sábado, 26 de septiembre de 2015

La Amante (Historieta) - 3ª Parte

Cómo lamentaba Leutfrida no tener en el pueblo una amiga con la que poder alardear del interés que sus vecinos habían demostrado por ella. Las lágrimas tras el primer encuentro también fueron de vergüenza por haberse comportado como una tonta. La presencia de Toni le imponía tanto que apenas pudo balbucear algunas palabras coherentes. ¿Crees en esas fantasías, niña?, le había preguntado Alicia señalando con su dedo huesudo y arrugado un crucifijo que llevaba colgado al cuelo. Leutfrida susurró un sí sin mucha convicción, creyendo que la anciana esperaba otra respuesta. Sus demás contestaciones fueron aún menos precisas y claras. Y sin embargo, a pesar de su torpeza, había despertado el interés de sus anfitriones. Como pudo averiguar en las siguientes visitas, más el de Alicia que el de Toni, quien sólo era una sombra que se movía silencioso por habitaciones recónditas de la casa y se dejaba ver de tarde en tarde. Aunque si decidía nadar un rato, a Alicia le gustaba sentarse a la mesa de hierro forjado que había junto a la piscina, para poder contemplarlo. Aunque el hombre estaba a pocos metros y nada impedía ser escuchada, la anciana detallaba el placer que sentía al contemplar el cuerpo de su marido, tan joven y hermoso. Al principio sólo hizo comentarios sobre su musculatura, en cuanto la mujer supo que Leutfrida no se alarmaba con facilidad, entre susurros, como si fuera una confidencia, le dio a conocer la suavidad del hilillo del vello púbico que descendía desde su ombligo a la goma del bañador, y la dureza de sus nalgas, que eran como las de una estatua de mármol recalentada por el sol. Por lo general sus conversaciones eran mucho menos libidinosas; inocuas, en realidad, inofensivas como las de una colegiala. A menudo sólo era un monólogo de Leutfrida. La anciana la incitaba a hablar, le pedía que le contara cosas de su familia, de sus padres. Otras, a que le diera su opinión sobre Toni o ella. Como Alicia no lo desmintió, Leutfrida creyó que estaba en lo cierto cuando supuso que la anciana había sido una librera rica y que después de jubilarse se había quedado con todos los libros que no pudu vender. En la casa los había hasta en los cuartos de baño. A veces la niña no podía esconder del todo su lado asilvestrado, era cuando más divertía a su anfitriona. Recordaba con ternura las palabras de reproche que le dedicó al imaginar la soledad de Toni cuando ella muriera. Sé que Toni me quiere, y que necesitará unos meses o un año para olvidarme, pero ya lo tengo todo planeado. Cuando yo no esté, alguien lo tendrá tan ocupado que no tendrá tiempo para llorar.

Un día en el que corría solano, ya próximo a la partida de la joven, el viento llegó cargado de humedad, calor y palabras. Fue la primera mañana que amaneció sin el persistente e irregular sonido de una máquina de escribir. Tac-tac-tac-tac-tac... a veces el golpeteo de las teclas parecía una metralleta; otras, tac... tac... tac... el perezoso goteo de un grifo estropeado en mitad de la noche. Era la voz de Alicia y sus palabras leídas. Aunque nadie se lo advirtió, esa tarde Leutfrida se quedó en casa, intentando distinguir alguna de las frases pronunciadas por su amiga. Si hubiera impuesto su presencia con la visita cotidiana, sólo habría interrumpido. Con la última hora de la tarde, llegó la penumbra a las habitaciones. La oscuridad convirtió en un enorme espejo las vidrieras del salón de la casa grande, reflejaba con nitidez lo que ocurría en la piscina de la casa. Leutfrida, encerrada en su dormitorio, creía ver una película en el cine. Toni era el paciente oyente. Ocupaban la misma mesa a la que ellas se solían sentar para verlo nadar. La lectura de un tocho del tamaño de una caja de zapatos, le llevó todo el día. Al concluir, Toni besó las manos de su mujer, y la boca, un beso prolongado que le recorrió el cuello y descendió a los pechos mustios, liberados del bañador. Alicia, con la agilidad de una adolescente, se había enroscado a la cintura de su marido. Soportó las embestidas masculinas hasta que las reacciones de su cuerpo se impuso y después de sufrir varios espasmos, su espalda se arqueó como la de una endemoniada a la vez que emitía un profundo jadeo de satisfacción.

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