martes, 3 de noviembre de 2015

El gran salto (historieta) - Primera parte

Era capaz de dormir con la alarma de media docena de despertadores sonando a su alrededor. Su cerebro había aprendido a ignorarlos. El padre de Loli se desternillaba de risa: Te despierta el pedo de una mosca pero eres inmune a este estruendo. Loli agradecía que su padre la despertara con un beso, las mejillas recién afeitadas, suaves, blanditas porque comenzaba a recuperar peso, apestando a un after shave que ya apenas se comercializaba, pero lo seguía utilizando, aunque tenía que recorrer media ciudad para encontrarlo, porque era el que le gustaba a su esposa. Creía que cambiar de marca era una muestra de deslealtad a ella -una más, después de haber permitido que las voluntarias de la parroquia se llevaran toda su ropa-. 

¿Rosa o negros? La dependienta de la zapatería intentó convencerla para que escogiera los negros: Va con todo y son más sufridos. Dolores optó por los rosa. Las cinchas de los tobillos parecían dedos humanos engarfiados que se los apretaban. Le gustaba esa sensación de opresión. Aunque el rosa no combinaba con el marrón de su falda, se los dejó puesto. Los iba a necesitar al final del día. Después de toda una eternidad utilizando tacones, los primeros pasos que dio con sus botines nuevos le hizo sentirse ligera, ingrávida, capaz de alcanzar con un solo salto el manto compacto y gris con el que había amanecido el cielo. Los días nublados hacían sentir bien a Dolores, eufórica. Incluso en pleno invierno los cielos solían ser brillantes y luminosos, y a Dolores le gustaban las novedades.

La bolsa con la caja de los botines y los zapatos con los que había llegado hasta la tienda, aún en muy buen estado, fueron engullidos por un contenedor de ropa usada. Habría sido un engorro arrastrarlos con ella. Sobre todo a clase, donde los obligaban a usar unas sillas con tableros incorporadas tan pequeñas que parecían destinadas a parvularios. El gordo Guzmán no cabía en ellas y le permitían sentarse en el alféizar de la ventana. A Dolores le daba pena el gordo Guzmán: los días de mucho frío el vidrio exhalaba una temperatura tan gélida, como de cámara frigorífica, que pintaba de azul sus labios y de nada servía la calefacción que encendía las mejillas de los demás y manchaba de sudor la camisa del profesor. El día que Dolores se atrevió a decirle que el sudor había dibujado la cara de un payaso en su espalda y recorrió la forma con su dedo para hacerle comprender a qué se refería, don Humberto comenzó a llamarla Lolita. Era una broma inocente entre los dos que nadie más parecía captar; aunque Dolores se preguntaba si su profesor pensaba en ella alguna vez cuando hacía el amor con su mujer. De haberse atrevido a interrogarlo, habría tenido una respuesta negativa porque hacía siglos que la pareja no mantenía relaciones sexuales.

Comenzó a llover pasada la media mañana, poco antes de terminar las clases. Primero gotitas ingrávidas que parecían copos de nieve al contraluz de las farolas del patio, encendidas de forma automática porque se había oscurecido tanto que parecía el comienzo del anochecer; luego de forma torrencial y con viento, con tanta furia que los vidrios de los viejos ventanales, repiqueteaban, holgados en sus prisiones.

Los compañeros de Dolores salieron en estampida en cuanto el timbre sonó. Ella esperó hasta ver a don Humberto ser engullido por el edificio de los despacho de los profesores, para seguirle. Estaba al otro lado del patio. Podría haber ido por los soportales, pero prefirió atravesarlo y empaparse. Su ropa y pelo goteaban. La tela blanca de su camisa se volvió transparente al adherirse a la piel. Desvelaba la oscuridad de sus pezones, erizados por el frío. Era la hora de la tutoría, a don Humberto no le extrañó que Dolores estuviera allí. Era una de sus mejores alumnas, una de las que más interés ponía en las clases, la que más preguntas solía hacer. Tardó en mirarla porque toda su atención estaba puesta en un mensaje telefónico; luego, durante unos segundos, no supo cómo reaccionar. Estás empapada, dijo. Llueve, fue la escueta respuesta. Del baño cogió una toalla y se la tendió; pero Lolita lo invitó a que lo hiciera él. El nerviosismo se disfrazó de torpeza y la toalla cayó al suelo; ya no fue necesario recogerla; podía dejar de fingir. Uno de los muslos de Lolita estaba entre los suyos, notando la evidencia de su excitación. Antes de que se la metiera en la boca, don Humberto le hizo saber que no necesitaba hacer eso para aprobar, que sus notas eran muy buenas. Obtuvo como respuesta una carcajada. Se corrió en las profundidades de la boca femenina casi de inmediato. La condición de matemático de don Humberto lo obligaba a contabilizar hechos. En su listado mental apuntó: 3 de noviembre, primer día que una mujer bebe mi semen. También pensó, mientras se reflejaba en el espejo del baño, que probablemente era el primer día que lo humillarían públicamente. Quizá colgara lo ocurrido en Youtube o lo denunciara, porque no era comprensible que una criatura como Lolita sintiera algún interés por él: su propia mujer admitía que su único atractivo estaba en su nómina fija. 

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