jueves, 22 de marzo de 2012

Los castillos de la hierba

Cuando lo conocí pensé que, simplemente, era alguien bastante fantasioso que apestaba por culpa del tabaco barato que fumaba (barato, porque tenía que liarse los cigarrillos cuyo humo hediondo le gustaba arrojar a la cara de quien tuviera cerca). Mis hermanos, que siempre eran tranquilos y no se metían con nadie, lo amenazaban con meterle todas las bolas del billar por el culo si me lo hacía a mí (billar americano). Se llama Dani. Aún se llama Dani, aunque ya le vaticinaban un futuro muy breve cuando su vida apenas había comenzado. Le gustaba contar cosas extravagantes, como que era el hijo natural del Rey y que su padre adoptivo -el único que le conocíamos y que tenía una versión añosa de su misma cara, un sargento primero que vivía en la casa contigua a la nuestra- tenía un yate en Puerto Banús y que nos daría un paseo si a él le daba la gana. Los días de lluvia, en los que no nos dejaban salir porque tendíamos a ir a un terreno de arcilla amarilla muy resbaladiza (siempre terminábamos con la ropa muy sucia y alguna que otra brecha), era muy divertido escucharlo.

La presencia de Dani ha sido intermitente a lo largo de los años. A veces sólo fueron flashes de información: Dani expulsado del instituto por pegarle a un profesor, Dani hospitalizado por tener hepatitis, Dani interno en Campillos (un colegio para niños conflictivos muy famoso en Andalucía que yo siempre imaginé como el colegio militar de La Ciudad y los Perros). Ahora Dani, después de haber pasado por uno de esos centros de desintoxicación regidos por religiosos, predica la palabra de Dios (va con una biblia bajo el brazo y le habla de Dios a todo el que quiera escucharlo, o no quiera pero no sepa evitarlo). ¡Él, que siempre andaba soltando improperios contra Dios! Me pregunto si es ético que se aprovechen de los momentos más bajos y el momento de mayor debilidad de una persona para aleccionarlo a una causa que puede que no sea compartida por quien ha sido manipulado. 

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