viernes, 9 de marzo de 2012

El Buitre y la paloma

El trabajo me ha impedido leer durante casi dos semanas. Recupero el libro que tenía entre las manos: Los fantasmas de Edimburgo. Es un libro muy divertido, te partes de risa, muy gamberro. De repente el protagonista, Luis Miguel Ortiz, me hace recordar a alguien que, sin pretenderlo, hizo que mi vida cambiara drásticamente, y con casi toda seguridad, muy a pesar de él, logró que no me hundiera como muchos de mis compañeros debido a la crisis. El nombre de este sujeto es Roberto. Habíamos coincidido en algunas clases. Él había empezado tres o cuatro años antes que yo, aunque terminamos a la par. Su justificación, en lugar de pensar que yo me había "partido el culo" estudiando -como dicen mis hermanos-, que las mujeres lo teníamos mucho más fácil. Nos poníamos una minifalda, soltábamos cuatro lágrimas cuando nos suspendían y el examen con mala nota se volvía de repente un aprobado (lástima que me enterara de este truco a posteriori, las de noches de estudio e insomnio que me habría ahorrado).

Mi segundo trabajo importante, después de la terminar la carrera, fue en un estudio de arquitectura no muy grande de Granada. No muy grande por el personal que en él trabajaba, en realidad el estudio, ubicado en un piso de la calle Alhamar, tenía más de 250 m².  Derroche de superficie teniendo en cuenta que en un principio sólo estábamos el arquitecto titular, y yo. El arquitecto titular había decidido tomarse un año sabático. Cuando volvió se encontró con que todos sus antiguos "empleados" -en realidad autónomos que trabajaban para él- se habían dispersado e ido a otros estudios de arquitectura. Tuve mucha suerte. El trabajo estaba a menos de 100 metros de mi casa y tenía plena libertad para hacer las cosas a mi manera. 

Casi de inmediato mi jefe se dio cuenta que hacía falta más personal. Consiguió atraer a una aparejadora, Paloma, que ya había trabajado antes para él. Al principio me pareció una señora muy obtusa, excesivamente callada y nada amable. Pero, después de conocerla un poquito, comprendí que estaba completamente equivocada. En realidad era todo lo contrario. Muchas de las cosas que sé de AutoCad (programa para dibujar), y sobre todo de Presto (un programa de mediciones) se lo debo a ella. 

Las dos trabajando a tope durante nueve horas al día, cinco días a la semana, no dábamos abasto. Era evidente que se necesitaba más personal. Y tuvimos la mala suerte que mi antiguo compañero de la facultad, Roberto, era del mismo pueblo de Jaén que mi jefe, dato que prevaleció incluso por encima de otros currículum vítae realmente imponentes, de gente con muchos años de experiencia o conocimientos.

Quien más horas estaba en el estudio era la aparejadora. Era comprensible que fuera a ella a quien le informara de los trabajos que cada uno de nosotros debía realizar. Al menos los demás -también contrataron a otro aparejador- lo veíamos normal. 

A menudo las cosas ocurren ante tus narices, y no te das cuenta. Yo creía que todo iba perfectamente en el estudio. Que éramos un grupo bastante homogéneo que nos llevábamos bien. Cada uno con sus atribuciones, satisfechos, felices. Un día me encontré a la limpiadora en el portal. Subimos hablando. Ella entraba por otra puerta al piso, una que daba directamente a la cocina. Entré con ella. Paloma y Roberto ya habían llegado. El pasillo desde la cocina a la sala donde trabajábamos era interminable. Y mientras me acercaba los escuché hablar. En realidad sólo lo hacía Roberto, y con un tono de voz tan elevado, que se podría considerar gritos. "No lo hago por que no me sale de los cojones, estúpida". Al principio supuse que había oído mal. Imaginé que Roberto le estaba relatando algún suceso a Paloma. El silencio brusco de Roberto cuando me escuchó y la expresión de la cara de Paloma, me hicieron comprender que no había habido malentendido. 

Cometí el error de querer ser discreta y no dije nada. La tormenta estalló en agosto, pocos días antes de volver de vacaciones, aunque yo no lo supe hasta el uno de septiembre, cuando volví y no encontré a Paloma y sí a Roberto, sentado a la mesa del jefe. Tenía permiso para ocupar el despacho del jefe los lunes y miércoles, que él estaba de visita de obras. Fue todo tan absurdo y fuera de lugar, que ahora sólo me cabe reír. Pero esos días se derramaron muchas lágrimas. 

Roberto había coincidido con el jefe pocos días antes de acabar las vacaciones en el pueblo natal de ambos. No sé exactamente qué le dijo, pero consiguió que le contara a Paloma el rollo de que había disminuido la carga de trabajo y ya no la necesitaban. Aquél primer día, en su papel de semi jefe, Roberto echó una bronca al aparejador que quedaba, por llegar tarde -cuando en realidad había estado visitando obras-. El aparejador lo mandó a la mierda y esa misma mañana dejó el trabajo por voluntad propia. En aquella época, el trabajo en la construcción abundaba. 

Cinco días después era yo quien abandonaba el barco. Tenía varias razones para hacerlo. Quería seguir avanzando, me habían ofrecido un trabajo en Barcelona, acaba de romper con mi novio de entonces, había hablado con Paloma y, incluso descontando las exageraciones, comprendí el tipo de calaña que era Roberto, y no quería trabajar con alguien con la conciencia de un ladrillo. 

Me gustaría terminar diciendo que Roberto ahora trabaja en Tele-pizza o algo parecido, pero en realidad la justicia divina sólo se da en las películas y las novelas. Ahora trabaja como arquitecto municipal en su pueblo natal. Para mí sólo es un fantasma que ni siquiera habita mi memoria y del que no me habría acordado de no ser tan parecido al protagonista de la novela que en estos momentos leo. 


2 comentarios:

  1. .
    ¡AutoCAD! Mi dueño y señor, y yo su esclavo. Y pensar que comencé con un tiralíneas, BeKá :-)))))

    Me alegra una barbaridad que 'Los fantasmas...' te sigan divirtiendo y te hayan dado pie para redactar esta entrada.

    Buen finde.

    :-)

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  2. A nosotros en la facultad nos obligaban a dibujar con estilógrafos y paralé. Qué asquerosidad cuando había que llenarlos de tinta china. Y lo peor, cuando te olvidabas de limpiarlos durante una época en la que no los utilizabas y terminaban estropeados por secárseles la tinta dentro. Sobre los de punta más fina, que solían ser también los más caros.

    Los Fantasmas de Edimburgo me está gustando mucho. Como dijiste, es un libro muy gamberro, también muy dinámico.

    Idem (con lo del fin de semana)

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