viernes, 4 de octubre de 2013

El nombre oculto de María

Ojalá la cera de sus orejas se convierta en pegamento y se les queden incrustadas en la toca cuando se la quite... Ojalá descubra lo que es fornicar y no se pueda sentar en una semana... Ojalá se le rompa el elástico de las bragas y se le caigan cuando vuelva de comulgar... Por la monja sargento del internado sentíamos un cariño directamente proporcional al respeto que ella nos demostraba. Cuando nos hacía llorar a alguna, solía ocurrir casi todos los días, nos desahogábamos inventándonos maldiciones, a cuál más cruel e imposible. Se llamaba sor María, pero por alguna extraña razón celebraba su onomástica el 4 de octubre (recuerdo la fecha porque también es el santo de mi madre). Le hacían una tarta, siempre la misma, con bizcochos, merengue, almendras, gelatina de naranja y alguna clase de licor que la volvía muy amarga y nos servía a las menos golosas como excusa para no comer un trozo. No era buena con nosotras, pero sí  inmejorable enseñando. Tanto, que es una de las pocas profesoras que podemos relacionar lo aprendido con su nombre. Como sor María nos decía... como sor María nos enseñó... como sor María nos pedía que recordáramos... La mayoría del resto de profesoras y monjas se han solidificado como una sola persona en la memoria. Ella sigue guardando su individualidad.



Supongo que hoy, tal vez ya jubilada, sor María estará celebrando su santo y sus compañeras habrán podido contemplar por primera vez en mucho tiempo la sonrisa que solía aflorar en sus labios en cuanto saboreaba el primer bocado de tarta. 

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