viernes, 4 de noviembre de 2016

¡Corre!

Gracias al resfriado me permito un par de días y sus noches de pereza. No estoy acostumbrada a dormir tanto y lo hago, como dice mi madre, a trompicones, cada poco me despierto convencida que hago mal estando dormida a esa hora. Cuando no es la la alarma de derrochar el tiempo, son los sueños los que me espabilan. 

Estoy con mi cuñada, hace frío, pero vemos una película en un cine al aire libre, en una plaza, junto a un monumento que parece una maqueta del edificio Intempo. De vez en cuando nos sobrevuelan aviones. Son manchas oscuras dentro de la oscuridad de la noche. Uno de ellos, muy grande, vuela tan bajo que podemos distinguir las luces que sale de sus ventanillas. Le prestamos atención sólo un instante. Los demás espectadores también lo miran sólo durante un segundo, menos alguien que grita: fuego. Ya nadie mira la pantalla. De la sombra negra que es el avión, escapa una nube densa de humo y naranja por las llamas, como si se tratara de una nube en una puesta de sol. Tardamos en reaccionar, tal vez porque el avión ya ha pasado sobre nosotros y nos creemos a salvo. Pero nos llega una lluvia de gotitas de combustible. Puedo oler el gasolina del avión, tan diferente a la de los coches, siento el frío que produce al evaporarse, el picor en los ojos, el sabor amargo al no poder evitar que se cuele en mi boca... Mi cuñada me coge de la muñeca y pide que corra. Obedezco, aunque al girar la cabeza compruebo que hay objetos ardiendo a pocos metros del suelo. Sé que los vapores del combustible convertirán todo en una enorme bola de fuego y que no podremos escapar a tiempo, y sin embargo, corro. 

Despierto antes de que ocurra el desastre. Mi olfato lleva unos días de vacaciones, pero creo percibir, aún despierta, el olor a combustible de avión. Guille acaba de llegar. Le pregunto si sus sueños tiene olores. Pone cara de duda y luego niega. 

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