lunes, 19 de mayo de 2014

La imperfección de lo perfecto

Es difícil recordar el chirrido que pretendía ser una melodía cuando la música de Hans Zimmer lo invade todo. 


Nos eliminaron cualquier rastro de somnolencia a la intolerable 9 de la madrugada del primer domingo que en mucho, mucho tiempo podíamos dedicar a la pereza y la procreación. ¿A qué hora habré sido concebida yo y dónde? Seguramente que a primera hora de la noche y en una cama de matrimonio (esas no suelen ser cosas que se le pregunten a los padres). Siempre tendemos a imaginar que nuestros procreadores son menos atrevidos y mucho más clásicos que nosotros mismos. Cuando, ya despiertos, comenzábamos a ser conscientes de que por un día podíamos permanecer en la cama sin otra obligación que permitirnos el disfrute de no tener nada que hacer, de la calle llegó la estridencia de unos cánticos religiosos. A mi oído, que desde origen es un instrumento muy basto, sin pulir; sonaba como el chillido de un gato al que le acaban de pisar la cola. Guille se asomó a la azotea. El que se imponía al descanso ajeno, era un sacerdote que, a falta de voz, sobraban los voltios de cuatro altavoces colgados a un carrito semejante al de los helados que se ve en las películas antiguas. Le perseguían muchos fieles, algunas, vestidas de mantillas. Regresaron de forma intermitente a lo largo de toda la mañana. Pasado el mediodía, pensábamos que nos habíamos librado del castigo a nuestros oídos. 

De no ser así, tal vez habríamos persuadido a mi sobrina y su amiga, cuando nos llamaron solicitando quedarse en la casa para poder estudiar para un examen de matemáticas que tenían hoy, que les sería más productivo buscar otro lugar donde intentar dar ese último repaso. La amiga de mi sobrina se llama Blanca. Aún no habríamos podido diferenciarla entre media docena de adolescentes y para ella ya nos habíamos convertido en tito Guille y tita Rebeca (mi sobrina sólo nos llama por nuestros nombres). 

A eso de la media tarde, la estridencia volvió, pero en esta ocasión en forma de la fanfarria de docenas de trompetas, cornetas y tambores. La amiga de mi sobrina sacó de su bolso un par de tapones de algodón y cera y se los incrustó en los oídos. Mi sobrina nos explicó: Blanca tiene un oído perfecto. Es capaz, incluso, de diferenciar las notas de un eructo. Si escucha música desafinada, se pone nerviosa y le duele la cabeza. Por eso no puede disfrutar de las canciones típicas de adolescentes, de las mismas que le gustan tanto a mi sobrina. Nada de Miley Cyrus, ni Selena Gómez, ni Lindsay Lohan... 

2 comentarios:

  1. Cuando joven siempre imaginaba como la mejor hora de procreación, las de la siesta de verano, dentro de una habitación en penumbra, sabiendo un calor tórrido reverberando en las blancas paredes de los pueblos andaluces y extremeños. Pero por una u otra excusa, todo quedaba en eso: En imaginación.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Sí que es buena esa hora, siempre que se desconecte el teléfono. A la hora de la siesta es cuando la mayoría de compañías de Internet que se ofertan por teléfono, suelen bombardear con sus llamadas.

      Eliminar