domingo, 18 de marzo de 2012

El oso disecado con la bandeja en las zarpas

Es curioso, siempre considero como mi casa familiar la del Destacamento de Aviación que está cerca del pueblo Bobadilla Estación, en Málaga, aunque en ella no viví mucho tiempo, desde mi nacimiento, hasta los 10 años. La puedo describir con todo detalle, al menos como quedó reflejada en mi memoria: el porche con sus dos enormes sillones hechos por los soldados con las cajas de las bombas, la chimenea en la sala de estar, la antigualla de teléfono, de baquelita negra, que había en el salón de todas las casas, porque todas las casas eran más o menos iguales; en el patio había una morera que se veía desde la ventana de mi habitación, en una ocasión que tuve fiebre muy alta por una insolación, se llenó de pitufos rosas. 

En la casa, por diferentes compromisos con la familia, principalmente rama materna, o amigos, tuvimos  objetos bastante extraños. El más raro creo que fue una armadura hecha con las chapas de las latas de refrescos sobre un maniquí -imagino que robado del escaparate de alguna tienda-. Uno de los primos de mi madre, que tenía alma de bohemio y artista, pero nada de arte,  cayó en un pozo sin fondo de miseria y toda la familia quiso salvarlo pero sin herir su orgullo: le compraron aquella monstruosidad. Eso ocurrió antes de mi nacimiento. Pero aún rondaba por la casa cuando yo tenía capacidad para recordar las cosas. Estaba escondida en uno de los cobertizos del patio, bajo una bolsa para la basura industrial. Lo sacaban cada vez que nos visitaba alguien de la familia relacionada con el primo-bohemio-artista y lo plantaban junto a la entrada. Un invierno quise utilizarla como juguete y nadie me lo impidió. Me coloqué la armadura -bueno, parte, me quedaba enorme porque era tamaño adulto- y me convertí en Juana de Arco -en el colegio nos habían puesto la película-. En verano, cuando mis ropas dejaron de ser gruesas y llevaba los brazos desnudos, el juguete armadura me hizo pequeños cortes, mi madre se enfureció -se le ocurrió que me podría haber seccionado la yugular por su falta de conciencia- y fue directamente a la basura. El maniquí acabó en la galería de tiro. Terminó destrozado, pero poco a poco. Con cada tiro el maniquí caía al suelo. Durante un tiempo sirvió para que la gente jugara a tirarlo de un disparo lo más lejos posible. Y cuando estuvo lo suficientemente destrozado, fue utilizado para que la gente apostara a ver quién le arrancaba el trozo más grande.

Otro objeto raro, origen del mismo autor,  fue un cuadro tipo Marilyn Monre de Andy Warhol, pero con el rostro agonizante del dictador Francisco Franco. Era una monstruosidad (por el tamaño y por el contenido) y, por supuesto, no estuvo colgado ni un día en el salón. Un día quisimos utilizarlo como camilla en nuestros juegos y se hizo añicos bajo nuestro peso. 

Mi padre, cuando aún estaba bien de salud, cada cinco o seis meses, solía ser instructor -los que le enseñan lo elemental a los reclutas-. El padre taxidermista de un soldado conflictivo le regaló al mío un par de tórtolas disecadas. Tenía una base de cemento blanco pintado de color marrón, como si fuera barro, hierba artificial y los dos bichos con pose tranquila, aunque ambos con los ojos rojos. Eso fue al inicio de la instrucción. Cuando el soldado se licenció sin que lo hubieran metido en el calabozo ni una vez, el hombre volvió a aparecer con otro regalo. En esta ocasión fue un águila o un halcón -mis hermanos discrepan y yo no sabría ni siquiera ahora diferenciar uno del otro; en cualquier caso, sospecho que haber matado a alguno de esos dos bichos, sería delito-. Estuvo dos o tres días detrás del sofá. Era enorme, el pájaro tenía las alas extendidas y un conejo entre las garras. Si mal no recuerdo, un soporte que lo sodomizaba, le dejaba las extremidades libres. Daba la sensación de que estaba en pleno vuelo. Cuando ya estábamos en plena logística de cómo llevarlo al vertedero, el capitán del Destacamento lo vio y le entusiasmó. Nos ahorró un viaje y la evidencia de ser desagradecidos por tirar un regalo apenas cuando lo habíamos recibido. Las tórtolas, con la excusa de estar taladradas por las polillas -ni siquiera sé si era verdad- fueron metidas en una bolsa de plástico y arrojadas al carro de la basura. (Sí, carro -y no estoy utilizando la acepción americana de coche. Se trataba de un carro, un cajón metálico con dos ruedas tirado por un burro y guiado por alguien aún más burro: un soldado que había sido castigado por no poder aprender algo muy sencillo). 

El oso disecado con una bandeja en las manos, y que me ha hecho recordar, primero las tórtolas y el águila -o halcón- y luego el "arte" del primo de mi madre, estaba en la casa alemana de los Mann. Cuando toda la familia tuvo que huir de Alemania en 1933 por el ascenso de Hitler al poder, las pertenencias de los Mann que no habían podido, ni habían dejado, llevarse con ellos, fueron subastadas, entre ellas el oso con la bandeja en las manos. Muchos años después de ocurrir esto, en el año 2001, mientras se rodaba un documental alemán de la biografía de la familia de intelectuales, la hija menos Elisabet Mann Borgese, reconoció en una tienda el oso que había sido de su familia. No lo reclamó, ni creo que tuviera intención de hacerlo, pero, si lo hubiera querido, ¿qué habría dicho un juez? Y, si un palestino reclamara en el Tribunal Internacional de La Haya (y éste fuera realmente imparcial) su casa que ha quedado en "Los territorios ocupados" ¿qué dirían?

2 comentarios:

  1. .
    Jajajajajajaja. Total lo de la decoración taxidérmica, BeKá.

    Me gusta leer tu blog porque es un blog-blog; un diario abierto sin mayores complicaciones.

    :-)

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  2. :( Qué forma de llamarme simple (es broma). La decoración de los bichos muertos no era nada comparada con la decoración bélica del patio: los maceteros eran las carcasas de bombas gigantescas, pintadas con vivos colores patrios (amarillas y rojas)
    :-)

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