jueves, 11 de julio de 2013

El enemigo fiel

A Ludovico Pérez se le conocía por El Nieto de El Tuerto desde que su abuelo murió de estreñimiento. El Tuerto, solían abreviar, era un apodo muy contradictorio para quien tenía el ojo más certero de todo el pueblo ante la mira de una escopeta. En sólo un año acabó con las perdices, torcaces, palomas y patos del coto de don Héctor; pero él tardó en darse cuenta porque era poco aficionado a matar seres vivos. Si tampoco le hubiera gustado matar el tiempo, Ludovico y sus hijos jamás se habrían conocido. Uno de los primeros días lluviosos de otoño Héctor-hijo, Isadora, Jacinta y Lorenzo se encontraron frente a un adolescente que parecía un adulto, vestido con un traje del que era dueño alguien mucho peor alimentado que él y empapado de pies a cabeza. Parece que papá nos ha traído una nueva mascota, con estas palabras Lorenzo aprendió que las mascotas pueden romper narices y hacer mucho daño. Desde ese momento Ludovico y Lorenzo prometieron odiarse de por vida, y cualquiera habría podido jurar que lo cumplieron satisfactoriamente. En los meses que compartieron profesor, no se dirigieron la palabra ni compartieron juegos. Era muy diferente con el resto de hermanos: todos tenían algo afín con Ludovico y disfrutaban juntos. Aquellas clases, que pretendía ser un castigo por haber diezmado la diversión de los amigos de don Héctor en su coto, terminó convirtiéndose en un juego para el muchacho y un suplicio para el profesor porque el cerebro de su nuevo alumno era tan árido a cualquier conocimiento abstracto que a menudo se imaginaba abriéndole el cráneo para incrustarle directamente las ideas.

Lorenzo siempre supuso que las catástrofes y cataclismos ocurrían en mitad de la noche, de un temporal o de la más impenetrable de las oscuridades. ¿Quién iba a imaginar que un luminoso día de julio podía apestar a pólvora y amenazar esa monotonía que el muchacho solía maldecir por llenarlo de aburrimiento? Pronto aprendió a añorarla. En cuanto el pueblo fue tomado por los sublevados, los nacionales, como se llamaban ellos; y el padre tuvo que huir a Madrid por culpa de sus tendencias políticas y su hermano mayor apresado y llevado a Sevilla (como si las ideas fueran hereditarias). Lorenzo asistía a cuanto ocurría a su alrededor abrumado. La mayoría de las veces sólo era necesario que un dedo enemigo señalara a una futura víctima y la acusara de traición para que la apresaran y convirtieran en un fantasma del que era imposible conocer el paradero.

A nadie extrañó que Ludovico, acostumbrado a cazar animales, también cazara personas cuando los responsables de la Junta de Defensa Nacional le pusieron un arma en la mano y se lo ordenaron. Era como un sabueso, parecía ser capaz de olfatear el miedo. Entraba en una habitación, echaba una ojeada y señalaba exactamente dónde se escondía el acusado. Era tan efectivo, que tuvieron que contratar al notario del pueblo como juez para que ningún prisionero se pusiera ante el paredón sin la pantomima de un juicio.

Lorenzo apenas ha tenido unos minutos para esconderse entre la paja del granero. Homosexual, es la acusación; el acusador: alguien anónimo. Un antiguo criado corrió los 2 Km que los separa del pueblo para informarles. Isadora quería ocultarlo ante las mismas narices de quienes van a buscarlo, disfrazándolo de niña. El rostro de Lorenzo es tan delicado, imberbe y dulce que no habrían necesitado muchos afeites para el disfraz. Jacinta pensó que el mejor escondite era una de las tinajas de sal de la despensa. Pero no dio tiempo para llevar a cabo ninguno de los planes porque el remoto ronroneo de los motores de los camiones se convirtió en un rugido de inmediato. Distingue con toda nitidez las voces de los sublevados, media docena, y entre ellas, reconoce la de Ludovico a quien le ordenan que examine las caballerizas, pero el muchacho no está acostumbrado a recibir órdenes y exige ocuparse del granero. Le aceptan el capricho. Tarda sólo un minuto en encontrarlo. La horca que hunde en la paja, choca con su muslo y la deja quieta. En un principio Lorenzo piensa que se trata de un reto, para que salga y se enfrenten, luego se da cuenta que en realidad lo está reteniendo, obligándolo a permanecer quieto. Fuera, uno a uno, los compañeros de Ludovico informan del resultado negativo de su búsqueda. Cuando la presión de la horca cesa, Lorenzo teme escuchar el grito de júbilo de su antiguo compañero, por haber encontrado a la presa. Aquí no hay ni una rata, escucha, sin embargo.

Lorenzo nunca supo por qué Ludovico lo salvó. No tuvo oportunidad de preguntárselo. Aquella misma noche sus hermanas lo montaron en un camión que lo llevó a Portugal y de allí voló a Argentina. Sus vidas jamás volvieron a cruzarse.

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