo que predicaba? ¿Temía que con King la primacía de los blancos peligrara? ¿Pensaba que se le iba a aplaudir su ignominia? ¿Que todos los racistas iban a bendecir su acto y protegerlo? ¿O era un majara como el asesino de John Lenon o el noruego que acribilló a un centenar de críos en Noruega para buscar notoriedad, para reclamar sus quince minutos de fama? De Ray me interesaba, principalmente, su racismo. Pero vivió en una época en la que Internet aún no había emponzoñado las almas volviéndolas traslúcidas, o incluso transparentes. Buscaba el racismo lejos, en extraños, para poder comprender qué hace pensar a una persona que es superior a otra; sin saber que lo tenía muy cerca. 

El último fin de semana que Guille estuvo por aquí, vino a comer el marido de la hermana de mi cuñada. Quería agradecernos haberlo ayudado con su perro el día que él, supuestamente, iba a visitar a un amigo enfermo al hospital  (en realidad sospechamos que fue a un partido de fútbol). La invitación inesperada fue resuelta con comida preparada. Un pollo asado, ensalada y helado, del asadero, regado con una de las dos botellas de vino que nos trajo. Mientras comíamos, nos detalló su idea de cómo sacar de la crisis a España. Quiere que el estado expulse a todos los extranjeros del país porque nos quitan nuestros derechos y nos obligan a pagar más impuestos (en realidad él no los paga porque vive de subvenciones). Dudo que exista quien pueda eliminar de su mente la convicción de que un extranjero está ocupando en este momento el puesto de trabajo que estaba destinado a él. Un puesto de trabajo que no hace sudar pero sí ganar mucho dinero. Debe haberse repetido tantas veces que su situación económica y laboral sería inmejorable si no existiera la inmigración (por necesidad de culpar a otros de su desidia) que suelta su perorata con la convicción de quien es dueño de una verdad irrefutable.

Cuando se fue nuestro invitado, Guille advirtió que hemos de tener cuidado y evitar que coincidan él y mi cuñada, la mujer de mi hermano menor (es de color chocolate -palabras de ella-). Pero yo sonrío imaginando el encuentro (seguro que se lo merienda de un sólo bocado, aunque se le quede atravesado en el gaznate). 

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Dos hombres y un destino: Lisboa

En cuanto lo tuve en mis manos y las obligaciones me lo permitieron, fui como una hambrienta satisfaciendo una necesidad primordial: devoré Como la sombra que se va, la última novela de Antonio Muñoz Molina. Ahora la estoy regurgitando poco a poco, comprendiéndola, notando matices, percatándome de detalles y advirtiendo que la única carencia que creía notar en el libro, no es tal. 



En Plenilunio Antonio Muñoz Molina nos mete en la mente del asesino y comprendemos por qué lo hace (vivir pegados a los progenitores a los menosprecia y da asco, ganándose la vida con un trabajo que igualmente le repugna, además de tener un miembro viril pequeño). Pensaba que AMM, en esta novela, iba a hacer lo mismo: meternos en la mente del asesino para que comprendiéramos las razones que lo movieron al asesinato. En un par de ocasiones se menciona que los negros huelen mal, son vagos, y estereotipos semejantes. Pero hay que notar la diferencia entre Plenilunio y Como la sombra que se va. La primera está basada en hechos reales con personajes ficticios; la segunda, en personajes reales con hechos reales y ficticios. 

Sólo la mitad de la novela trata de los días que James Earl Ray pasó en Lisboa. Un error en su huida porque su única forma de sustento era delinquir. En un país donde un extranjero sobresalía como una oveja negra en un rebaño de ovejas blancas, robar para seguir subsistiendo, habría sido como colocarse una diana en la frente. 

La parte más importante de la novela, la que más me ha interesado, es la que el autor habla de sí mismo. Hace una larga confesión con la que parece intentar redimirse de lo hecho muchos años atrás, cuando comenzaba a ser un escritor pero aún no estaba consolidado en el mundo de la literatura y lo ataba a la realidad un trabajo en el Ayuntamiento de Granada, dos hijos, un piso de subvención oficial y una esposa.  Estaba escribiendo su segunda novela: El invierno en Lisboa.  No conocer la ciudad lo tenía paralizado. Un 2 de enero llega a Lisboa, dejando a su esposa, convaleciente aún del parto, a cargo de los dos niños. Cuando regresa a su escritorio en Granada, la escritura fluye como agua de un manantial. 

Seguramente las personas directamente implicadas en su deslealtad (por el viaje de tres días a Lisboa en mitad de las fiestas navideñas y dejando un bebé de un mes de vida), hace mucho que le perdonaron. Y esta lectora, la que aún recuerda con entusiasmo El Invierno en Lisboa, le agradece la valentía que, en parte (ya tenía editados dos libros de artículos y Beatus Ille), hizo germinar todo lo que vendría después.


martes, 2 de diciembre de 2014

Un gran día

Después de una semana de más de 50 horas de trabajo, ayer iba a ser un día de sosiego, tranquilidad y pereza. (Inocentes los dirigentes de Podemos, que proclaman las semanas laborales de 35 horas). Sólo tenía que entregar una documentación a primera hora de la mañana. Hace unos años la primera hora de la mañana no pasaba de las siete; ahora, a duras penas llega a las 8 y media. Los días que he optado por hacer novillos, me gusta que una obligación me expele de la cama temprano; en caso contrario, suelo desperdiciar la mañana en ese ensayo de la muerte que se llama dormir. A las nueve era completamente libre, con la posibilidad de regresar con mucha lentitud a casa. Estaba en la zona norte de la ciudad, a donde sólo las obligaciones arrastra a los ciudadanos que vivimos en partes menos marginadas. A las nueve y cinco un amigo me llamaba. Su intención original era invitarme a una reunión que tenía con algunos inversores; pero eso no lo hizo hasta mucho después, cuando sólo quedaba media hora para el acontecimiento. Acababa de esquivar dos ruedas delanteras de un tráiler cuando venía de Málaga a Granada, a la altura de Loja. En eso momento era lo único que ocupaba, comprensiblemente, su mente, y fue lo que me contó. El resto de mi infinita y extensa mañana la engulló con avariciosa gula las necesidades informáticas de un compañero (sólo indicaré que el tono con la música de Psicosis me advierte de sus llamadas y que en una ocasión que se le quedó colgado el portátil, me llamó para preguntarme, todo alarmado, cómo apagarlo). 

A la reunión llegué con el sabor de la comida en la boca y el ruido de líquido descendiendo por mis intestinos, como si se trataran de tuberías vacías. A tres inversores, mi amigo, que es corredor (realmente no sé qué implica su trabajo) y a mí, nos invitaron a visitar un carmen del Albaycín. Los cármenes son como los huevos Kinder: lo sorprendente está dentro, al otro lado de tapias lisas con, como mucho, están invadidas por yedra que chorrea por sus paramentos, forzando a la imaginación a sospechar lo que hay al otro lado. 

Las últimas modificaciones del edificio databan de 1.920 (según el catastro). Se trata de una construcción parcialmente protegida: la carcasa hay que respetarla, pero el interior de la vivienda puede sufrir las modificaciones que se deseen. Lo había deteriorado, a partes iguales, la humedad, el abandono y los okupas. Milagrosamente una cristalera art decó permanecía casi intacta y sólo la vegetación que crecía agreste en el jardín, impedía que el sol de la tarde llenara de colores las paredes y el suelo de la habitación. 

Creo que fui la única del grupo que disfrutó de la visita. Los tres inversores no aceptaban la idea de no poder tirar el edificio completamente, ocupar todo el solar, invadido por un enorme vergel, y construir pequeños apartamentos con terraza que tuvieran vistas a la Alhambra. Mi amigo, el corredor, tuvo mala suerte y una rasilla rota del forjado sanitario cedió bajo su peso. Por fortuna el buen comer satisfecho con delicatessen no produce los mismos efectos que la glotonería satisfecha con comida basura. De haber pesado un poco más y cedido todo el suelo que lo sustentaba, podría haberse hecho bastante daño. 

Ayer tuvo un gran día: esquivó un accidente grave de coche, evitó romperse los tobillos y ninguno de los inversores, tan preocupados por las ganancias que el patrimonio de la humanidad sólo era una molestia para conseguir sus fines; lo tentó haciéndole una oferta. 

viernes, 28 de noviembre de 2014

Con el sudor de la frente

En mi primer trabajo tuve un compañero al que admiré mucho. Decía que para que una medicina fuera efectiva tenía que saber a rayos y que para disfrutar del tiempo de descanso, el trabajo debía ser un fastidio. Lo admiraba tanto porque en mi mundo invadido por adolescentes tardíos, por niñatos que se creían con el derecho de transmutar en alcohol el dinero de los padres; él parecía ser la única persona madura. Era muy agradable mirarlo trabajar, con esa seguridad que sólo permite la experiencia, sin dudas, sin torpezas, con tanta precisión que inspiraba más confianza que el propio Intenet para obtener la respuesta a una pregunta. Tardé bastante en percatarme que se trataba de uno de esos sujetos que prefiere inventar y mentir, a confesar que desconoce la contestación a la duda de una subordinada. Sus sentencias y mi admiración se doblegaron ante la verdad; pero aún hoy lo recuerdo con bastante cariño, sobretodo cuando cada uno de los minutos que disfruto trabajando lapidan su aforismo sobre el trabajo aburrido y el placer del ocio.

Es lo que he estado haciendo durante mi ausencia de estos días: disfrutar del trabajo; a pesar de tentarme constantemente los libros de El mar de John Banville y Como la sombra que se va de Antonio Muñoz Molina; eran cantos de sirenas difíciles de resistir. 

He estado completamente sumergida en las profundidades de una pericial. La que me ha hecho recordar que la gente que conozco con mala leche, suelen tener una inteligencia media; y llegar al razonamiento que mala leche + inteligencia media = sistema de protección de la especie. Si una persona con mala voluntad tuviera una inteligencia superior a la media, podría hacer bastante daño a sus semejantes; pero, una persona con mala voluntad y falta de seso, es aún más dañino, sobretodo para sí mismo. Un vecino, de una barriada populosa de Málaga, por algunas desavenencias con su vecina, se ha dedicado a fastidiarla, primero con niñerías que sólo he conocido porque la vecina necesitaba desahogarse con alguien, pero que no repercutían en el peritaje. Luego comenzó a producir desperfectos en la vivienda de la mujer por un valor superior a 3000 euros. 

El final de la historia se podría considerar de justicia poética, si realmente sospechara que con lo ocurrido el vecino molesto iba a escarmentar. El hombre rompió la bajante de aguas fecales de su vivienda (él asegura que se rompió sola) con la esperanza que las aguas sucias, por estar las casas en pendiente -más baja la de la vecina- inundaría el forjado sanitario de la que él considera su enemiga. No contaba con que esas casas están construidas sobre restos de otras, y entre ellas había un muro de ladrillo macizo bastante profundo. La casa que se ha inundado y sufrido los desperfectos es la del sujeto. Lástima que su inteligencia no le dé para comprender que su odio le perjudica, principalmente, a él. 

domingo, 23 de noviembre de 2014

Aquellos tiempos oscuros

Cuando Guille está fuera, como ocurre desde el martes de la semana pasada, evito mantenerme ociosa para no recordar su ausencia constantemente. Debería estar recorriendo la ciudad para ver qué desperfectos hizo el viento ayer en los jardines y las casas viejas. Un árbol cayó sobre la estatua de Ángel Ganiver en la Alhambra y la decapitó (esto lo sé por el periódico). Es como si el tiempo quisiera resarcirnos del tedio y la monotonía a la que nos sometió durante todo el verano. Rachas de viento de 80 Km/h no son normales por estas latitudes, tampoco temperaturas de 25 o 26ºC a finales de noviembre, disimuladas, en parte, porque los primeros fríos invernales habían penetrado en los edificios y el asfalto; pero las noches gélidas no permiten que expelan las bajas temperaturas. Al mediodía, a la vuelta a casa de quien madrugó, las prendas de abrigo son fardos incómodos en sus brazos. Según las páginas webs del tiempo, la tregua que el otoño se ha tomado llega a su fin con esta semana; aunque es posible que los meteorólogos de esas páginas sólo intenten parecer creíbles y disfracen los resultados de sus cálculos con normalidad. 

En lugar de salir a la ciudad, me quedé encerrada, diseccionando las entrañas de algunos discos duros antiguos (los ordenadores obsoletos, los que no heredó mi madre, han terminado convertidos en discos duros externos -algunos no tienen más memoria que los últimos pens que hemos comprado-). Ha sido como volver a un pasado muy remoto en el que me cuesta trabajo identificarme. Mezclados con mis primeros trabajos torpes y vergonzantes, encontré muchos rastros de en qué ocupaba mi escaso tiempo de ocio de entonces. Hace exactamente una década, leía casi exclusivamente a Stephen King y a V.C. Andrews, me encantaban las películas romanticonas y escribía e-mails cursis que nunca tenían respuesta, a mi novio de entonces (no sé si su machismo me hizo dejar de quererlo o dejar de quererlo me hizo ver su machismo). 

Dentro de una década, ¿me avergonzaré de la persona que soy hoy? En realidad espero que sí: significará, probablemente, que he avanzado, mejorado. 

jueves, 20 de noviembre de 2014

Que la ficción no nos impida ver la realidad

Retrospectivamente, lamento mucho carecer de imaginación porque, de no haber sido así, podría haberme divertido bastante durante las misas interminables a las que estaba obligada a asistir cuando era niña en el internado o acompañando a una amiga (la madre era muy beata y no habría aceptado que su hija tuviera relación con ateos); podría haber  imaginado historietas en lugar de mirar a hurtadillas el reloj, impaciente, deseosa que, lo que se asemejaba bastante a un castigo, terminara. Ya era atea, lo llevaba siendo desde antes de mi prematura primera comunión (la hice con seis años: al capellán del Destacamento donde vivíamos, ante el previsible desenlace de la enfermedad de mi padre, se le ocurrió que sería un bonito detalle adelantar lo que él calificó de el día más feliz de mi vida). Mi opinión, no contaba, ni para la asistencia a misa ni para los faustos de ese día que fue como un aviso tangible de lo que iba a ocurrir en breve. 

Creía que habíamos avanzado bastante en lo referente a las libertades de la religión. La constitución lo dice, pero para los niños la realidad no es esa; la mayoría están atados a los dictámenes de los padres y, desde hoy, también a los dictámenes de la justicia: El juzgado da la razón a un padre que quiere llevar a su hijo a catequesis pese al rechazo de la madre

¿El fallo judicial habría sido el mismo si el padre hubiera sido judío y quisiera cortarle el prepucio al niño? ¿O si el niño hubiera sido niña y el padre musulmán y quisiera que su hija llevara velo?

Sólo cabe lamentar las horas de aburrimiento y tedio que le quedan por delante al niño, aprendiendo cosas que, tal vez, no le sirvan para nada porque cuando sea lo suficientemente maduro e independiente considere que su Dios verdadero está en el budismo, el islamismo, el judaísmo... o, simplemente, se quede pasmado al imaginar lo que el azar y el tiempo es capaz de hacer, a pesar de que eso nos convierta en ápices de conciencia en medio de una eternidad. 

miércoles, 19 de noviembre de 2014

El pentagrama de alambre

En mi memoria el Destacamento donde pasé parte de mi infancia estaba rodeado por una valla de espino muy alta, tanto como yo. En realidad no creo que midiera más de un metro veinte o uno treinta. Parecía un pentagrama cuyas líneas se disolvían a pocos metros de distancia. Nosotros, los niños de entonces, pensábamos que estaba más para obstaculizarnos escapar a nosotros que para dificultad la entrada a extraños. No nos impedía pasar de un lado a otro. Era fácil con la ayuda de alguien: sólo había que pisar el alambre más cercano al suelo y elevar el siguiente todo lo que se pudiera. Pocas veces salíamos indemnes, se nos rasgaban las camisetas, o la piel, si habíamos tenido la precaución de quitárnoslas -era preferible un arañazo que una regañina materna por romper la ropa-. Pero para los adultos salvar la alambrada resultaba mucho más complicado. Un soldado que la quiso saltar para recuperar un balón de fútbol perdido, terminó con un enorme costurón en una de sus manos. 



Que una persona hiciera algo que nosotros considerábamos imposible o muy difícil, bastaba para admirarla, y no se suele tener miedo de quien se estima. Por eso convertimos en nuestro amigo, sin demostrar ningún temor, al vagabundo que apareció un puente de invierno en el granero que estaba tras los dormitorios de los soldados y al que teníamos prohibido entrar porque era un edificio muy destartalado, de madera vieja, gris, reseca, pintura descascarillada y puntillas oxidadas. Cuando trepábamos hasta sus cercha, toda la construcción gruñía como un animal herido. El hombre era dócil y fue fácil convertirlo en nuestro juguete durante aquellos pocos días festivos de invierno. No recuerdo qué aspecto tenía, aunque mi imaginación se obstina en ponerle el rostro de uno de los indigentes que duermen en el puente de la Acequia Gorda, muy cerca de mi casa en la actualidad. Lo cuidamos como si se tratara de un animal abandonado. Le dimos de comer, lo llevamos hasta los vestuarios de la piscina que, aunque más fríos y húmedos que el pajar, eran más seguros porque quedaban apartados del tránsito habitual de los adultos, le hicimos una cama sobre los bancos verdes, y lo forzamos a nuestra compañía a pesar de parecer no desearla. A cambio no recibimos ni una sola historia. 

Lo atraparon antes de que concluyeran nuestras vacaciones. Nunca supe cómo fue. Puede que algún padre se percatara de lo que sisábamos para dárselo al vagabundo, o que el azar le jugara una mala pasada y se topase con alguien que paseaba junto a la piscina. Lo vimos siendo acompañado por dos soldados de la policía armada -los Calimeros, como los llamaban-, hasta la barrera de la entrada. El miedo se le había licuado, manchando sus pantalones y el peso de sentirse insignificante lo encorvaba. Le gritamos para despedirnos, pero no nos hizo caso. Casi fue un alivio que lo descubrieran porque nos preocupaba quién podría cuidarlo cuando nosotros tuviéramos que volver al colegio.

martes, 18 de noviembre de 2014

Sobre las prioridades

Hay una hora del día que me llena de melancolía: cuando el sol comienza a ponerse y el cielo, surcado por las estelas de los aviones, se llena de rayones naranja. Es la hora de la vuelta de los niños de las actividades extraescolares, cargados con sus enormes instrumentos musicales, o vestidos con quimono, o dejando ver bajo el chándal una malla llena de lentejuelas. También es la hora de los gimnasios: musculitos con camisetas ceñidas que se exhiben al otro lado de un escaparate haciendo spinning o levantando pesas como si fueran peces de colores encerrados en una pecera. A esa hora es cuando suelo salir para hacer los recados que me arrastran al centro. Reconozco que es la peor, porque la gente tiene acumulado el cansancio de todo el día y se muestran desganados y deseosos de volver a casa; pero a mí me conviene porque la frontera en el tiempo, la amenaza del cierre inminente, me obliga a apresurarme y a no convertir la obligación en un placer que se dilata durante horas porque esta ciudad siempre tiene mil lugares donde perder el tiempo. Hoy no tenía que hacer gran cosa, llevar a afilar las cuchillas de la máquina con la que Guille se pela. A la vuelta pasé ante una librería que no es una de mis preferidas (me gustan más la de la calle Zacatín y Al Sur, la que está cerca de la Facultad de Ciencias); pero ésta me es más cómoda por la cercanía a casa. Quería reservar dos copias del último libro de Antonio Muñoz Molina. Quiero regalarle uno a mi madrina, y a ella le gustan las primeras ediciones. No comprendo su gusto. La experiencia me ha enseñado que lo primero suele estar lleno de fallos o errores. El Titanic es un buen ejemplo, y los ascensores recién puestos en funcionamiento -que suelen fallar más que una escopetilla de feria-, otro. Mi sorpresa fue mayúscula cuando el librero me aseguró que no necesitaba reservar los libros que, si quería, me los podía llevar en aquel mismo momento. Ya estaba dispuesta a lanzar cohetes cuando me encontré ante dos ejemplares de Todo lo que era sólido. Después de deshecho el error, el librero me aseguró que no era necesario reservar los ejemplares porque estaba convencido que le quedarían incluso después de Navidad. Regresé a casa ensimismada. Recordaba las colas que la gente hizo en todo el mundo hace pocas semanas cuando se puso a la venta el Iphone 6. La propaganda se la brindó gratuitamente los propios medios de comunicación. El trasto parece que está lleno de problemas, entre otros, es capaz de asarte el trasero si montas en bicicleta con él en el bolsillo trasero del pantalón, y se dobla. Es inverosímil que toda una marabunta de personas tengan la imperiosa necesidad de cubrir las prestaciones que ofrece el nuevo teléfono. Además, el móvil para la mayoría de nosotros es como nuestro cerebro: utilizamos sólo una pequeña parte de su capacidad. 

Comprendo que seamos una minoría a los que nos gusta la literatura y que incluso para un librero le resulte desconocida una novela que a mí me llena de impaciencia su salida a la venta; lo que no me cabe en la sesera es que miles de personas sean capaces de perder días de su vida haciendo colas para ser los primeros en comprar un aparato del que harán el mismo uso que el que dejarán olvidado en el fondo de un cajón. 



Elogio a la negación

Mi madre es feliz cuando el comportamiento de algún sujeto corrobora lo que ella piensa de él. Este fin de semana lo pasé casi todo en su casa. El sábado por la tarde se presentó la vecina que conocemos por la señora de las causas perdidas. Mi madre siente bastante antipatía por esta mujer desde que intentó que se deshiciera de las cenizas de mi padre, que guarda en su dormitorio, alegando que era algo antinatural, macabro y anti higiénico; por supuesto, nadie secundó su propósito  (el nicho de mi padre está vacío -por si alguien se pregunta si es que he tenido dos padres, al recordar que hace poco llevé flores a su lápida-). La vecina de las causas perdidas venía con una carpeta y varias hojas. Quería que firmara para que le perdonaran la pena de cárcel a Isabel Pantoja. Sobre el asunto conozco muy poco. Más lo que me ha contado mi propia madre que lo que he leído en los periódicos (un caso más de corrupción -me limitaba a leer los titulares-). Al parecer IP, en concomitancia con Julián Muñoz, saquearon las arcas del Ayuntamiento de Marbella hasta el extremo de ser imposible a los funcionarios que quedaron después del desastre económico, comprar papel higiénico para los baños del consistorio. Pero no está condenada por apropiación indebida, sólo por blanqueo de dinero. La cantidad, aunque he investigado -sin mucho ahínco, la verdad-, no he logrado conocerla. Por supuesto, me negué a firmar. Habría sido diferente si el delito cometido hubiera sido por necesidad. La vecina se marchó asegurando que De tal palo, tal astilla (mi madre también se negó a firmar). Mis hermanos, cuando me comparan con ella, suelen soltar: De tal palo, tal tarugo. Es mucho más refinada que yo; hecho que no evitó que comentara cuando la vecina se fue: Esta se hace prostituta y encima se presta a pagar la cama


jueves, 13 de noviembre de 2014

Escuchame

Cuando me amanece con los dedos aún en el teclado y la mente puesta en vigas, cerramientos o pilares, suelo enlazar un día con otro y comenzar la monotonía matutina como si me acabara de levantar. Pero hoy no. Estada demasiado cansada y me propuse tumbarme un rato, desconectar el tiempo suficiente para, tal vez, soñar y recuperar la amabilidad con que se mira al mundo después del descanso. El ajetreo que produce el colegio Tierno Galván a primera hora de la mañana había cesado y no era lo suficientemente tarde para escuchar el zumbido del enjambre que se percibe desde mi atalaya a la hora del recreo. Soy perezosa para los quehaceres domésticos. Preferí tumbarme en el sofá a deshacer la cama. Como tengo pocos conocimientos de acústica y la ignorancia vuelve milagro lo que no entendemos, aunque tenga una explicación coherente, me asombró poder escuchar con toda claridad las conversaciones que se producían justo bajo mi ventana, en una plazoleta que estos días apesta por culpa del estiércol con que abonan las plantas. En el idioma español deberían inventar una palabra que definiera el diálogo que en realidad es un monólogo con una de las partes que se limita a asentir. Esa fue la primera conversación que escuché. Un hombre hablaba sobre el equipo de fútbol del granada y lo pésimo que es el entrenador y su interlocutor, que podía ser hombre o mujer, sólo emitía sonidos guturales. Quien mantenía la conversación, parecía encantado de escucharse. Es posible que el acompañante únicamente fuera de atrezo, para evitar que lo consideraran loco quienes lo vieran hablando solo. Sin apenas tregua, el monólogo fue sustituido por una pareja discutiendo. La mujer se quejaba de que cuando estaban juntos le hacía más caso al teléfono que a ella (Puto caso me haces por culpa de la mierda del móvil); él alegaba que eran cosas importantes de su trabajo (Es cosa del curro y sino contesto, me van a mandar a la mierda). Ella estaba convencida que un pequeño descanso del móvil no sería tan importante (Por media jodida media hora que lo tengas apagado no te van a dar una patada en el culo)... Estuve tentada a asomarme a la azotea y sugerirle a la chica que le mandara un whatsapp al novio, seguro que le hacía más caso. Con un amigo de Guille nos ocurrió. Lo habíamos invitado a cenar, estuvo todo el tiempo atado a su móvil. Cuando le preguntamos qué deseaba de postre, no nos hizo caso y Guille, de broma, le mandó un whatsapp. Le respondió y aunque él aseguró que había sido para seguir la broma de Guille, yo estoy convencida que fue por inercia.

La pareja siguió discutiendo, pero yo tuve que responder al teléfono. Un cliente al que iban a cortar la luz. Desde ese momento hasta ahora, he estado ocupada, enlazando una obligaciones con otras. Incluso ahora, que estoy escribiendo y parezco ociosa, debo permanecer despierta. Estoy a la espera de la llamada diaria de mi madre. Si le mando un mensaje diciéndole que tengo sueño y me voy a la cama, llamará preocupada y me soltará una perorata sobre los perjuicios de llevar una vida desordenada. Espero, forzándome a mantener los ojos abiertos. Me gusta escuchar sus conversaciones, pero odio sus interminables regañinas.

Cuando despierte, responderé a vuestros mensajes. Me encanta que me hagáis caso. 

miércoles, 12 de noviembre de 2014

La forja de un canalla

Cuando ayer, pasada la medianoche, regresé de Málaga a casa, la sala de trabajo me pareció un universo psicodélico lleno de estrellas de colores. Azules de los pc; verdes parpadeantes del router; naranja de las pantallas durmientes; rosa del ratón que compré un domingo de desesperación en un bazar asiático por una miseria y que iba a ser provisional aunque ya llevo con él más de un mes sin que me apetezca cambiarlo por otro mejor... Suelo dejar los ordenadores encendidos, en el proceso de un análisis exhaustivo del antivirus, la desfragmentación del disco duro o simplemente disponibles para que compañeros con los que trabajamos puedan coger los archivos que hicimos en grupo. Me gusta volver y encontrarlos así. Me permiten creer que la casa no está tan vacía, imaginar que cientos de cordones umbilicales me unen con tantas otras personas. 

Ayer, a la vuelta de la soledad del piso, encontré un par de mensajes de compañeras con las que compartí trabajo en el estudio de Barcelona. Me pedían que entrara en el facebook de la que fue nuestra jefa. Anunciaba la vuelta de su hijo menor de estudiar en el extranjero. En el trabajo conocíamos muy bien al hijo de la jefa. Solía merodear por allí todas las tardes, después del instituto, pidiendo ayuda para que le echáramos una mano con los deberes de matemáticas, idiomas o dibujo. Teníamos el permiso de su madre para hacerlo y, en una ocasión, hasta tuvimos la obligación de escribir interminables fórmulas de química que imprimió en letra minúscula y utilizó como chuletas (para su hermana hicimos lo mismo).

Era un niño muy mimado, y no sólo por su familia. Poseía una belleza de adolescente femenina, casi toda concentrada en los ojos que parecían sonreír y en la piel impoluta y perfecta que le daba apariencia de fragilidad.  A alguien con su aspecto resultaba muy difícil considerarlo culpable de hacer algo malo. Hubo incluso quien creyó justificado que el niño le montara una escena a la madre en mitad del trabajo porque se negaba a comprarle un cinturón de Gucci (costaba más de 400 euros -creo que nunca he tenido una prenda tan cara, sin contar el vestido de novia; no me parecería útil, siempre con temor a una rotura o mancha ¡qué incómodo!-). El día que las cámaras de la oficina (las había por todas partes, incluso bajo las mesas) pillaron al niño in fraganti delito -sustrayendo dinero de la mochila de una administrativa-, la que pareció más perturbada por lo ocurrido era la propia víctima. A la madre se le ocultó la fechoría del hijo, y desconozco si la administrativa recuperó su dinero. 

Han pasado más de siete años de estos hechos. El niño, ya hombre en las fotografías con las que su madre ilustra su facebook, dejó hace tiempo de ser guapo. La masculinidad invadió su piel de princesa y los ojos, que antes estaban curvados hacia arriba, ahora parecen haber sido arrastrados por la fuerza de la gravedad y aunque sonría, su apariencia es la de alguien enfadado, triste y sombrío. 

Una de mis antiguas compañeras interroga: ¿Adivina de dónde vuelve en realidad? La otra comenta: En el cole que ha estado llevaban uniforme a rayas.

Me pregunto si estuvo bien que le ocultaran a la madre le delito del hijo. ¿Habría podido evitarle el futuro que le esperaba?

lunes, 10 de noviembre de 2014

Una línea invisible

¿Qué ocurre cuando escuchamos a un recién divorciado? Por lo general la otra parte es la única culpable. El monstruo o la bruja que dejó de querer o demostró con hechos que la relación era ya imposible. Cuando escuchamos a la otra parte comprendemos que ambos participaron en esa ruptura. 

En el plebiscito del 9 N ha ocurrido eso: sólo se ha escuchado a una de las partes; la que exigía la independencia y exclusivamente proclamaba los beneficios de la secesión, callándose los posibles problemas a los que haya que enfrentarse si existen esas barreras invisibles que coartan la libertad de movimiento. ¿A qué vicisitudes nos enfrentaremos si Cataluña se independiza? ¿Tendrán que pagar nuestros productos aranceles? ¿Cuáles serán nuestros impuestos teniendo en cuenta que la deuda interna de Cataluña es la mayor de toda España? ¿Necesitaré visado para ir de una de mis casas a la otra? ¿Saldremos de la Unión Europea?..

No comprendo por qué se le está dando tanta importancia a unas votaciones que han coartado la libertad del electorado. Al igual que a nadie se le ocurre comprar un producto sin conocer previamente el precio, al electorado no se nos puede exigir votar sin conocer las consecuencias reales de lo que nos impele a meter en una urna una papeleta con un Si o un No. 

Personalizando

No sé cuál es la cuantía exacta de la pensión de mi madre, pero no es muy abultada. A la miseria que le dan a cambio de casi toda una vida de trabajo, los impuestos le pegan un buen bocado. Hasta hace muy poco solía decir al ver su nómina: hoy he pagado un cacho de autovía u hoy he pagado las ruedas de una cama de hospital. Sus últimos comentarios son diferentes. El que soltó a principio de este mes  fue: Hoy, entre cinco pensionistas y yo hemos pagado un almuerzo a Blesa. Luego suelta un comentario escatológico que no pienso reproducir aquí. Pero mi madre es bastante ingenua. En realidad se necesitarían sus impuestos y los de diez personas más para pagar un almuerzo a Blesa. 

domingo, 9 de noviembre de 2014

Selección natural

La luz del día, que se cuela entre las rendijas de las persianas bajadas y las cortinas corridas, se refleja en la esfera del despertador, antes de que yo haya conseguido dormir. Durante una semana he intentado adaptarme a las horas de sueño de Guille (es en lo único que somos incompatibles); pero sólo he conseguido frustración y percatarme que el edificio donde vivo, aparentemente tranquilo, es muy ruidoso. No es lo mismo permanecer despierta y trabajando o distraída, que estar metida en la cama sin sueño y con la intención de dormir. Cada pequeño ruidito se convierte en un trueno. Cisternas que se vacían y llenan, tuberías demasiado anchas que hacen imaginar los vaivenes de las aguas residuales golpeando como arietes contra sus paredes, camas chirriantes que delatan amores onanistas, gases digestivos que escapan sin pudor, tic-tacs de relojes que martirizan en la redundancia del tiempo perdido intentando dormir... Lo peor llega con precisa puntualidad a las seis y media de la madrugada. Para mí sólo era la demostración de la falta de civismo de alguno de mis vecinos al poner una radio o la televisión tan alto que hace adivinar un problema auditivo. Mi vecina del segundo, que todo lo sabe, conoce los pormenores del estruendo que para muchos sirve de despertador. El bloque de pisos, hasta hace muy poco desierto, está ahora lleno de estudiantes. Hay quien aprovecha hasta las primeras luces del día para estudiar y quien prefiere meterse en la sesera cuanto necesita saber con la plena consciencia del despertar. Dos pisos contiguos están ocupados por cada uno de estos grupos de estudiantes y se acusan mutuamente de hacer tanto ruido que los unos no pueden dormir y los otros estudiar, y viceversa. Se han declarado la guerra y se tiran día y noche pretendiendo molestar a sus vecinos, en lugar de intentar llegar a un acuerdo y olvidando el propósito original de necesitar dormir y estudiar. ¿Conseguirá alguno llegar al final del curso sin haber suspendido todas las asignaturas? 

sábado, 8 de noviembre de 2014

La pantomima

Estoy convencida que en cualquier lista del electorado mi nombre está acompañado de un asterisco que especifica: *Pardilla. Raras son las elecciones que no me nombra presidenta o vocal de una mesa electoral. En algunas de las últimas elecciones tuve la previsión de comprar uno de esos vuelos muy económicos de Raynair para librarme de tener que pasar todo un domingo encerrada en el aula de un colegio viendo pasar personas que tienen planes muchos interesantes que el mío. Un viaje sí te exime de la obligación de ser miembro de una mesa electoral, pero no tener que cuidar a una persona enferma. Me ocurrió el primer año de casada: A Guille le acababan de hacer una endoscopia en una rodilla. Estaba dolorido. Apenas se podía mover de la cama y había que pincharle heparina y darle medinas para la inflación y la fiebre. No sirvió de nada. Si no hubiera cumplido con mi obligación de ciudadana, me habría tenido que enfrentar a las consecuencias -según me dijeron- (ignoro cuáles son las consecuencias). 

Si tanto me exigen (ya he estado en tres mesas electorales), ¿no deberían tenerme en cuenta para satisfacer uno de mis derechos? No ha habido forma de votar por correo para el plebiscito del 9-N. Ya sé que son unas elecciones ilegales, pero si se celebran y no quieren que parezcan completamente una pantomima, ¿no deberían haberlo hecho mejor? No sé cuánto dinero se van a gastar, pero si lo hacen, ¿no deberían habérselo tomado más en serio? Estas votaciones sólo parecen una pataleta de Mas que únicamente servirán para mentirse a sí mismo. Aunque el electorado vote masivamente, y la respuesta sea afirmativa, ¿tendrá algún valor? No ha habido campaña electoral igualitaria. Al electorado sólo se le ha dado una idea parcial de lo que puede significar la independencia de España. 

Qué estultos son los políticos. En esta ocasión han preferido la urgencia, las prisas (tal vez por temor a que se acabe la crisis y la conyuntura social no sea tan favorable a la independencia) a hacerlo bien y conseguir que los tribunales internacionales dé el derecho a escoger de un pueblo; lo que también significa a hacerlo con pleno conocimiento de las consecuencias. 


miércoles, 5 de noviembre de 2014

Un día a vuela pluma

Guille lleva dos semanas intentando votar por correo para el 9-N. No hay forma, en correos no tienen información (en parte es comprensible). Pensamos que sabrían cómo hacerlo en la casa de Barcelona en Granada. Cerca tenemos la casa de Ceuta y Melilla, la casa de Jaén, la casa de Extremadura... (en realidad son bares); pero no hemos encontrado la casa de Barcelona ni de Cataluña (será que no existe).

A primera hora de la mañana dimos presupuesto para hacer una nave de aperos (es un eufemismo de vivienda en terreno rural -donde supuestamente no se puede edificar-). Estaba tirado, sin apenas margen de ganancias (pero a veces es mejor trabajar y ganar poco o no tener obligaciones y pensar que somos inútiles). Al mediodía nos llamaron rechazando el presupuesto (tentándonos para ver si podíamos rebajarlo aún más). Alguien se lo hacía más barato (suponemos que no pagarán seguro). 

Al final ningún político abrazó a Teresa Romero. Mejor para ella: podrían haberle pegado algo malo.

Al mediodía almorzamos shawarmas de pollo. A los ternera le han encontrado carne de cerdo y de caballo (los de pollo no es que no tengan carnes extrañas, es que no los han examinado). Si algún día inspeccionan la fauna microscópica de esa comida, seguro que se llevaban más de una sorpresa. Es mejor comer y no pensar en ello. 

Unos compañeros quieren montar una academia para dar clases a los estudiantes de arquitectura y arquitectura técnica. Piensan enseñar a manejar todos los programas necesarios para la vida laboral y centrarse, sobre todo, en servir de apoyo a los estudiantes con finales de carrera (ayudarles a hacer presentaciones, a centrarse en las cosas importantes, a trabajar todos los días un poco...). Puede ser interesante. 

Esta noche tocaba arreglar el armario de los zapatos (ya hace frío para andar en sandalias). Es divertido. Siempre encontramos algún par que habíamos olvidado que compramos el año pasado. 

Ahora toca correr. 

martes, 4 de noviembre de 2014

La buena estrella

Una cosa buena se puede decir del marido de la hermana de mi cuñada: ama a su perro. El sábado nos los encasquetó, sin preguntarnos previamente si teníamos planes o deseábamos cuidárselo. La excusa era que lo había llevado por la mañana al veterinario y por la tarde tenía que ir a visitar a un amigo al hospital. Sus palabras no eran creíbles. El sábado fue el día de todos los santos, y tanto en Jaén, donde vive, como en Granada, era fiesta y los veterinarios, a no ser que fuera una urgencia, no estaban disponibles. Imaginamos que quedaba mucho menos egoísta decirle a su mujer que el perro necesitaba una revisión a soltarle la verdad: se gastaba 1/4 de lo que gana al mes por el paro en ver un partido de fútbol, el Granada-Real Madrid. No fueron sospechas o perspicacia, fueron evidencias: volvió con una bufanda del Real Madrid al cuello, canturreando el himno y soltando pestes contra el barça (en su cabeza no cabe la posibilidad que algunas de las personas que lo rodean puedan ser forofos de otro equipo diferente al Real Madrid). Guille no se ofendió, sabe que en el fondo no es culpa del marido de la hermana de mi cuñada, porque cree que ese hombre tiene algún problema mental. La primera vez que lo vio pensó que tenía un brote psicótico (cuando yo lo vi por primera vez -nadie me avisó que ese era su estado natural-, pensé que estaba perjudicado por alguna sustancia psicotrópica -que estaba de coca hasta el culo- e intenté impedirle que condujera). 

Dicen que los perros suelen parecerse a sus dueños. Por fortuna en este caso no es así, y Rasqui no es ni remotamente un reflejo de su amo. Es como una oveja en miniatura y sus ojos son tan expresivos que parecen humanos. Cuando su dueño se fue, el animal estuvo un rato pegado a la puerta, a la espera de su regreso. Guille consiguió que abandonara su actitud tentándolo con un poco de agua y una loncha de jamón york. Desde ese instante Guille y el animal fueron como un tiburón y su lamprea: Rasqui nadaba alrededor de Guille, no se separaba de él ni unos centímetros. Durante unas horas Rasqui fue nuestro juguete, un juguete capaz de agradecer las caricias y mimos. Es curioso lo fácil que resulta cogerle cariño a un animal como ese.

Tanto Guille como yo tenemos perro (el suyo se llama Jordi, la mía Tula). Nos lo cuida mi suegro biológico. Pero el título de dueños es solamente nominativo, tan tangible como esas propiedades de estrellas que venden por casi nada y cuyo valor real es aún más insignificante. 

Lo vimos marcharse con tristeza. Asombrados por que alguien tan incivil como el marido de la hermana de mi cuñada -tan egoísta y molesto para quienes lo rodean que sus vecinos del bloque donde vive se han vengando de él rajándole los cuatro neumáticos del coche-, sea capaz  de ser querido por su perro. Eso le proporciona el único ápice de humanidad que posee. 

lunes, 3 de noviembre de 2014

Mujer blanca sobre fondo negro bajando la basura

Cuando esta noche bajé la basura (a Guille hoy le toca preparar la cena), iba pensando en la última vez que fui realmente feliz (no feliz por momentos, sino feliz durante un largo periodo de tiempo lleno de sosiego y sin temor al futuro). Concluí que había sido pocos meses antes de dejar el trabajo en el estudio de Barcelona, cuando se adivinaba la crisis, pero aún no la profundidad del caos. Me gustaba mi vida de aquel tiempo: estar rodeada de compañeros de trabajo, poder diferenciar perfectamente el horario de trabajo y el horario para el ocio (eso no ocurre si tienes la oficina donde vives), incluso me gustaba tener jefa y recibir de vez en cuando alguna palmadita en la espalda. 

Por la ventana abierta de la escaleras vi una Luna oronda, casi llena, velada por una capa de neblina. Desde la calle no se veía porque la tapaba el Hotel San Antón. Cuando llegamos a Granada teníamos mucha relación con ese hotel. A menudo desayunábamos en su cafetería y cuando venía de visita mi madre o el padre biológico de Guille, se hospedaban en él. Ahora agoniza (como tantos otros negocios en Granada). 

Al regresar a casa subiendo por las escaleras, me olvidé de buscar la Luna enmarcada por la ventana. Iba pensando que aún no he felicitado las navidades pasadas a mi amiga Victoria (es una amistad que no requiere de un constante recordatorio, pero que prefiere la palabra hablada a la escrita, y ella ha estado fuera estos meses, con el móvil fuera de servicio). Iba imaginando la conversación que pensaba mantener con ella: ¿Cómo te va todo? Ninguna novedad por aquí, por fortuna

Hoy me ha dado por ponerle título de cuadro a la entrada.

domingo, 2 de noviembre de 2014

Limpia, fija y las pasa canutas

No sé por qué mi imaginación relaciona la película Nace una canción con la Real Academia Española. 


La imagino llena de simpáticos señores mayores con la cabeza demasiado llena de palabras como para ocuparla con otras cosas más mundanas. Por supuesto sé que no será ni remotamente así, pero es difícil deshacerse de las ideas preconcebidas por culpa de algunos de los personajes que sé que pululan por esos edificios tan antiguos como los libros que albergan. 

Una de las páginas que mantengo constantemente abiertas en Internet es la de la RAE. Hay montones de palabras que por su grafía desconozco el significado (culpa de la dislexia). Buscar su significado siempre da pistas. Tengo los diccionarios en papel, dos tomos gruesos y compactos, forrados con plástico adhesivo extra resistente. Casi todas sus palabras están punteadas en rojo (tenía la costumbre de poner una señal a las que buscaba); pero los dos libracos están pillando polvo en un estante porque es mucho más cómodo consultarlas en Internet.  

Hoy en el periódico El País digital viene un artículo dando a conocer que la Situación económica de la RAE es dramática. Jamás imaginé que una institución tan antigua como la RAE pudiera estar pasándola tan canutas como el resto de españoles. José Manuel Blecua, el director de la RAE, comprende que se antepongan otras necesidades a las de la Academia. 

Supongo que ya habrán pensado en formas de resolver este problema, como poner anuncios en el diccionario digital. Que se abra una ventanita emergente cada vez que consultemos una palabra y nos intenten vender detergentes (por el lema de la RAE: Limpia, fija y da esplendor); o como ocurre en algunos blogs, que en algún rincón de la página web ponga un botón para donaciones. O sacar los académicos un calendario tipo bomberos de Bilbao... pero sin enseñar tanta carne. 

sábado, 1 de noviembre de 2014

El sueño de los inocentes

Tardé bastante en hallar mi lugar en el mundo (aunque es posible que aún no lo haya encontrado y, como dice mi madre, todavía esté dando bandazos). Durante la adolescencia (de los 14 a los 21 años -tuve una adolescencia tardía-) estuve apuntada a todos los grupos imaginables (políticos, cocina, ONG, senderismo, escalada, espeleología...). Estaba segura que alguno llegaría a satisfacerme; aunque a la mayoría llegaba arrastrada por una amiga o un novio. Uno de los que mejor recuerdo (alguno no llegué a ir ni dos semanas seguidas) era el de los jóvenes de Izquierda Unida. Tampoco en éste estuve apuntada mucho tiempo, pero había dos individuas que me habían prejuzgado por estar interna en un colegio de monjas y un día, sin venir a cuento, empezaron a llamarme santurrona, meapilas y a defecarse en Dios. No le hice caso y la cosa no pasó a mayores. Exceptuando a esas dos colgadas, el resto del grupo estaba bastante centrado y era muy buena gente. Las reuniones se prolongaban hasta la madrugada, y bullían las ideas. Ideas que me parecían brillantes e incomprensible que ningún partido político serio las hiciera propias porque todos viviríamos mucho mejor. Había que hacerse con la Democracia y obligar a que se cumplieran los artículos que exigían trabajo y vivienda para todos. Era un bonito sueño que se despedazaba al extrapolarlo a la realidad.

Estos días los partidos políticos que llevan aferrados al poder desde la entrada de la Democracia en España, tiemblan por el extraño auge que está teniendo Podemos, más por la ineptitud y la corrupción de quienes piensan que son dueños de los escaños que por la demagogia de quienes sólo gritan lo que todos pensamos. El principal valor que en este momento tiene Podemos es que está impoluto, completamente limpio de la corrupción que mancha al resto (aunque desde todos los francos les llueve intentos de enlodarlos puntualizando comentarios que ha hecho algún miembro de la nueva formación política). 

A veces deseo que tengan éxito; pero otras muchas, tiemblo al pensar que puedan tenerlo porque me recuerdan al grupo de jóvenes de Izquierda Unida a cuyas asambleas asistí. Están llenos de ideas, y no dudan en prometer todo lo que cualquier ciudadano normal y corriente necesita o desea; pero son promesas sin fundamento. Creación de empleo en los países de Europa del Sur (35 horas semanales, jubilación a los 60, pensión pública digna no contributiva...); auditoria ciudadana de la deuda... etc. Pero desear no es poder y si prometen que nos podremos jubilar a los 60 años con una pensión digna, ¿de dónde se sacará ese dinero que se requiere? ¿de dónde sacarán los trabajos prometidos? ¿Se creen capaces de doblegar el poder bancario? 

Ojalá fuera más ingenua. En este momento estaría defendiendo con uñas y dientes esas promesas vacuas de Podemos en lugar de dudar en si me conviene más votar a un puñado de corruptos o una utopía encarrilada al fracaso.  

Los crímenes del museo de cera de Madrid

Me gusta que las películas me sorprenda, saber casi nada de ellas, saber lo que ocurre a medida que discurre la acción; aunque algunas destrozan la expectación ya en el título: Terremoto, El hombre invisible, Crónica de una Muerte Anunciada (vale, éste es culpa del libro en la que se basa la película)... Una de esas películas en la que te despedazan la trama antes de empezar es Los Crímenes del Museo de Cera. La vi hace siglos, en un cine de verano (es curioso que las películas que mejor recuerdo las haya visto en un cine al aire libre y casi siempre en compañía de mis hermanos). He buscado en Internet, pero no he encontrado la que yo recuerdo. Era muy, muy, muy antigua, pero no lo suficiente para que los actores se limitaran a abrir y cerrar la boca y salieran cartelitos con lo que decían; tampoco tan antigua como para ser en blanco y negro. No recuerdo la trama. Sólo que las figuras de cera del museo eran como un huevo Kinder: dentro tenían una sorpresa. 

Puede que aquella película me influenciara algo para que las figuras de cera me produzcan el mismo desasosiego que los circos o la Navidad; aunque es probable que sintiera la misma aversión por esos objetos si por mis neuronas no discurriera el recuerdo de los cuerpos en descomposición encerrados tras la capa de cera. 

Muy bueno debe ser el artista que las moldea para que el parecido no obligue a poner un cartel identificando el personaje. A veces la representación resulta cómica, digna de convertirse en un muñeco del Guiñol.




Otras, las figuras parecen destinadas a la sala de los horrores:





Se podría hacer algún comentario del artista si su trabajo no hablara por si mismo (sí, es la razón del título de esta entrada).

Y, en raras ocasiones, la culpa no está en la figura de cera.... sino en el original. 




jueves, 30 de octubre de 2014

El juego

Si vas a Egipto cuando el Estado y las agencias de viaje se comportan como una madre medrosa con sus hijos, y te aconsejan que no vayas; tu descendencia puede pensar que la jubilación prematura te ha desanimado lo suficiente para no querer seguir participando en el juego de la vida. Es lo que le pasó a don Pepe, el suegro de mi hermano, el padre de mi cuñada: en cuanto tuvo la jubilación definitiva -hasta entonces había disfrutado de una intermitente-, con nocturnidad y alevosía, sacó el vuelo para Egipto y se machó al día siguiente después de repartir mensajes con el móvil informando de dónde iba a estar en las próximas dos semanas. Por fortuna no le ocurrió nada. Apenas aterrizó, volvió a hacer lo mismo, pero en esta ocasión su destino era menos peligroso: El Gran Cañón del Colorado. Sólo estaba visitando los lugares que quería ver antes de morir. Aún le queda por hacer otro viaje, a Yellowstone, pero lo ha dejado para más adelante. Durante más de un año ha estado enredado en otro de sus sueños, en el que ha conseguido enredarnos a todos los que tiene a su alrededor. Compró un terreno, no muy grande, y una casa rural cerca de Cenes de la Vega. La casa es una completa ruina que requiere ser rehabilitada por completo; pero el terreno parece ser muy fértil. Un secadero en las inmediaciones delata que hubo sembrado tabaco en algún momento del pasado. 

Esta mañana estuvimos en el terreno mi aparejadora y yo. Fuimos a tomar medidas de la vivienda para hacer un atenproyecto. A cambio de nuestro trabajo desinteresado, don Pepe nos permite sembrar en su terreno lo que queramos. Mi aparejadora llevó huesos de chirimoyo y yo pimientos y una bolsa con semillas de hierbabuena. Ni siquiera sabemos si debemos esperar futuro para lo sembrado. 

miércoles, 29 de octubre de 2014

Resistencia

Hoy ha sido un día casi festivo. Apenas he trabajado. Ahora (estoy en un pequeño receso) me toca enfrentarme a todos los certificados y correcciones que quedaron aplazados. 

Quiso la casualidad que cuando bajaba del cementerio, me encontrara en el bosque de la Alhambra con una amiga que es profesora de apoyo en un centro de la zona norte de Granada. Estaba con sus alumnos. Habían visitado los jardines del Generalife y esperaban que el autobús del colegio los recogiera. Al principio de curso mi amiga estaba tan decepcionada que le faltó muy poco para pedir un año sabático, con la esperanza de que el  paso del tiempo y la suerte le proporcionaran plaza en cualquier otra parte de Andalucía (estaba convencida que no le podía caer peor colegio). Sus alumnos, por lo menos los que había ido a la excursión, eran adolescentes encerrados en cuerpos de adultos. Revoloteaban a su alrededor, la llamaban maestra, y una niña se aferró a ella, buscando protección, cuando pasó junto al grupo una pareja con un perro, aunque el animal iba con correa. Parece que el nubarrón pasó y ahora está contenta, a pesar de haber tenido que sacrificar su larga melena por culpa de una epidemia de piojos (lleva un pelado tipo Sinéad O'Connor). 


Su transporte llegó y se marcharon. Yo seguí paseando con pereza porque es lo que este tiempo invita a hacer. El otoño asomó sus zarpas durante un par de días, pero como si la climatología quisiera cuidarnos con una transición suave, de inmediato las escondió permitiendo al verano prolongarse hasta producir frustración en los vendedores de ropa (la mayoría no compramos hasta que se produce la necesidad: ¿y si no llega nunca el invierno?). Si la situación sigue igual, me veo celebrando año nuevo como en el hemisferio sur: con bikini y gorrito de Papá Noel.

martes, 28 de octubre de 2014

Calderilla

Granados y su socio tenían sólo unos míseros 5.800.000 euros en tres cuentas en Suiza y Hacienda exime al PP de pagar impuestos por su financiación ilegal (yo también quiero; a mí me pusieron una multa por pagar dos días después de la fecha tope el Impuesto sobre el Valor Añadido). 

Indigna, hoy más que nunca, estos datos. Ha sido una tarde pésima. La mitad de ella me la he pasado intentando tranquilizar a mi aparejadora. Tenía un ataque de ansiedad, y me temo que también está algo deprimida. Dice que su vida es una puta mierda. Ella y su madre sobreviven con una pensión de 500 y pocos euros al mes. No le alcanza para comprarse ropa o zapatos, e inimaginable ir al dentista o adquirir las nuevas gafas que necesita. Quien no la conociera la podría considerar muy orgullosa porque no suele compartir sus problemas (hoy la ansiedad le gastó una mala pasada); pero yo sé que es su temor a importunar con sus lamentos lo que le hace guardar silencio. 

Mientras tanto Rajoy pide disculpas por los casos de corrupción (¿alguien lo considera inocente? ¿cree que no conocía nada de lo que se estaba cociendo a su alrededor?). Y en el Ayuntamiento de Sevilla ponen multas de hasta 750 euros a quienes hurgan en los contenedores de basura (¿habrá mayor sinsentido?). 


Treinta segundos - Segunda parte (historieta)

Quiso la casualidad que a la vez que Leonor salía del polvoriento zoológico, Rodrigo llegaba a la sala de costura -faltando a su costumbre de no pisar nunca aquella parte de la fábrica- y una de las chicas, distraída, se cosía la palma de la mano a la prenda que tejía. Hubo sangre y gritos, y antes de que llegara la ambulancia, incluso un desmayo. El encargado de planta pidió a Leonor que acompañara a la herida, así, de paso, podían darle algún antibiótico para evitar que enfermara por culpa de los mordiscos de las ratas. Pero el encargado no la protegía de los roedores. Cuando Rodrigo empezaba a subir las escaleras metálicas para volver a la parte noble de la fábrica, el encargado le susurró: A la niña me la dejan, que es una de las pocas que se rompe el espinazo trabajando.

La imaginación de Sebastián, comparada con la de Rodrigo, era escasa, casi nula. Desde la noche que recogieron a Leonor en el camino para devolverla a las comodidades de la civilización, entre el secretario y la mujer se inició una amistad lo suficientemente profunda como para intercambiar algunas intimidades. A él llamó cuando necesitó consuelo por haber encontrado a su novio en su propia cama, metiendo mano a la hija de una vecina que no pasaba de ser una adolescente. Maldijo a las ratas por haberla arrastrado a casa cuando aún faltaban varias horas para finalizar su jornada de trabajo. Utilizó a Sebastián como paño de lágrimas y para pedirle permiso para quedarse durante el fin de semana en el cuarto de descanso de las trabajadoras de la fábrica. Vestir siempre traje y estar pegado al jefe en todo momento, a los ojos de Leonor le proporcionaba un poder que en realidad no tenía. Sebastián habló de inmediato con el vigilante, pero hasta la tarde del domingo no hizo ningún comentario a su jefe. En el inventario de las peores noches de Rodrigo, aquella ocupaba el primer puesto. Estaba convencido que en cuanto la fábrica se quedaba en silencio, las ratas salían de sus escondites, en busca de calor. Cerraba los ojos y veía a un centenar de ellas devorando el escuálido cuerpo de Leonor, debilitándola durante el sueño lo suficiente para que fuera incapaz de pedir auxilio al despertar. Cuando a la mañana siguiente la vio en su puesto de trabajo, con ojeras por haber llorado, pero completamente indemne, sólo el temor a ser considerado un loco evitó que corriera a abrazarla.

Pocas noches más durmió Leonor en la habitación de descanso de las trabajadoras. Rodrigo la contrató de acompañante en reuniones sociales. Le resultaba muy divertido llevarla colgada de su brazo. Era como una niña pequeña que se ha colocado en una fiesta para adultos. Con la excusa de necesitar tenerla cerca para evitarse la molestia de hacer muchos kilómetros al ir a buscarla, le alquiló un apartamento a pocos metros del suyo. Las señales eran inequívocas; y no sólo por el dispendio económico que hacía para adornarla; lo más importante estaba en los detalles. Si Rodrigo la veía bostezar en alguna reunión, aunque acabaran de llegar, le proponía marcharse; le reía las bromas, aunque no tuvieran gracia; la obligaba a cogerse de su brazo porque sabía que ella y los tacones eran incompatibles; y si la noche era propicia, el último tramo hasta la casa se convertía en una caminata de pasos muy cortos y lentos. Pero la madrugada que Leonor, con la ayuda del valor sacado de un vaso de whisky, quiso satisfacer los aparentes deseos de Rodrigo, el hombre giró la cara evitando un beso en los labios. Aquel fue el primer y único momento incómodo que sintieron el uno frente al otro. El reflejo del rostro de Leonor en el espejo del ascensor, ensombrecido por la decepción, el cansancio y la escasa luz cenital, anodino a pesar de los cientos de euros gastados en maquillaje; hizo que creyera comprender: Rodrigo la llevaba a las fiestas para deshacerse de las chicas que se pegaban a él como lapas, nada más, y ella acababa de estropearlo. Pero no tuvo valor para hacer una llamada telefónica o mandar un mensaje rogando perdón: eso la habría convertido en una mentirosa. 

Apenas habían pasado dos horas cuando el deseo de Leonor venció a su voluntad y quiso correr hasta el apartamento de Rodrigo para pedirle que olvidara lo sucedido. No volvería a hacer el ridículo ofreciendo lo que él no deseaba. No se percató que sobre la ciudad el cielo comenzaba a teñirse con la suciedad de las primeras luces del día; pero poco importó porque fue innecesario cruzar el umbral de la salida: apoyado en la puerta estaba Rodrigo, había estado allí todo el tiempo, a muy pocos metros de ella, sin atreverse a llamar ni a irse. 

La luz del mediodía es tamizada por las cortinas naranja del dormitorio y baña la espalda desnuda de Leonor haciendo que su piel parezca muy morena y suave. Está tan dormida que Rodrigo puede acariciar su cuerpo sin temor a despertarla. Sonríe satisfecho. Aunque nunca los contabilizará, son de media 30 los segundos que todas las mañanas, en el futuro, disfrutará de plena felicidad: desde el momento que el abandono del sueño le devuelve la conciencia, al de comenzar a estar abrumado por los temores. Había esperado ante su puerta para contarle la verdad, pero la curiosidad le pudo: ¿a qué sabían sus labios? ¿cómo reaccionaba cuando le tocaba la nuca o la apretaba contra su cuerpo? ¿qué consistencia tenían sus pezones cuando las caricias los erizaban? 

Había ido a contarle la verdad, pero terminó sabiendo que Leonor emitía un ronroneo placentero mientras mantenía relaciones sexuales y un quejido ahogado al correrse. ¿Por qué ella, cuando era la única mujer de toda la Tierra que le estaba vetada? Desde muy pequeño lo habían predispuesto para odiarla, le habían cincelado en la memoria el nombre y apellidos de Leonor: su futura existencia, fruto del amor con otro hombre que no era el padre de Rodrigo, le usurparon el cariño y la presencia de la madre durante toda la infancia. Y ahora no podía evitar amarla.