Lloré durante el funeral de mi padre, pero creo que se debió más al cansancio que a la pena. Fue un periplo interminable y un día de 48 horas. Sí recuerdo que nadie pudo consolarme el primer día que llovió después de su entierro. Estaba convencida que ni la cubierta del nicho ni el féretro estaban protegidos contra las goteras y se estaba mojando mientras nosotros permanecíamos tan confortables dentro de casa. Tardé mucho tiempo en superar ese temor. Con otros familiares, como mi abuela o mis tíos fallecidos, no he sentido esa angustia. Años después, cuando conseguimos que sacaran sus restos del nicho, lo incineraran y mi madre se los llevara a casa, fue un gran alivio. Desde entonces vuelven a entusiasmarme los días de lluvia, por lo extraños y necesarios que son en estas tierras de días luminosos.
Ahora el Papa Francisco prohíbe que los familiares creyentes tengan las cenizas de sus difuntos en casa. Mi madre es creyente, aunque hace mucho que no presta atención a las exigencias de la Iglesia. Le extraña esa obstinación por apoderarse de los cuerpos de los muertos cuando supuestamente la Iglesia Católica sólo se interesa por las almas, y si Dios está en todas partes, ¿qué hace más sagrado un cementerio que su propia habitación? Alega la Iglesia que mantener las cenizas fuera de un lugar sagrado puede sustraer a los difuntos del recuerdo de los familiares: la urna de mi padre, que originalmente era de cerámica rugosa, ahora está pulida por las caricias de mi madre. Como en otras ocasiones, la Iglesia únicamente parece haber dado otro paso para distanciarse de sus fieles.