lunes, 23 de diciembre de 2013

Cuento de Navidad - La cena

El calor del fuego, el suave chisporroteo de la madera al arder y las anaranjadas luces temblorosas de las que se llena la penumbra más cercana a la chimenea, sumen a doña Pascuala en un agradable sopor del que no quisiera salir jamás. La somnolencia le arrebata parte de los sentidos y hace que funcione su imaginación. Cierra los ojos y se ve sobre el escenario de un garito de jazz, con todas las arrobas de su orondo cuerpo embutidas en un traje lleno de lentejuelas y calzando los zapatos de tacón más altos que ha visto jamás y que le facilitan un contoneo que puede confundirse con un baile estático.  La voz, en su ensoñación, doña Pascuala la toma prestada de Ella Fitzgerald porque en la realidad canta como un sapo dando arcadas.

Si la condensación del vapor en los vidrios de las ventanas no los llenara de lagrimones y en el exterior hubiera alguna luz más que la del cielo blanqueado por la nieve que aún no había caído, doña Pascuala habría podido comprobar que las huellas de quienes se habían marchado después de cenar, ya habían desaparecido bajo una gruesa capa blanca. Pero a la mujer le trae sin cuidado lo que ocurre fuera de los límites de los muros de su vivienda, incluso le es completamente indiferente lo que pasa al otro lado de su imaginación. Sube al dormitorio con los ojos entornados, como si abrirlos hiciera peligrar, al igual que una pompa de jabón ante el mínimo roce, la fantasía de estar sobre un escenario y cantar Summertime a un público que bebe, fuma y la mira con deseo, porque a las cantantes de jazz, aunque sean gordas y de piel insulsa, se las desea por su voz.



Por primera vez en muchos, muchos años, doña Pascuala tiene la cama para ella sola. Como si estuviera sobre un lecho de nieve, abre y cierra los brazos y las piernas extendidas; dibuja en las sábanas la figura de un ángel. Sonríe, gorjea con una risita infantil que nadie escucha porque, exceptuando al esmirriado Nicomedes que dormita en su pocilga, nadie más hay en la enorme casa. Le parece increíble que pocas horas antes le faltara sólo una insignificante contradicción más para estar a punto de sufrir un ataque de nervios. Nicolás, cuyo mayor defecto era forzar la generosidad ajena y llevarse todo el mérito del regalo realizado, llegó a media mañana advirtiendo que para la cena de Nochebuena tenían una docena y media de invitados no previstos. La sensatez se impuso al cabreo inicial. La despensa prácticamente vacía, las tiendas cerradas ya y muy pocas horas para preparar algo mínimamente decente. Doña Pascuala sacó la conclusión de que no les quedaba otra que comerse al desdichado Nicomedes. No tenía mucha chicha, pero al menos entretendrían el diente mondando los huesos. A Nicolás, acostumbrado a cuidar su figura con un sedentarismo sin treguas, su esposa sólo le pidió que colaborara en la cena dando caza al gorrino. Demasiado esfuerzo para quien jadeaba al ir del dormitorio al baño. Antes de poder posar las manos sobre el escuchimizado lomo del animal, Nicolás, después de estrujarse la parte izquierda del pecho con los dedos engarfiados y un gesto de dolor que no terminaba de cubrir la barba blanca, cayó de bruces sobre el hediondo suelo de la cochiquera y antes de que su ridículo traje rojo terminara enfangado, el hombre ya había pasado a formar parte de las cosas inanimadas de este mundo.

La cena fue un éxito: riñones al jerez, criadillas rebosadas, asaduras con patatas, chuletones, puchero con pringue, lengua estofada, pastel de carne... Todos comieron hasta el hartazgo y cuando terminaron, doña Pascuala les rogó que se llevaran las sobras porque eran excesivas para ella sola.

Por un segundo la mujer siente una punzada de pesadumbre: la primera vez que Nicolás colabora de forma activa en uno de sus desinteresados arrebatos de generosidad, y nadie se lo ha agradecido; pero de inmediato se le pasa la tristeza, cierra los ojos y se imagina en el mismo garito de jazz que antes, ahora susurra con voz melosa Cry Me a River, aunque sus ojos permanecen secos y en sus labios hay una sonrisilla de alegre esperanza.

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