sábado, 5 de octubre de 2013

De lo inmenso a lo insignificante

Estoy impartiendo un curso de AutoCad a algunos compañeros. Antes nos pagaba el COA de Granada, ahora, supuestamente, se hace de forma desinteresada. Pero nada es desinteresado. De todo se saca algún provecho, de lo contrario no se haría. La necesidad de llenar el tiempo que ha quedado vacío y querer sentirme útil. El otro día me preguntaban cuáles eran los límites del espacio en el programa. Les dije que no tenía, que era como el universo. Aunque estoy convencida que no es así. Seguro que existe un número limitado de dígitos para definir las coordenadas X, Y y Z. Tengo ante las narices un espacio ficticio bastante parecido al real respecto a los límites y, sin embargo, me es muy complicado hacerme una idea de lo ilimitado del universo. ¿Qué hay ahí fuera? Me asfixia la idea de ese espacio infinito sin límites; resulta claustrofóbico. 

¿A dónde habría llegado el hombre sin la curiosidad? Lo inventado sería consecuencia del azar, no del discurrir. Pero, por existir la curiosidad también existe la pereza. Colapsaríamos si no. No sabríamos ponerle fin a nuestro trabajo sin la pereza, porque a menudo el cansancio no es suficiente y seguimos ante la pantalla del ordenador, o corriendo o pensando a pesar de las señales que nos proporciona el cuerpo para que paremos. 

Ahora mismo la pereza me hace escribir desde el sofá, en el netbook, con la ventana abierta, aunque debería cerrarla porque comienza a hacer frío si el cuerpo permanece pasivo, y porque se escucha el aullido lastimero de un perro al que han dejado encerrado en un balcón y ahoga las notas de la música de Yann Tiersen. También se puede disfrutar de la pereza. Siento las piernas muy pesadas, aplastadas contra la blandura de los cojines. Cualquier día a estas horas ya habría fregado los platos de la comida y estaría repasando las fichas que me preparo para las clases. Pero hoy que no hay clase, puedo permitirme aplazarlo todo, hasta que se me agote la pereza.


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