domingo, 18 de diciembre de 2016

Una bola de nieve

Recuerdo que cuando mi perra de la infancia tenía miedo por culpa de los cohetes, se enroscaba entre mis piernas y mendigaba unas caricias. Era el único momento que requería atención. El resto del tiempo iba a su bola. Si alguien osaba pasarle la mano por el lomo en cualquier otro momento fuera de esos que sentía pánico, giraba la cabeza y miraba altiva, como preguntando: ¿qué diablos haces? Algunos no se daban por enterados y la perra enseñaba los dientes y gruñía. Estoy convencida que mi mascota de la infancia nos entendía mejor ella a nosotros que nosotros a ella. Si alguno de mis hermanos gritaba Vamos a mear, ella corría a su lado. Si alguien decía Baño, se escondía en el patio porque era un poco enemiga del champú y el agua. Si la palabra era Comida, ella salía escopetada y saltaba alrededor de quien tenía su plato hasta que se lo llenaban con las sobras. Hace poco hicieron un estudio asegurando que los perros entienden algunas palabras. Ese estudio es tan innecesario como otro que asegurara que si te das un martillazo en el dedo, duele. 

La semana pasada, durante el puente de la  Constitución, estuvimos en un pueblo de las Alpujarras. Guille acarició a un perro que encontramos en uno de nuestros interminables paseos, y el animal nos siguió a distancia durante kilómetros. Pertenecía a una familia que había estado en nuestra misma cabaña durante el fin de semana. Subieron en dos coches, al bajar, creyeron que el perro iba en el otro. Sólo al llegar a Granada se dieron cuenta que no iba en ninguno. 

Durante prácticamente una semana ha sido un ovillo en uno de los rincones del estudio, sobre una manta vieja. Apenas se ha movido. Aunque la dueña nos aseguró por teléfono que le encantaba el jamón york, sólo lo aceptaba si se lo poníamos en su plato. Era como si el animal comprendiera que estaba de visita y no quisiera molestar. 

En cuanto vio a sus dueños utilizó toda la energía que había estado acumulando durante días. Dio saltos, les lamió las manos, correteó de un lado para otro. Antes de marcharse, cuando estaba delante del ascensor, volvió hasta mí, me olisqueó las manos y regresó con sus dueños. Creo que fue un gracias. Ahora levanto la cabeza y busco el ovillo de pelaje blanco junto al rincón del estudio sin encontrarlo. Qué fácil es encariñarse con los animales. 

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