domingo, 11 de marzo de 2012

Sal en la herida

Fue pura casualidad. Estuvimos toda la mañana del sábado comprando. Ninguno tenía ganas de cocinar. Cerca de casa, en la calle Pintor Zuloaga, pasada la calle Alhamar, hay una tienda de comida ya cocinada. A Guille le gusta la paella que hacen ahí y a mí la carne mechada y el bacalao con tomate. Pero ayer tuvimos mala suerte. Ni les quedaba paella, ni carne mechada. La siguiente opción fue ir a un kebab. A Guille no le gusta el que está más cerca de casa. Dice que la ternera está excesivamente reseca y la salsa picante, no pica. La calle Pedro Antonio de Alarcón está plagados de Kebab, y probamos suerte con el primero que encontramos. Ternera sin verdura con mucha salsa picante y sin queso, para Guille; pollo con doble de verdura, para mí. Mientras esperábamos estuvimos hablando del trabajo. No recuerdo exactamente de qué tema. Tras de nosotros había una familia: padre, madre y una hija de unos veintipico años. En un momento dado, el hombre, para vergüenza de la hija, que protestó con un quedo "¡Papá, por favor!" se dirigió a nosotros para pedirnos opinión sobre un problema que tiene en su casa. La hija toca el piano y el vecino de arriba se queja constantemente. Quería saber qué podía hacer. Por supuesto, la respuesta fue insonorizar la habitación. Pero, al parecer, el hombre ya lo había hablado con otros técnicos y ninguno le daba una respuesta apropiada. Nos invitó a ir a su casa cuando pudiéramos (Pagándoles, por supuesto -añadió la hija, que llevaba un rato ruborizada [me solidarizaba con ella: a mí también me daba mucha vergüenza que mi madre hablara con extraños]-). Quedamos para esa misma tarde.

La familia vive en uno de esos pisos muy antiguos, de finales del siglo XIX (aunque teniendo en cuenta que la mayoría de las viviendas del Albayzín son del siglos XV...). A las espaldas de la Plaza de las Paciegas. Un piso señorial, de techos muy altos, pasillos interminables y laberíntico y detalles constructivos de cuando las cosas se hacían con paciencia y por artesanos.

El piano estaba en la "salita de música". Es uno de esos aparatos verticales, aunque bastante moderno, negro, con tantas capas de laca, que te podías ver reflejada en él. El pavimento era de mármol -muy viejo, deteriorado, resquebrajadas la mayoría de las losetas- el techo, una maravilla: una filigrana de dibujos de flores con ramas enlazadas. Lo "retocaban" cada 15 o 20 años porque debía hacerlo una restauradora. De ser otra casa, trasdosado de cartón yeso (Pladur) de esos que ya tienen incluido el aislamiento acústico, y el falso techo; idem. Se habría reducido la habitación unos 20 cm de ancho, otros tantos de largo y unos 40 cm de alto. Pero, a pesar del diminutivo, era una habitación bastante grande. No habría importado. Pero cubrir las filigranas del techo, seguramente habría sido un delito (y no hablando metafóricamente) -se trata de un edificio protegido-.

Subimos al piso de la familia que se encontraba molesta con los ruidos. Imaginamos que la chica aporreaba el piano en lugar de tocarlo. Nos sorprendió ver que el vecino de arriba -viudo-, que vivía solo, en su salón también tenía un piano, pero este de los grandes, de cola. El hombre se negaba rotundamente a que en su piso se realizara ningún tipo de obra. A pesar de afirmársele que lo iban a pagar sus vecinos de abajo y que era para su bienestar (para que dejaran de molestarlo con los ruidos). Proponíamos una tarima flotante sobre lana de roca.

Cuando volvimos a bajar, le preguntamos si a ellos el piano del vecino no les molestaba. En ese momento nos dimos cuenta que, como en casi todas las ocasiones, las supuestas molestias y constante quejas entre los vecinos, suelen tener otro fundamento diferente al de los ruidos. Obtuvimos tres versiones de una misma historia:

-La de los vecinos de abajo: El señor quejoso tenía una hija de la misma edad que la chica que tocaba el piano. Eran amigas. Empezaron a tocar a la vez, pero a la niña de arriba no le gustaba, sobre todo porque los padres la tenían asfixiada con el colegio -exigiéndole buenas notas y obligándola a ensayar día y noche-. La esposa murió cuando la niña tenía unos 16 años y el padre se volvió tan estricto que ni siquiera dejaba salir a la hija a dar un paseo. Tocar y tocar e ir al colegio. Un día se cansó e intentó cortarse los tendones de la mano izquierda. No lo logró. Cuando la niña tuvo edad, dejó al padre y se fue a Valencia a trabajar de bailarina de estriptis.

-La versión del vecino molesto con los ruidos: Su hija había sido echada por el maldito piano de los vecinos de abajo porque ella había tenido un accidente y no podía tocar.

-La versión del jefe de la comunidad (quien nos acompañó al palomar del bloque de piso, donde podíamos ver la composición de los forjado, por si podíamos inyectar poliestireno expandido): El padre de la chica huida se había vuelto muy posesivo cuando enviudó, tanto que hizo que la chica rompiera con su novio. En cuanto la niña fue mayor de edad, salió corriendo de la casa. Ahora trabaja de cajera en un supermercado de Valencia y eventualmente de go-go en alguna discoteca.

La chica del piano toca muy bien. Está en cuarto de carrera. Es un placer escucharla. En el piso de arriba en ningún momento se sobre pasaban los 45 dB -el límite en horario diurno es de 60dB-. Aún así, estos señores tenían el deseo de complacer a su vecino y Guille trajo de una de las últimas obras que hemos tenido unos trozos de pavimento de corcho artificial, se utiliza para  insonorizar las habitaciones donde hay maquinaria muy ruidosas. Lo pusimos en el suelo, a modo de silen-block, bajo el piano, y en la pared. El castigo del vecino de arriba se amortiguó un poco con este remedio, aunque con toda seguridad seguirá quejándose. 

2 comentarios:

  1. .
    Muy buena historia, BeKá.
    Tengo cerca el caso parecido de unos amigos que obligan a su hija a tocar la flauta en un Conservatorio. Espero de todo corazón que cuando esa hija cumpla 18 años les meta la flauta por el culo al papá y a la mamá. Un rato a cada uno.

    :-(

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  2. Muchos padres intentan satisfacer en los hijos los propios gustos y las frustraciones que arrastran desde, tal vez, la infancia.

    Mi sobreinilla tiene moto desde los tres años. Primero fue un quard y luego una moto a gas. Por fortuna no se lo han intentado imponer, se da algún que otro paseo los fines de semana. La niña ha salido pija y prefiere montar a caballo. (Una moto, a forma de supositorio, habría sido mucho más dolorosa que una flauta).

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