miércoles, 24 de mayo de 2017

El anciano perdido

Hace unos meses le robé una conversación a un anciano. Pensé escribir una entrada con ella, pero creo que al final no lo hice porque no la encuentro (tampoco la he buscado con mucho ahínco).  A veces pienso en escribir algo, hasta busco las palabras precisas que pondré, pero al final, por olvido o por falta de tiempo, no lo hago, pero en mi mente queda el recuerdo de haberlo hecho. 

En una de las dos esquinas de la intersección de la calle Agustina de Aragón con Chueca de Granada, hay un local no muy grande y gafado. Hace unos meses un señor con barba impregnaba de hedor a esmalte sintético el aire, le daba a la brocha gorda, mutaba el color azul de una pescadería por el rojo de una carnicería. El anciano, un hombre consumido, momificado, todo huesos, entretenía al pintor vaticinando un futuro muy breve para su negocio. 

La carnicería abrió, y estuvo activa unas semanas, tres o cuatro. De repente, en la persiana roja, apareció un letrero en una hoja cuadriculada de cuaderno: Estamos de vacaciones. Volveremos. Perdonen las molestias. ¿Quién se va de vacaciones cuando acaba de abrir un negocio? Según mi vecina, que todo lo sabe, sanidad le había puesto algunas pegas que debían subsanar. A las pocas semanas la carnicería volvió a abrir, pero con otro dueño. Cada vez que pasaba por aquel comercio, estaba completamente vacío. Un reluciente mostrador con trozos de carne perfectamente ordenada que podía ver al pasar por la calle porque nunca había clientes que me entorpecieran la vista. El azar hizo que en algunos días mi camino esquivara el local. Hoy he vuelto a ese cruce de calles y sobre el letrero de CARNICERÍA, hay otro de papel que pone: SE ALQUILA. 

El local, cuando aún lucía los colores de la pescadería


Inevitable recordar al anciano, y al hacerlo me he dado cuenta que hace mucho que no lo veo. Espero que todo se deba a la casualidad. Que nos hayamos convertido en dos imanes de polos iguales y que cuando yo camino por una calle, él acabe de doblar por cualquier esquina, escapando a mi vista.

Idos de la pinza

Cuando a mis compañeras de primaria le preguntaban por el día más feliz de sus vidas, lo tenían fácil. Fuera verdad o no, siempre aseguraban que había sido el de su primera comunión. Han pasado más de 30 años, pero para mí fue un momento aciago que aún no he logrado olvidar: ese día tuve conciencia del verdadero significado de la muerte. También fue como una despedida oficial a mi padre. Murió pocos meses después, en septiembre.

No puedo evitar mirar con pesar a los niños disfrazados para su primera comunión. Los observo y me pregunto qué estará pasando por sus mentes. ¿También se sentirán al borde de un abismo porque saben que un día dejarán de existir y no tendrán conciencia para percibir el paso del tiempo? 

El mismo sábado que se celebraba el concurso de Eurovisión, asistí a la comunión del hijo de unos amigos. Diez años recién cumplidos y metro y medio de esqueleto desgarbado, incómodo por los zapatos que le estaban moliendo los pies y la corbata que le cortaba la respiración. 

Si hubiera leído una de las últimas entradas en el blog del juez Calatayud, me habría acordado de él en cuanto me acerqué al cortijo donde se celebraba la comunión y lo vi rodeado de coches. Más de ochenta invitados (a la boda de mi hermano mediano no llegaron a diez). 

Todo fue tan desproporcionado que, llegado un punto de la noche (la comunión duró de las 6 de la tarde a las 2 de la madrugada), me pregunté si se iban a apagar las luces y aparecer un puñado de stripper. 

Y aún así, la madre se quejaba. Había previsto que la comunión se celebrara por la mañana, y que la fiesta durara todo el día, con capea incluida y matanza. Pero el cura y el veterinario se habían negado. 

Cuando la mujer mencionó la matanza, señaló con la cabeza una de las mesas con comida: jamón asado, lomo a la pimienta, pinchitos morunos, chuletas... Entre las bandejas y platos había fotografías de un cerdo rosado y gordo, y bajo las fotos, un nombre: Lucero.


martes, 23 de mayo de 2017

Condensando el tiempo con números

Un trío.

Dos comuniones. Una convencional. Otra, tipo boda.

Tres lugares nuevos donde vivir. El despacho del Rincón de la Victoria salió rana. Demasiado lejos para los clientes. He tenido que volver a Málaga. He alquilado un apartamento. Es pequeñito. Cómodo. El estudio de la calle San Antón lo conservo, pero sin los muebles que lo convertían en una vivienda, parece diferente. Más grande. Inmenso.

Cuatro abogados. Tres de Guille, una mía.

Cuatro coches. Tres para Guille, uno para mí (es como si la imposición y el prevalecer de los derechos no dependiera de la justicia, si no del número de abogados que se tiene). 

Cinco fotografías, en vida, del cadáver que nos comimos. Una mirando indiferente a la cámara. Otra tumbado en la hierba. Dos entre sus compañeros de San Martín. Otra caminando hacia el horizonte, enseñando las posaderas y un, supongo, gracioso caminar que la fotografía no captó. 

Seis días de visita de Pere.

Siete proyectos. El más frustrante, la ampliación de un cortijo cerca de Alcaudete. La burocracia es una puñalada al sentido común.

Siete los meses de gestación del bebé de Guille. Mi exsuegra, que no parece feliz con la nueva situación y ha dejado de culparme de lo ocurrido, lo llama Naranjito porque dice que el tamaño de la cabeza del niño es como una naranja. 

Seis, las visitas que he hecho al psiquiatra. Por tranquilizar a mi familia. Temían que cayera en una depresión. Lo único que he sacado, además del dinero de los bolsillos, es un montón de pastillas que algunas amigas miran como si fueran golosinas. 

Cinco nuevos amigos.

Cuatro... no hay cuatro.

Tres, las ventanas que tiene mi nuevo apartamento.

Dos, las veces que se ha caído una niña que está aprendiendo a patinar en el parque al que da la ventana por la que miro. 

Una, yo.