Las historias de mi abuela y algunas burradas más


Treinta segundos


Putéala, había sido la única y precisa petición de Rodrigo. Sólo el aspecto de la muchacha convertía en extraña la solicitud. Era normal que el amigo de una de sus tías o un antiguo compañero de clase que no había dejado residuos en su memoria, le pidieran trabajo para una jovencita cuyo único y exclusivo propósito era seducirlo. La mayoría no lo hacía con intenciones perniciosas y egoístas. Era verdad que buscaban un futuro cómodo para la chica escogida, pero también, que todos ellos tenían la convicción de que su felicidad sería completa si fundaba una familia. Por eso arrastraban hasta sus narices chicas sensuales, voluptuosas, amables, capaces de desprender distinción por cada uno de los poros de su piel; como si se trataran de mercancía en exhibición. Nunca se negaba a satisfacer el favor al interesado, después de todo Rodrigo era un hombre de negocios: así siempre estaba rodeado de deudores. Resultaba más cómodo hacer desistir de sus propósitos a las cómplices en aquel juego de celestinas. Era fácil. Después del primer día, ninguna había vuelto a aparecer por la fábrica. Pero Leonor en nada se parecía a sus predecesoras. Resultaba tan anodina y normal que cuando estuvo mezclada con el resto de trabajadoras durante la hora del almuerzo, Sebastián no pudo distinguirla y tuvo que esperar a que ocupara de nuevo su puesto de trabajo para saber que aún no había desistido. Estaba ante la taladradora, donde se le abrían un par de agujeros a las bragas náuticas que sus compañeras habían confeccionado. Sebastián consiguió que le explicaran mal cómo hacerlo y durante horas esperó los gritos furibundos del encargado de planta al percatarse del error cometido por la novata. Aquel primer día ganó Leonor. Le había parecido extrañas las explicaciones recibidas y prefirió fiarse de la muestra que había en el expositor. 

Dos, tres... siete días sin mencionarla. El trabajo enterró el recuerdo de Leonor en la mente de Rodrigo; pero no en la de Sebastián, quien cada día sentía más curiosidad: ¿qué relación existía entre su jefe y la chica? Por casualidad supo que no era una de conocimiento directo. Después de firmarle el primer cheque de la paga y saber que continuaba en la fábrica, Rodrigo volvió a insistir: putéala, hasta que llore sangre y salga corriendo. Para entonces Sebastián ya conocía los puntos débiles de Leonor, y uno de ellos eran los números. Era lenta con las cifras; pero también, cabezota. La puso a ordenar las muestras de telas, todas numeradas. Cuando terminó el trabajo, en la fábrica sólo quedaban las ratas y el guardia de seguridad. Sebastián y Rodrigo habían salido pocos segundos antes. El tiempo que se entretuvieron en sacar el coche del aparcamiento, sobró para que Leonor llegara a la parada del autobús. Nadie le había dicho que a aquella hora ya no pasaban. Una carretera secundaria llena de baches, más de 15 kilómetros hasta la ciudad, sin iluminación, el frío de las noches de finales de noviembre lleno de humedad por el riego de los sembrados. A cien metros, la chica, iluminada por la única farola del camino, parecía estar bajo el foco de un escenario, rodeada por una ligera neblina. Sólo cuando la primera curva la ocultó a sus ojos, Rodrigo salió de su letargo y pidió a Sebastián que volvieran a por ella. Muchas palabras de gratitud, pero ninguna que delatara una relación anterior. A los pocos minutos sólo eran dos personas agotadas a final de una jornada interminable de trabajo, incapaces de mantener una conversación de cortesía. Sebastián se limitaba a conducir.

Las mañanas luminosas de invierno sólo resultaban cálidas a través de los vidrios de las ventanas. La experiencia hacía saber que, en el exterior o cualquier recinto sin calefáctar de  la fábrica, el frío se clavaba como cristales de hielo en cada poro de la piel que quedaba al descubierto. Por esa razón Sebastián retrasó hasta el mediodía, cuando la temperatura subía unos grados, el nuevo castigo que Rodrigo quería imponerle a Leonor. ¿Por qué la odiaba tanto? ¿Qué le había hecho? Su obsesión por la chica parecía sadismo.

Al viejo almacén sólo dejaban entrar a uno de los ordenanzas. Al hombre, descomunal en talla y menguado en inteligencia, las alimañas le resultaban indiferentes. Todas las telas que la moda volvía desfasadas, iban a parar a aquella enorme, gélida y caótica habitación. No era raro que pocos años después, lo antiguo volviera a considerarse moderno. Leonor salió bien parada de su encuentro con las ratas, sin contar la repugnancia y miedo que le producían. Media docena de mordiscos en las manos, pero sólo uno le llegó a la piel; el resto no atravesaron la gruesa tela de los guantes; y otro mordisco en el tobillo. Lo que más le dolió fue que le rompieran los leotardos. Los estrenaba ese día porque por la noche, era viernes, había quedado con su novio para cenar fuera. No imaginaba que antes de terminar el día habría perdido el derecho de considerar propios a su novio y su casa.

Quiso la casualidad que a la vez que Leonor salía del polvoriento zoológico, Rodrigo llegaba a la sala de costura -faltando a su costumbre de no pisar nunca aquella parte de la fábrica- y una de las chicas, distraída, se cosía la palma de la mano a la prenda que tejía. Hubo sangre y gritos, y antes de que llegara la ambulancia, incluso un desmayo. El encargado de planta pidió a Leonor que acompañara a la herida, así, de paso, podían darle algún antibiótico para evitar que enfermara por culpa de los mordiscos de las ratas. Pero el encargado no la protegía de los roedores. Cuando Rodrigo empezaba a subir las escaleras metálicas para volver a la parte noble de la fábrica, el encargado le susurró: A la niña me la dejan, que es una de las pocas que se rompe el espinazo trabajando.

La imaginación de Sebastián, comparada con la de Rodrigo, era escasa, casi nula. Desde la noche que recogieron a Leonor en el camino para devolverla a las comodidades de la civilización, entre el secretario y la mujer se inició una amistad lo suficientemente profunda como para intercambiar algunas intimidades. A él llamó cuando necesitó consuelo por haber encontrado a su novio en su propia cama, metiendo mano a la hija de una vecina que no pasaba de ser una adolescente. Maldijo a las ratas por haberla arrastrado a casa cuando aún faltaban varias horas para finalizar su jornada de trabajo. Utilizó a Sebastián como paño de lágrimas y para pedirle permiso para quedarse durante el fin de semana en el cuarto de descanso de las trabajadoras de la fábrica. Vestir siempre traje y estar pegado al jefe en todo momento, a los ojos de Leonor le proporcionaba un poder que en realidad no tenía. Sebastián habló de inmediato con el vigilante, pero hasta la tarde del domingo no hizo ningún comentario a su jefe. En el inventario de las peores noches de Rodrigo, aquella ocupaba el primer puesto. Estaba convencido que en cuanto la fábrica se quedaba en silencio, las ratas salían de sus escondites, en busca de calor. Cerraba los ojos y veía a un centenar de ellas devorando el escuálido cuerpo de Leonor, debilitándola durante el sueño lo suficiente para que fuera incapaz de pedir auxilio al despertar. Cuando a la mañana siguiente la vio en su puesto de trabajo, con ojeras por haber llorado, pero completamente indemne, sólo el temor a ser considerado un loco evitó que corriera a abrazarla.

Pocas noches más durmió Leonor en la habitación de descanso de las trabajadoras. Rodrigo la contrató de acompañante en reuniones sociales. Le resultaba muy divertido llevarla colgada de su brazo. Era como una niña pequeña que se ha colocado en una fiesta para adultos. Con la excusa de necesitar tenerla cerca para evitarse la molestia de hacer muchos kilómetros al ir a buscarla, le alquiló un apartamento a pocos metros del suyo. Las señales eran inequívocas; y no sólo por el dispendio económico que hacía para adornarla; lo más importante estaba en los detalles. Si Rodrigo la veía bostezar en alguna reunión, aunque acabaran de llegar, le proponía marcharse; le reía las bromas, aunque no tuvieran gracia; la obligaba a cogerse de su brazo porque sabía que ella y los tacones eran incompatibles; y si la noche era propicia, el último tramo hasta la casa se convertía en una caminata de pasos muy cortos y lentos. Pero la madrugada que Leonor, con la ayuda del valor sacado de un vaso de whisky, quiso satisfacer los aparentes deseos de Rodrigo, el hombre giró la cara evitando un beso en los labios. Aquel fue el primer y único momento incómodo que sintieron el uno frente al otro. El reflejo del rostro de Leonor en el espejo del ascensor, ensombrecido por la decepción, el cansancio y la escasa luz cenital, anodino a pesar de los cientos de euros gastados en maquillaje; hizo que creyera comprender: Rodrigo la llevaba a las fiestas para deshacerse de las chicas que se pegaban a él como lapas, nada más, y ella acababa de estropearlo. Pero no tuvo valor para hacer una llamada telefónica o mandar un mensaje rogando perdón: eso la habría convertido en una mentirosa. 

Apenas habían pasado dos horas cuando el deseo de Leonor venció a su voluntad y quiso correr hasta el apartamento de Rodrigo para pedirle que olvidara lo sucedido. No volvería a hacer el ridículo ofreciendo lo que él no deseaba. No se percató que sobre la ciudad el cielo comenzaba a teñirse con la suciedad de las primeras luces del día; pero poco importó porque fue innecesario cruzar el umbral de la salida: apoyado en la puerta estaba Rodrigo, había estado allí todo el tiempo, a muy pocos metros de ella, sin atreverse a llamar ni a irse. 

La luz del mediodía es tamizada por las cortinas naranja del dormitorio y baña la espalda desnuda de Leonor haciendo que su piel parezca muy morena y suave. Está tan dormida que Rodrigo puede acariciar su cuerpo sin temor a despertarla. Sonríe satisfecho. Aunque nunca los contabilizará, son de media 30 los segundos que todas las mañanas, en el futuro, disfrutará de plena felicidad: desde el momento que el abandono del sueño le devuelve la conciencia, al de comenzar a estar abrumado por los temores. Había esperado ante su puerta para contarle la verdad, pero la curiosidad le pudo: ¿a qué sabían sus labios? ¿cómo reaccionaba cuando le tocaba la nuca o la apretaba contra su cuerpo? ¿qué consistencia tenían sus pezones cuando las caricias los erizaban? 

Había ido a contarle la verdad, pero terminó sabiendo que Leonor emitía un ronroneo placentero mientras mantenía relaciones sexuales y un quejido ahogado al correrse. ¿Por qué ella, cuando era la única mujer de toda la Tierra que le estaba vetada? Desde muy pequeño lo habían predispuesto para odiarla, le habían cincelado en la memoria el nombre y apellidos de Leonor: su futura existencia, fruto del amor con otro hombre que no era el padre de Rodrigo, le usurparon el cariño y la presencia de la madre durante toda la infancia. Y ahora no podía evitar amarla. 

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Sin remordimientos (Historieta)

Un tinte casero ha hecho estragos en el rostro de Fernanda. Las manchas de su frente, como sombras, no se notarían tanto si la sangre arrebolara su rostro en lugar de derramarse sobre las sábanas estampadas de la cama de matrimonio. A pesar del frío que comienza a invadirle cada milímetro cuadrado de su piel, desearía sentir la brisa de la tarde y percibir el aroma de la dama de noche cuyas flores ya deben de estar abiertas; pero la ventana está taponada por decenas de mirones, que han sido atraídos por los gritos de Román. Desde su posición Fernanda no puede ver al muchacho, probablemente agazapado junto a la puerta, encogido, no por pudor, aunque está tan desnudo como su madre, quien quiera que hubiera sido, lo trajo al mundo; si no por miedo. Tampoco se puede girar para mirarlo porque cualquier movimiento la obliga a sentir cómo el cuchillo jamonero que la atraviesa, destrozando su camisón nuevo de encaje, le desgarra las entrañas. La rabia le hace cerrar los ojos para no ver a quienes la miran morir. Luego piensa que muy pronto estará sumergida en las tinieblas por toda la eternidad, y los vuelve a abrir. Jamás la curiosidad de sus vecinos le pareció tan abominable, tan cruel. Hablan como si ella no estuviera presente o ya hubiera muerto. Especulan. Están convencidos que son dueños de la verdad. 

Nadie sabe cómo se llamaba de verdad Román. Alguien dijo que el muchacho se parecía al porquero del pueblo, y como el nombre quedó libre desde que su antiguo dueño sufrió un golpe de buena suerte: murió, todos pensaba que era un castigo soportar una vida tan mísera; el adolescente sin nombre dejó de serlo. Aunque siguió respondiendo al nombre de lerdo, mentecato o tonto. 

Fernanda no recuerda cuándo comenzó a alimentarlo. Sin duda, mucho antes de ser consciente de ello. Después de fregar los platos, solía sacar al patio las sobras del almuerzo en una escudilla de aluminio para que comieran los perros. Un día escuchó alboroto, se asomó a la ventana, y allí estaba el muchacho, disputándose un hueso del cocido, mondo de carne, con Sultán. Durante un tiempo lo estuvo espiando a distancia. Sólo aparecía cuando ella se metía en la casa y jamás dejaba sin alimento a los animales. Muy pronto, en la escudilla de las sobras, hubo bocados más suculentos que en los platos de Fernanda y Alonso. 

El acercamiento no se produjo hasta que Blanquita dio a luz. Cinco cachorros azabache, como la madre. Cuatro de ellos fueron metidos en un saco de arpillera y arrojados al río. La perra cargaba con el que le quedó a todas partes. Cuando ese día Román se acercó a la escudilla para compartir la comida, el animal temió por su cría y se lanzó contra el muchacho. Román se dejó curar con docilidad, después de ser sobornado con una magdalena. Eran heridas poco profundas, arañazos en las manos y antebrazos y un único mordisco en la parte interior del muslo. Sin ese mordisco, Fernanda nunca habría sabido que hacía mucho tiempo que Román no era un niño, que una mujer de edad es capaz de sentir excitación al pensar en la desnudez de un hombre tras la tela ajada de unos pantalones y que el placer, en el sexo, puede compartirse. 

¿Quién lo cuidará cuando yo no esté?, es el último pensamiento de Fernanda antes de perder el conocimiento.

Tal vez sea mejor así: estará protegido. Quien visita en el hospital a Fernanda, le cuenta indignado que han encerrado a su violador en una institución para dementes, más parecido a un colegio que a una cárcel. No tendrá que preocuparse más por él; pero sí por Alonso. Sospecha que regresará en cuanto se dé cuenta que no hay peligro. Adivina los reproches de su marido: ¡Ponerme los cuernos con el tonto del pueblo, con un niño que podría ser tu nieto! A Fernanda no le da miedo pensar que estará bajo el mismo techo, en la misma habitación, que quien ha sido capaz de apuñalarla, a Fernanda le da miedo que el recuerdo del pasado que acaba de abandonar, le haga pensar en la venganza.

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La jaula de piedra

Antes de que mi padre se volviera senil, su único tema de conversación era los negocios; desde que el pasado se ha convertido en su presente y su futuro tiene los días contados, sólo habla de una mujer llamada Alicia. Nadie la conocía. Nadie sabía quién era. Con la excusa, en realidad una mentira descarada, de intentar satisfacer el último deseo de un moribundo, llamé a Catalina. Mi tía no supo negarse y aceptó levantarle el veto. Mi hermanastra llegó una mañana de domingo muy temprano, embutida en un traje de noche oscuro que podía confundirse con un camisón, una flor mustia enredada en el pelo ensortijado y unos tacones afilados como cuchillos. A su paso dejaba el estruendo de su caminar y un hedor agrio a tabaco, sexo y perfume que saturaba el aire de la casa, ya viciado por la enfermedad y las medicinas. La conversación -dos monólogos, en realidad- fue tan breve que Catalina me sorprendió cuando subía la escalera para esconderme en la habitación contigua a la de mi padre, para poder escucharlos. Como excusa a mi presencia, sólo se me ocurrió afirmar que iba en búsqueda para invitarla a desayunar. Aceptó un café con leche y las porras, ya frías, que sobraron de nuestro desayuno. Me pareció el paradigma de la elegancia la forma que tenía de comer, sujetando el churro con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda y el vaso de café y un cigarrillo con la derecha. La pregunta no le cogió por sorpresa. Alicia fue la segunda mujer del viejo. La única que no se cargó. La única lo suficientemente lista para dejarlo antes de que la matara. Protesté. Lo de mi madre había sido un accidente. Se despeñó en el acantilado de Cerro Gordo. Mi madre no se suicidó. Los recuerdos atravesaron la coraza de Catalina y le llenaron de lágrimas los ojos. Hizo que bajara al sótano con la excusa de darle el regalo de navidad. Le pidió que cerrara los ojos y le disparó en la sien. Lo vi todo escondida entre las cajas. Me descubrió, pero no me hizo nada porque me sabía demasiado miedosa. Cuando me hice mayor y dejé de ser tan cobarde, mi palabra valía lo mismo que mi reputación. 

Antes de irse, Catalina me hizo dos peticiones: que no la llamara para el funeral y que dejara de buscar a Alicia porque puede que nuestro padre sólo quiera arrastrarla con él. No la saqué del error. Sé perfectamente dónde está Alicia. Antes de que la enfermad lo anclara en la cama, mi padre ponía en el tocadiscos un viejo vinilo de John Coltrane, My Favorite Things iba hasta el fondo de la galería, donde hay un arco ciego, y acariciaba el paramento con una ternura de la que mi madre o yo nunca fuimos destinatarias.


Historieta al ritmo de My Favorite Things.

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El asesino de ancianas

Tedio. Pereza. Se podía escuchar el vuelo de una mosca desde la otra punta del pueblo por la inactividad que había durante las horas centrales del día. Aceras de cemento. Asfalto. Ningún árbol. Rayos verticales del sol, sin sombras donde resguardarse. El blanco de las paredes de las casas refulgía como la nieve bajo un cielo despejado. Sólo alguna puerta encajada -en el pueblo aún no se había aprendido a tener miedo de la avaricia o necesidades ajenas- permitía el leve alivio de sentir durante un segundo el frescor del patio recién regado que se escapaba por la rendija.

Si doña Emeteria hubiera tenido que presentarse ante un juez por lo hecho, en su defensa habría alegado que todo había sido culpa del aburrimiento. Tenían que comprenderla: el acontecimiento más importante ocurrido en las semanas que llevaban de verano era que Frasquita se había quitado el medio luto y comprado un vestido amarillo limón. La imaginación de doña Emeteria la protegía; siendo escasa, le impedía sospechar que puertas adentro ocurrían cosas mucho más importantes, interesantes y censurables que las pocas que terminaba conociendo. Habría sufrido un ictus capaz de dejarla sin sentidos, y tal vez llevado a la tumba, de saber que el sacerdote retocaba con purpurina la copa de latón que sustituía al cáliz de oro que había vendido la semana anterior o que estuvo a cuatro metros de la cama donde dos hombres yacían enlodados en sudor por el esfuerzo y sumergidos en los olores ácidos del sexo. La desnudez de los dos cuerpos tan parecidos y complementarios, sólo la protegía la oscuridad de la habitación, destrozada por la claridad que se colaba a raudales entre las maderas resecas de los postigos. Era excitante la cercanía de las pocas personas que se aventuraban a escapar del fresco de las habitaciones en penumbra, como doña Emeteria; aunque ella sólo fue una sombra fugaz que interrumpió las líneas sinuosas que los rayos de sol dibujaban en los glúteos de uno de los hombres. Corría tanto como le permitían sus achacosas piernas, y no paró hasta estar frente a la casa de su amiga Dolores. Nada más entrar, se persignó una docena de veces. Todo estaba como lo dejó aquella mañana antes de ir a misa, deber que la obligó a posponer este otro porque no quería perderse detalle de lo que iba a ocurrir en cuanto diera la voz de alarma. El taburete de la cocina, caído en mitad de la sala; el pañito de croché de la mesa camilla, arrugado; y media docena de moscas revoloteando y posándose en el enorme trozo de lengua que salía de entre los labios amoratados del cadáver de Dolores. La nota de suicidio que había encontrado cuando fue a buscarla a media mañana, la redujo a decenas de trocitos, y mientras doña Emeteria contemplaba el rostro crispado y azul de la difunta, oprimido por la cuerda que llevaba alrededor del cuello y atada del gancho donde solía estar colgada la lámpara, debían de estar navegando muy lejos, con la tinta completamente borrada; tal vez habrían llegado ya al mar, lugar donde la mujer pensaba que iba a parar todo lo arrojado al inodoro. No creía estar haciendo nada malo. Su única intención, absurda, era ocultar a Dios el suicidio, quería que la tuviera en su seno. También quiso esconder a todos los extraños que se presentaran los estragos que el ahorcamiento habían producido en el hermoso rostro de anciana respetable de su amiga. Pretendía maquillar sus mejillas para ocultar el color azul y devolver la lengua a su cobijo habitual, incluso le daría unas puntadas primorosas en el interior de los labios para que no volviera a salirse. Terminaba esta labor, la de coser los labios, aunque con una costura muy burda porque no es lo mismo unir dos telas que dos trozos de carne muerta, cuando el taburete sobre la mesa, al que había tenido que subirse para llegar a la boca de su amiga, se desequilibró por el movimiento brusco de cortar el hilo, y doña Emeteria terminó estampada en el suelo, con el cuello roto y una extraña sonrisa en los labios, como si adivinara toda la diversión que iba a proporcionar a sus vecinos en las siguientes horas, y días, y semanas...

Aún hoy es un caso abierto. Se sigue buscando al asesino de ancianitas que las martirizaba cosiéndoles los labios.

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Esto es ficción, una historieta que pensaba mandar a Gotardo, el webmaster del blog de AMM, pero casi ha pasado el verano y no lo he hecho. (Mejor martirizar a pocos que a muchos).

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Los renglones torcidos de Dios

Las mujeres miran a los niños a través de los cristales manchados de gotas de lluvia evaporadas. Los dos  niños tienen los ojos verdes y hoyuelos en las mejillas que se acentúan cuando ríen. A Carlota le gusta meter las manos en el cabello de Efraín. Los rizos negros se enroscan en sus dedos como tentáculos. El pelo ensortijado lo ha heredado Efraín de su madre. También Carlota ha heredado de su madre la cabellera rubia y espesa que hipnotiza a su amigo cuando el viento la mece, pero nadie lo sabe porque siempre está cubierta por una toca que no deja escapar ni un mechón. Cuando llega la hora de marcharse, Efraín protesta, llora, patalea. No comprende por qué no se pueden llevar a Carlota. ¿Qué hace una niña en un convento de clausura? El niño depone su actitud cuando su madre promete que volverán a visitar a Carlota y a la madre superiora pronto.

Pronto, resultó ser cinco años, una eternidad que sombreó el labio superior de Efraín, llenó de músculos su cuerpo y le proporcionó una altura que lo obligaba a inclinar la cabeza para mirar a casi todas las personas que conocía. A Efraín lo atormentó todos los días de esos cinco años la idea de que Carlota se hubiera olvidado de él. A Carlota se le aceleraba el corazón cada vez que la campana de la portería sonaba anunciando una visita: siempre esperaba que fuera su amigo.

Las mujeres miran a los adolescentes a través de los visillos de la ventana. A Efraín, ahora que ya no es un niño, le está vetado el convento de clausura. Carlota podría salir fuera, pero no hay quien le sirva de carabina. El adolescente se ha encaramado a la tapia y Carlota se ha subido a una de las ramas más alta de la morera que crece en el perímetro del vergel. Están tan cerca que la mano femenina puede penetrar en la caballera de su amigo y sentir los rizos que envuelven sus dedos. En los dos pares de mejillas aparecen hoyuelos cuando ríen ante el absurdo temor de que el otro lo hubiera podido haber olvidado. 

A la madre superiora y la madre de Efraín les agrada una amistad que vaticinan terminará convirtiéndose en amor. Efraín es un buen chico, de buena familia e inteligente. Carlota, desde el día que supuestamente fue abandonada a las puertas del convento, sólo ha puesto los pies fuera para ir al colegio. Sabe cocinar y coser mejor que cualquier novicia. La madre superiora sonríe cuando antes de despedirse, Efraín coloca un objeto en la mano que había estado enredada en su cabello: un anillo que compartirá la misma cadena que la medalla del Sagrado Corazón de Jesús que el padre Onofre le regaló cuando tomó la primera comunión.

La yema de los dedos de Carlota están asaeteadas por la aguja. Aprovecha cualquier rato libre y parte de la noche para hacerse el ajuar. La boda se ha adelantado. Efraín se marcha a la capital a estudiar Arquitectura y la madre quiere que lo acompañe para que se ocupe de él. Pero sólo puede hacerlo si han pasado por el altar. Sábanas, manteles, paños de cocina, talegas... y un camisón que esconde a la vista de las monjas y enciende sus mejillas: es de tela transparente y los tirantes son dos lazos anudados. Carlota ríe constantemente, aunque no exista razón. Sólo un pequeño nubarrón ensombreció su felicidad al principio del verano, cuando pidieron al padre Onofre que reservara una fecha en septiembre para casarlos. Incomprensiblemente, montó en cólera. Gritó. Carlota estaba destinada a tener como único amor, a Dios. Se negaba rotundamente a celebrar esa boda. El sacerdote necesitó una semana para ser comprensivo. Le regaló un cachorro para sellar la paz. Un perro del tamaño de una rata y feo como una rana, que supo reconocer su nombre, Reverenda, entre todas las demás palabras que pronunciaba su ama. 

¿Dónde se había metido Carlota? Sólo faltaban tres días para la boda. La noche anterior se había retirado temprano a su habitación porque estaba muy cansada y había vomitado lo poco que pudo cenar. Por la mañana ya no estaba, ni en su dormitorio ni en ninguna otra parte del convento o alrededores. Nervios por la boda, por lo que ocurriría luego, por tener que dejar el convento de donde apenas había salido en toda su corta vida... Sólo cuando Efraín se enteró, las especulaciones absurdas de una huida voluntario dieron lugar al temor de que algo malo le había ocurrido. La perrita se había escapado pocos días antes. Efraín temía que Carlota hubiera ido a buscarla en mitad de la noche y la oscuridad traicionera no le hubiera permitido ver un pozo sin clausurar. 

Inmediatamente se creó una batida que dio resultados antes de caer la noche: Carlota estaba a cinco kilómetros del convento, agazapada junto a una roca, vestida con el camisón que había cosido sólo para los ojos de Efraín, con los pies destrozado y emitiendo unos susurros incoherentes que el padre Onofre identificó como una clara evidencia de que la muchacha estaba endemoniada. El grito que emitió cuando el sacerdote intentó hacerle beber agua bendita, lo confirmó. 

De nada sirvió un exorcismo, ni el rezo de todas las monjas del convento de clausura, ni la promesa de Efraín de que iría todos los domingos a misa. Carlota no volvió a ver amanecer. Tres días más tarde se celebraba el funeral. La ciencia y la cordura habían vencido a las supersticiones y el cadáver de quien enterraban no era el de una endemoniada si no el de una mujer joven infectada de rabia. Onofre ofició la misa. De sus ojos verdes no cesaron de salir lágrimas que recorrían sus mejillas, esquivaban la concavidad de sus hoyuelos y llegaban a la barbilla. Todos estuvieron de acuerdo en que el sacerdote, por haberla visto crecer desde casi el momento de su nacimiento, quería a Carlota como un padre.

Otro de los cuentos de mi abuela. Me encantaban los que trataban de personas infectados de rabia.

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Entre algodones

Hubo una época en la que la importancia que se le daba a los sucesos dependía del color de la piel de quienes participaban en ellos. Si el marido y la hija de Josefa no hubieran nacido con la negrura de quien vive en libertad bajo el sol, el asesinato de la niña a manos del padre, habría tenido algún interés mediático; pero  fue considerado cosa de gitanos y sólo un periódico local publicó la noticia. Cuando Josefa llegó a La Lantejuela, con su acento extraño lleno de eses, escapando de un futuro obligatoriamente unida al parricida que sólo debía cumplir cinco años de cárcel, nadie pudo sospechar qué agriaba la expresión del rostro de la mujer. Algunos lo achacaron al animal que nadaba en la placenta de su útero y crecía con la parsimonia de las cosas bien hechas. Si Josefa hubiera tenido un confidente, le habría podido contar que aquella criatura había sido concebida para salvarle la vida, para que cada mañana al abrir los ojos y ser consciente de su existencia, tuviera más razones para mantenerlos abiertos que para volver a cerrarlos con el deseo de que permanecieran así. El padre fue un payo que siempre estuvo enamorado de ella. El pago por diez noches de sexo le proporcionó a Josefa libertad y al hombre menospreciarse a sí mismo porque creía que había emponzoñado el alma de la mujer que amaba. 

Desde el principio comprendieron que Josefa era diferente a la gente del pueblo. Prefería que no le hablaran y si le hacían preguntas directas, respondía con un gesto hosco de irritación, como si las palabras le dañaran. Para cuando dio a luz y no vieron ninguna criatura en sus brazos, todos sus vecinos estaban escaldados por su antipatía y ninguno se atrevió a intentar satisfacer la corrosiva curiosidad. Alguien comentó que el bebé había sido dado en adopción y la suposición, por comodidad de a quienes las preguntas sin respuestas no permitían pegar ojo, se convirtió en realidad.

En 15 años Josefa no tuvo amigos, ni conocidos, ni nadie que pisara su casa. Al final todos se acostumbraron a sus extravagancias, y se les permitía porque nadie cosía como ella. De la fotografía de una revista era capaz de copiar con todo detalle el vestido de fiesta, el traje o el camisón de una estrella de Hollywood. En un pueblo cuyo canon de elegancia era quitarse el mandil o la boina para ir a misa, durante las tres lustros que Josefa se ocupó de sus roperos, sentarse en los bancos de la plaza de la iglesia sólo se diferenciaba de hacerlo ante una pasarela en los modelos que usaban el vestuario: cuerpos con la única belleza del desgaste de la vida, el maltrato del trabajo duro y las deformaciones por las camadas paridas en media docena de años.



Segismundo fue incapaz de reaccionar a tiempo para no aceptar el encargo que Josefa le hacía: ir todos los días a alimentar a su perro durante la semana que estaría hospitalizada. ¿Por qué a él? Era tan huraño y arisco que los niños entraban en su confitería con el mismo desasosiego con el que se acercaban al practicante. Ir al mediodía, calentar las ollas que había en el frigorífico, dejar los alimentos en el vestíbulo de la habitación del fondo del pasillo y marcharse porque el animal se asustaba con los extraños y podía morderle. Las instrucciones que le dio Josefa eran muy precisas.  El primer día no hubo problemas: cumplió satisfactoriamente lo que se le había pedido. El segundo día Segismundo se cuestionó, ¿qué perro no ladra cuando oye extraños en su propia casa? El tercero, ¿qué perro se zampa habas con jamón y hace ascos a un hueso de ternera rebosado de carne? El cuarto día, cuando la puerta del vestíbulo que daba a la habitación comenzó a girar, en el estrecho recinto había algo más que una olla llena de puchero y los olores que de él emanaba: Segismundo estaba agazapado en las sombras y sus ojos estuvieron a punto de salirse de las órbitas porque no estaba preparado para ver lo que ante él se presentó. Era una niña, una adolescente menuda y flaca que lo escudriñaba con una curiosidad tan desmedida como la del visitante. ¿Eres el hombre del saco?, le preguntó con un acento extraño, lleno de eses.

Una habitación, un cuarto de baño y un patio, era todo el mundo que había conocido Griselda desde el día de su nacimiento. Aunque Josefa ya nunca volvería a su casa, Segismundo tuvo oportunidad de escuchar  la historia de sus propios labios. La mujer le habló de la otra hija, muerta a manos del padre y la necesidad enfermiza de proteger a ésta del resto del mundo, de mantenerla oculta y encerrada, pero ahora, cuando estaba a punto de morir, comprendía que había sido un gran error porque sólo crió a un ser desprotegido. A pesar de ello, Josefa pudo marcharse en paz porque Segismundo había ido acompañado por la niña al hospital. La llevó a cuestas un gran trecho porque los zapatos le hacían daño, la cobijaba bajo su chaqueta si algún ruido la asustaba y lastraba todos sus bolsillos con cosas que servían para satisfacer el capricho y las necesidades de Griselda. Josefa cerró los ojos y se dejó ir. Sabía que su hija iba a estar mucho mejor protegida que con ella.

Cada vez que mi abuela me contaba esta historia, no podía evitar mencionar entre carcajadas el día que mis padres hicieron 8 km en bicicleta para llevar a mi hermano mayor a urgencias porque se había pillado un dedo con el tacatá. La cura consistió en ponerle una tirita en el dedo herido y la advertencia de que no era necesario que volviera para quitársela. Los médicos de urgencias también se partieron el culo de risa.

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Entre Álamos

A Lilí el espejo siempre le ha devuelto la imagen de una chica flacucha y fea, pero desde que Carmelo la busca con la mirada y le roba caricias inocentes; su reflejo le miente y hay días que incluso sonríe, contenta con lo que ve. Carmelo es uno de los dos aprendices de la imprenta de su padre. La mañana que se conocieron la confundió con una limpiadora por lo desaliñada que iba; pero a Lilí no le molestó, imposible enfadarse con quien le había dedicado la más dulce de las sonrisas, llena de sorpresa y admiración al descubrirla leyendo las galeradas de Utopía. Sin pedirle permiso y después de exigir con un gesto que guardara silencio, Carmelo atrapó su mano y la arrastró por el laberinto de cajas preparadas para llevar a las librerías. Junto a la puerta de los camiones había un enorme contenedor ahíto de todos los desperdicios -papel, hilo, cola y cartón- que había vomitado la imprenta. Carmelo se zambulló en él. Un minuto sobró para que encontrara lo que buscaba: un ejemplar encuadernado del libro que había atraído la atención de Lilí. Ten. Tiene algunas hojas pegadas, pero es perfectamente legible. Lo van a tirar, pero es mejor que le jefe no se entere de esto. ¡Cómo le costó mantener la promesa!. El recuerdo de los colores que se habían alternado en el rostro de Carmelo al comprender quién era Lilí cuando su padre la llamó, acudía a su mente de forma traicionera y le hacía soltar una carcajada para las que casi nunca tenía una explicación creíble.

El almanaque dice que es primavera pero hace tanto calor que ni siquiera el ensordecedor canto de las chicharras consigue mantener alerta a doña Purificación, quien sucumbe, a pesar de sus esfuerzos, y acaba profundamente dormida sobre el mantel que han utilizado para comer junto al río Salado, olvidando su obligación de vigilar a la pareja de novios, quienes aprovechan para alejarse con sigilo hasta una alameda lo suficientemente cercana para escuchar la llamada de la tía de Lilí si despierta, y lo suficientemente lejos para tener intimidad. Carmelo le besa en la nuca desnuda y sudorosa dejando un tenue rastro de saliva que eriza el vello de Lilí al evaporarse. Es ella quien toma la iniciativa: se pone de puntillas y pega sus labios a los de su novio. Un intento muy torpe de imitar lo que ha visto hacer en el cine. El apretamiento de los labios, en lo que pretende ser un beso, no es placentero, pero los cuerpos quedan unidos y son capaces de sentir las formas, curvas, protuberancias y endurecimientos por el deseo, la abstinencia y la necesidad, del otro. Si Lilí hubiera sabido que este iba a ser el momento más feliz de su existencia, habría dejado que Carmelo le desabrochara el vestido, no habría apartado las torpes manos masculinas de los botones, más obligada por lo que se esperaba de ella que por sus deseos.

Liliana pudo rememorar ese momento una y otra vez durante 70 años, Carmelo sólo durante cinco días. Antes del siguiente fin de semana fue encontrado a los pies de la tapia del cementerio con la cabeza agujereada y un cartel en el pecho que ponía Chivato. Nadie puso en duda que lo habían ajusticiado los nacionales. Tampoco nadie dudó que Liliana era una mujer muy afortunada porque no tuvo que quedarse para vestir santos, como le vaticinaban todos. Después de tres prudenciales meses de luto, Jesús, el otro aprendiz de la imprenta, le pidió que se casara con él y Liliana aceptó sólo para evitarle a su madre la vergüenza de haber engendrado una hija solterona.

Padre, confieso que he pecado. No puedo irme a la tumba con el secreto que me ha atormentado durante cinco décadas. He dejado que el nombre de un hombre inocente continuara enlodado durante ese tiempo sólo para proteger a mis hijos de ser señalados como los vástagos de un asesino. Todo ocurrió poco después de haber tenido a mi segunda criatura. Jesús volvió del trabajo tan borracho que apenas podía sostenerse en pie. La imprenta que habíamos heredado de mi padre, bajo la gerencia de mi marido, se iba a pique con toda rapidez. Le afeé su comportamiento y él me aseguró que estaba en su derecho porque incluso había matado para conseguir aquel negocio que le estaba quitando la salud. 
Jesús odiaba a Carmelo. Sentía celos de él. No soportaba verlo caminar junto a mi padre, teniendo toda su atención, verlo participar en las reuniones importantes, aunque sólo era un aprendiz y escuchar felicitaciones por las ideas con las que participaba. Tampoco comprendía cómo yo sólo tenía ojos para Carmelo, que era muy poca cosa físicamente como hombre. Era él, Jesús, el guapo, el que seducía a cualquier mujer con su simple presencia. 
El día que ascendieron a Carmelo a capataz de las máquinas, Jesús, con la excusa de merecer una celebración el ascenso, consiguió que lo siguiera hasta el viejo bar del cementerio. Sus padres lo habían regentado hasta que los nacionales obligaron a cerrarlo para no tener espectadores cuando le daban el paseíllo a alguien. El plan inicial era tenerlo encerrado un par de días para que mi padre comprendiera que no era una persona responsable y de fiar; pero Jesús comprendió que el tiro le saldría por la culata en cuanto Carmelo delatara qué le había ocurrido los días que estuviera ausente y quién se lo había hecho. Volvió sobre sus pasos.Matarlo fue muy fácil. Se  había quedado dormido sobre la mesa de billar. Cogió uno de los palos, lo puso sobre el ojo derecho cerrado y lo hundió con furia. Nunca pensó que saldría impune por lo que hizo. He sido yo quien ha sido castigada durante todos estos años por tener que vivir bajo el mismo techo que un asesino, en la misma casa que el hijo de perra que mató al único hombre que me ha querido. Pero no quiero que me dé el perdón, padre. No tengo derecho a disfrutar del descanso eterno después de haber traicionado a quien tanto amé.


Otra de las historias de mi abuela (un pelín adornada).

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La Alcoba

Infinitos campos de amapolas mecidos por el viento que levantaba el aleteo del vuelo rasante de bandadas de flamencos, era lo que doña Juana veía desde la ventana de su dormitorio. En su mente, no del todo enferma para darse cuenta que no estaba sana, durante unos instantes el cielo parecía un extraño reflejo de la tierra. Los pájaros desaparecían uno, dos, tres, cuatro... diez segundos y regresaban, abofeteando con sus enormes sombras el rostro de la mujer. De inmediato olvidaban qué los había asustado y hecho levantar el vuelo y volvían a la laguna de Fuente de Piedra, como si no existiera ningún otro lugar a dónde ir.



La maleta estaba junto a la puerta. El olor a gasolina quemada delataría la llegada del taxi antes incluso que el ruido del motor. Doña Juana se despedía del dormitorio en el que había pasado casi todas las noches de su vida desde los 17 años. Los muebles eran los mismos, hasta la colcha de croché era la que hizo para su ajuar. Sólo el colchón de lana había sido sustituido por uno de muelles. En esa cama había perdido la virginidad la noche de bodas con un hombre al que sólo supo querer después de muerto, pero al que siempre respetó y con el que se casó porque su padre lo había señalado como un buen partido. Don Demetrio, el médico del pueblo, ya adulto antes del nacimiento de Juana, acostumbrado a la soledad, decidió contraer matrimonio cuando todas las mujeres libres de su generación eran viudas o habían quedado para vestir santos. Nunca supo por qué la escogió a ella. Era poquita cosa, delgaducha, de menguadas carnes, en una época en la que la gordura era síntoma de bienestar y salud; con sólo mucha docilidad que aportar al matrimonio. Cinco años más tarde, don Demetrio la dejó viuda. Se lo llevó la autocomplacencia. La gula deformó su cuerpo hasta convertirlo en una réplica de un Buda orondo. Un día el oxigeno que le proporcionaban sus pulmones no fue el suficiente para seguir haciendo funcionar su cerebro a la vez que hacía la digestión de una copiosa comida y colapsó. Fue cuando Juana supo que debería haberlo querido más. Había pensado en su futuro. Todo lo material que compartieron, ahora era suyo, y los familiares de don Demetrio se turnaron para llevarla y traerla desde Sevilla para que pudiera cursar con comodidad una carrera que la cualificaba para ser bibliotecaria y maestra. Aquella libertad que su marido le proporcionó después de muerto, permitió que sus ojos se llenaran de lágrimas contenidas siempre que alguien lo mencionaba o su recuerdo le golpeaba de forma inesperada.

Su virginidad no fue la única que se perdió en aquella cama. Acababa de cumplir los 40. Era un verano muy caluroso. La falta de lluvias había secado la laguna y ni siquiera corría el relente por la noche que refrescara el ambiente. El sonido de sables aún no llegaba a un lugar tan apartado. La experiencia todavía no los había enseñado a tener miedo de los visitantes a deshora; por eso a Juana no se le secó la boca cuando alguien llamó a su puerta demasiado tarde para tratarse de una visita de cortesía, ni su vejiga amenazó con vaciarse, ni sus manos temblaron al descorrer los cerrojos que la protegían de los fantasmas del exterior. Era Agustín Caballero, uno de sus ex alumnos. Le llevaba unos libros que había cogido de la biblioteca. No podría leerlos. Lo llamaban a filas con tanta urgencia que apenas tuvo tiempo para despedirse de sus amigos. Los primeros minutos fue una conversación protocolaria, convencional, de buenos deseos. La profesora invitó al alumno a pasar a la cocina para que tomara una limonada porque tenía la camisa empapada en sudor. Mientras llenaba dos vasos de limonada, Agustín la besó en la nuca desnuda. Llevaba el pelo recogido en un moño por el calor. Ella respondió al beso con una sonrisa, y él a la sonrisa, abrazándola por la espalda y confesando un deseo antiguo reprimido durante años. Acabaron en la cama, saciados con premura  por culpa de una abstinencia de casi dos décadas y la impaciencia de la primera vez. Enlodados en sudor, satisfechos, doloridos, felices, escucharon y se hicieron promesas de un futuro junto, que para la profesora no pasaba de ser una fantasía  y para el soldado un acicate para el regreso. Se machó de madrugada, con las primera luces del alba. La profesora lo vio alejarse desde la ventana sin imaginar que aquella sería la última vez que lo vería. Sólo un mes y medio más tarde, cuando luchaba en la serranía de Almería, desapareció, sin saber que había dejado un rastro de su existencia en el interior de la profesora.

Se enclaustró durante los meses de embarazo y la lactancia. Su madre fue su comadrona. Nadie más supo de dónde había salido aquel niño que apareció entre sus brazos una mañana fría de invierno, año y medio después de ser concebido, como ajeno a ella, como una imposición del destino. Se llamó Jerónimo López González, igual que el hijo muerto de su prima. Padre, madre y abuelos maternos, junto con el niño, habían perecido en un bombardeo en Madrid. Fueron años de miedo, y no por la guerra, cuyos ecos apenas llegaban a aquel rincón apartado de todas partes; si no por el temor a que le quitaran legalmente lo que había salido de sus entrañas. Luego le siguieron bastantes años de tranquila felicidad, hasta que el hijo creció y aquella casa de horizontes infinitos en sus cuatro costados, le produjo claustrofobia. Lo mandó a estudiar fuera, primero a Sevilla y luego a Madrid. No fue un tiempo de soledad. Su madre enferma, había perdido la cabeza, ocupó el lugar dejado por el hijo. Era como cuidar de nuevo a un bebé: alimentarla, vestirla, cambiarle los pañales, lavarla... compartir la cama con ella por temor a que en mitad de la noche se escapara e hiciera daño. Hasta que falleció, en la misma cama que Jerónimo fue concebido. Habían sido tres años tan duros y agónicos, que Juana repitió hasta la saciedad a todo el que quiso oírla que jamás haría pasar a nadie por el trance de cuidarla si perdía la razón. Antes acabo con todo, aseguraba. Y era lo que estaba a punto de hacer.

El hijo había vuelto al cabo de muchos años de visitas fugaces. Su matrimonio no iba bien. Se había casado con una chica de buena familia madrileña, enamorado más de su condición económica, que luego resultó ser un espejismo, que de su forma de ser. Llegó para pasar sólo unos días, una semana, como mucho; pero la condición mental de su madre lo retuvo durante tres interminables meses. Vivir sola la mantuvo engañada. Fue necesaria el regreso del hijo para que le hiciera notar su falta de cordura. Al principio sólo fueron pequeños detalles. ¿No acabas de decir que te ibas a acostar? ¿No dijiste que irías a misa mañana por la mañana?... Luego detalles más graves, como haber olvidado que su nuera había fallecido sólo tres meses atrás, y ella, según el hijo, había estado en el entierro; aunque muy poco después los escuchó discutir por teléfono y ya no se atrevió a preguntar porque supuso que se trataba de una mala jugada que le había gastado su mente: su nuera estaba haciendo infeliz al hijo y ella la quería muerta. Luego fueron los  hechos: como regresar de la compra y encontrarse el frigorífico lleno o descubrir un charco de orina en mitad de la sala; la misma desagradable costumbre que había cogido su madre: miccionar en cualquier parte, sin sentir pudor.

El hijo había tenido que marcharse por negocios a la capital. Estaría ausente tres días. Se había ido con miedo, temeroso de que cometiera alguna barbaridad. Se lo había repetido tantas veces, que Juana estaba dudando si su subconsciente no era precisamente lo que deseaba, para librarse de cuidar a la madre enferma.

El olor a gasolina quemada de un coche que se acercaba desde lejos, el vuelo de los flamencos asustados por el ruido y las amapolas mecidas por la brisa que levantaban. Juana dejó una nota en la mesilla de noche. Me voy lejos. No quiero ser una carga para ti. No me busques. Echó una ojeada al dormitorio en el que jamás volvería a dormir, cogió la maleta y cerró la puerta.

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Otra de las historias de mi abuela. Agustín Caballero, que fue mi tio-bisabuelo, jamás apareció. 

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El Primer milagro de Rosarioto

La falta de sangre en las venas de la abuela de Rosarito, la suplía muy bien la bilis, cuyo único efecto secundario era la amargura perenne en el humor de la mujer. Doña Angustias mostraba su rictus de muerta prematura incluso en los momentos que se le suponía debía sentir felicidad. Estaba rodeada por sus cuatro nietos y sus labios se retiraban mostrando una retahíla perfecta de dientes desiguales: los que habían sido sustituidos por piezas de oro y los originales sombreados, ennegrecidos o renegridos por culpa del café solo que tomaba a todas horas. Lo que pretendía ser una sonrisa, recordaba bastante a la mueca de amenaza de un bulldog al que se le ha pisado el rabo. Era comprensible que a los gemelos les diera miedo. Si no fuera por ellos, Rosarito no aceptaría pasar aquellas dos semanas en el cortijo, periodo que la niña tomaba como su época de ceba. Mal alimentados durante el resto del año, al llegar la Navidad y ser requeridos por la abuelita, al cruzar las puertas de pino viejo que separaban la parte de servidumbre de la parte noble del enorme edificio, entraban en un mundo de abundancia. Allí las bomboneras no eran meros objetos de adorno; escondían: sultanas de coco, alfajores de almendra, dulces de sidra, yemas de santa teresa, roscos de vino o anís, mantecados de aceite... y la única cortapisa para no atiborrarse era el temor a un dolor de tripa, porque nadie les regañaba si comían hasta estar rellenos como los pavos que servían en la cena de Noche Buena.

Una sola virtud tenía doña Angustias: sabía querer, aunque con un cariño tan limitado que se le iba casi todo en Gusti, la hija de su hija y apenas quedaba un ápice para  repartir entre sus otros tres nietos, los hijos de su hijo difunto. En cualquier acto de la mujer que estuvieran involucrados los cuatro niños, se hacía patente la desproporción del cariño, incluidos los regalos de los Reyes Magos. Uno de sus mayores placeres, era levantarse temprano y ver aparecer en el comedor a sus nietos; a Gusti tan cargada de regalos que su caminar, si ese año no había tocado también unos patines, era torpe y lento y a Rosarito y los gemelos, contentos y felices con sus estuches de colores -los que invariablemente les traían los Reyes-; pero, a la vez, curiosos y expectantes por cada uno de los objetos que su prima llevaba entre los brazos.

La noche de Reyes los niños se fueron pronto a dormir. Cuando los tres aperos disfrazados de Magos de Oriente entraron por la ventana del dormitorio de Rosarito y sus hermanos, los gemelos hacía bastante que dormían profundamente; sólo la niña, a su pesar, continuaba despierta (le asustaba que tres extraños, uno de ellos con el rostro embadurnado con carbón, aún más fantasmagórico que el resto por el cerco rosa que tenía alrededor de los ojos, deambularan por la habitación con plena libertad). Se tapó la cabeza con las mantas y habría sido regurgitada por el embozo en cuanto los hombres disfrazados se fueron si no se hubiera quedado tan profundamente dormida como sus hermanos.

El gallo aún no había cantado, sólo las criadas que se ocupaban de encender el fuego deambulaban por la casa como almas desvalidas y el día apenas llegaba a ser una claridad sucia en el horizonte, cuando los gemelos se levantaron. ¿Cuánto se tarda en desenvolver un estuche de colores? Los miembros de Rosarito respondían a un cerebro que parecía estar todavía profundamente dormido y soñando. Tardó en admitir que estaba espabilada y consciente; para entonces sabía que su abuela ya estaría esperándolos ante el desayuno. Bajó las escaleras saltando los escalones de dos  en dos y, a pesar de estar prohibido, corrió por el pasillo hasta llegar al comedor. Ese día doña Angustias recibió el primer regalo de Reyes inesperado en mucho, mucho tiempo: dos sonoros besos en las mejillas de la nieta cuyo odio  había labrado con tanto esfuerzo. En ese preciso momento el rostro macilento, apergaminado y cetrino de la mujer se cubrió de un rubor que la favorecía y convertía su expresión de moribunda en otra de sincera alegría.

Quienes se preguntaban por la razón de la inesperada muestra de cariño de Rosarito, tuvieron la respuesta cuando los demás niños bajaron. Los gemelos cargados con cuentos, peonzas, pelotas, patines, bolsas de caramelos... y Gusti contenta y feliz con sus tres estuches de colores.

(El final feliz de un cuento sólo está en el preciso momento en el que se escribe la palabra fin y  se nos exige darnos por satisfechos sin preguntar qué ocurrió después).



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