Hay un libro de Antonio Muñoz Molina que me gusta mucho: Plenilunio. Casi de inmediato sabemos quién es el asesino de una niña violada porque escuchamos sus pensamientos, los rumia lleno de odio, mientras que su comportamiento es el de un hijo ejemplar y el de un pescadero afable.
Tengo la imperfección de la impuntualidad por defecto: llego a los lugares demasiado pronto. Me preocupa hacer esperar a la gente. Pero a las reuniones con los abogados de Guille la invención de problemas con el metro se hizo asidua. Me esforzaba por llegar tarde. Temía encontrar a Guille a la entrada del despacho de los abogados, y no sólo por tener que intercambiar unas palabras con quien se había convertido en un completo extraño. En realidad era pavor. En la segunda reunión, Guille vomitó, lanzando gritos y gotitas de saliva, con la cara tan encarnada que parecía posible que sus mejillas supuraran sangre, todo lo que él consideraba mis defectos y lo que le había amargado mientras yo creía que disfrutábamos de una vida dulce y placentera. Hasta entonces no lo había visto enfadado, ni conmigo ni con nadie.
¿Durante cuánto tiempo rumió su amargura mientras fingía ser un esposo feliz y atento? No he tenido oportunidad de preguntárselo.