martes, 27 de octubre de 2015

La tregua

Nada, aquí ando, esperando a que el programa de cálculo de estructuras dé un resultado por enésima vez. Es un poco aburrido ver pasar el listado interminable de pilares y vigas. Cruzaría los dedos porque el anterior cálculo se interrumpió al llegar al pilar 52 -cuando el programa se pone ceporro hay que empezar de nuevo y meter otra vez todos los datos-. El que esté tecleando y comiéndome un bocata de chorizo picante me impide hacerlo. Ahora dicen que las carnes procesadas son cancerígenas. La lengua me arde por el picante. Soy un poco masoca. Si tuviéramos que hacerle caso a todo lo que informan los periódicos sobre la comida, la inanición sería la única solución. 

La estructura es el menor de mis problemas. En el pen está cargada la presentación de una peluquería. Treinta y dos fachadas y quince distribuciones distintas. Si no duermo, mañana estaré lo suficientemente anestesiada para no maldecir al promotor si me pide por enésima vez otra modificación. La peluquería y las incidencias de una pericial me tienen algo mohína, me hacen sentir completamente estúpida. 

La realidad de los caballitos de mar voladores

A menudo encender la luz en mitad de la noche y recién escapada del sueño, significa convertir un caballito de mar volador en un flexo viejo y destartalado, una bombilla de ahorro energético que sobresale, como si fuera un hocico, y un pañuelo arrugado pillado en su base, sobre la mesa de vidrio que Guille utiliza para trabajar. Le tengo cariño a ese flexo. Ahora lo ha heredado él porque yo prefiero la luz tenue e indirecta para trabajar. Creo que sus orígenes se remontan a mis años de instituto. No es bonito, no tiene nada de especial. Es plateado, de chapa de aluminio conformada y a casi todos los que lo ven recuerdan a esas lámparas con las que un policía intenta sonsacar una confesión al malo en las películas antiguas de intriga. La luz destroza el milagro de estar ante un caballito marino que flota ingrávido en mitad de la habitación. 

Hoy, o ayer -son las siete y pico pero aún no he dormido-, hemos tenido una reunión de vecinos. Hace falta pintar el patio interior. Es como una chimenea gigantesca sin tiro a la que dan las ventanas de los lavaderos y las cocinas. La humedad se acumula, descascarilla la pintura y el revestimiento, que parece haber sido hecho con yeso en lugar de cemento, se cubre de verdín, como si fuera un arroyuelo del norte, constantemente húmedo. Propuse pedirle presupuesto al mejor pintor que conozco. Es concienzudo, pulcro, perfeccionista, delicado... cuando comienza a trabajar es como si no necesitara descansos. 

Todos estuvieron de acuerdo, menos mi vecina del segundo. Se considera una mujer buena. En más de una ocasión la he escuchado asegurar que Dios no puede castigarla porque no ha hecho mal a nadie. La mayoría también nos consideramos buena gente, aunque seamos unos hijos de puta. La objeción de mi vecina: mi pintor se llama Osvaldo. 

A veces es preferible que la luz permanezca apagada. 

martes, 6 de octubre de 2015

Regreso al futuro

Sobre las mesas de trabajo, donde antes habían torres de ordenador, ahora hay simples discos duros enclaustrados en cajas negras. Todos parecen chupar su fuerza vital de una conexión usb múltiple. Desde el techo, seguro que la figura que forman es semejante a una araña de patas muy largas. Hace exactamente una semana el router exhaló su último suspiro, después de explotar, escupiendo una densa nubecilla negra de humo que ascendió hasta el techo recién pintado y se quedó estampada ahí, como recordatorio que todo se puede ir al traste en breves segundos. Explotó porque en un edificio cercano cayó un rayo y hubo una sobrecarga eléctrica. Cinco ordenadores en red, cinco ordenadores chamuscados, la mayoría con la tarjeta de vídeo rota. Ahora nos enfrentamos al lavado de manos de la compañía eléctrica y los del seguroa. Aún sigo recuperando archivos escondidos en los rincones más recónditos de los discos duros.

Ha sido curiosa la experiencia de intentar trabajar sin Internet. Nos estamos acostumbrando a la comodidad de lo no tangible (nada de papel, todos los documentos en pdf); a satisfacer una necesidad o capricho en el instante; a conseguir muchas cosas gratis (las noticias principalmente, las que parecen obsoletas al ser leídas en el periódico)... y, ante todo, nos estamos acostumbrando a la desconexión entre humanos (he estado trabajando durante tres meses con un comercial de máquinas recreativas y hasta el jueves pasado no conocía su voz).

Han sido extraños estos días sin Internet (las funciones del móvil eran muy limitadas). Me he sentido como la anciana de una foto que pulula por la red: todos los que la rodean observan un evento (fuera de la imagen) a través de sus móviles; sólo ella mira de forma directa, con curiosidad infantil. En parte, a pesar de los ordenadores rotos (que espero que termine pagando la aseguradora o Sevillana) y del trabajo perdido; ha sido como un regalo que me ha hecho notar que cada día estoy más aislada. Pero, a pesar de ello, es un regalo que espero que tarde mucho en repetirse.




Mil perdones por tardan tanto tiempo en responder a los comentarios, aún estoy recuperándome de las pérdidas sufridas.