lunes, 28 de septiembre de 2015

Esos entrañables payasos

A menudo parece que estamos al borde del precipicio. Que sólo necesitamos un pequeño empujón para caer y morir; o, lo que sería peor, sufrir una lenta agonía. 

Un día después de las elecciones que parecían quebrar a España, todo sigue igual. Como en el resto de elecciones, todos los partidos aseguran haber ganado, todos los cabeza de lista aparecen sonrientes en las fotografías de los periódicos. Qué lamentable y patética es la vida de los políticos. 

¿A quién habrá votado Jordi Pujol? Sería desleal si lo ha hecho a un partido independentista, teniendo en cuenta que su herencia putativa la ha sacado del estado que repudia. 

A veces da la sensación que los políticos sirven, en lugar de para resolver los problemas de los ciudadanos, para sumirlos en la intranquilidad.

De repente creo que tengo coulrofobia. 

sábado, 26 de septiembre de 2015

La amante (Historieta) - 4ª Parte

Toni no hizo así el amor a Leutfrida. Al día siguiente al de la lectura, tan temprano que aún no había en el cielo más luces que las de las estrellas y un gajo de luna, la ventana del dormitorio de la joven giró como si la hubiera empujado el viento. El ruido de las bisagras, oxidadas por el relente marino, no terminaron de sacarla del sueño profundo, sólo la llevó a un estado de semiinconsciencia. Por la mañana, cuando su tía la llamó para que se vistiera y fuera al pueblo a comprar, fue incapaz de precisar si realmente Alicia le había informado de su marcha y pedido que siguiera visitando a Toni por las tardes. Pensó que lo más probable era que todo se tratara de un sueño, maquinado por sus deseos: desde que le había visto hacer el amor a Alicia, sólo Toni ocupaba su pensamiento. 

La casa estaba muy vacía sin Alicia. Parecía apagada y triste, como si tuviera alma capaz de sentir añoranza por las personas ausentes. A la anciana siempre le gustaba descorrer las cortinas del salón y permitir que la luz entrara a raudales. Pasada la media tarde, las ondulaciones de la lámina de agua de la piscina se reflejaban en el techo. Era relajante contemplarlo. Pero ese día todas las luces que iluminaban la casa eran artificiales. Por supuesto, las mayores evidencias de lo dañina que resultaba la ausencia de Alicia, estaban en Toni: su aliento apestaba por el ayuno, no se había afeitado y sólo vestía un albornoz mal anudado que era como una invitación a acariciarle el torso. Leutfrida le pasó los dedos empapados por el sudor del nerviosismo por los abdominales, mientras decenas de pares de ojos de una Alicia con mil edades, los observaban. El hombre permitió que la joven satisficiera su curiosidad, que le hundiera los dedos en el vello púbico y le acariciara el pene como si se tratara del lomo de un cachorro. El albornoz quedó en el suelo del vestíbulo. Apresuramente, con urgencia, con la misma pasión con la que un ateo escucha misa, mantuvieron relaciones sexuales sobre la mesa de la cocina, que era de aluminio y recordaba con una fría perfección a las camillas de los forenses.

Los tres días siguientes ocurrió lo mismo, con pequeñas variantes en las que no estaba la ternura de Toni ni la satisfacción sexual de la joven. Sólo eran dos extraños consumando un acto de apareamiento. Al cuarto día, doña Angustias se enteró de la ausencia de Alicia y prohibió a su sobrina pisar la casa. Así, al menos eso creyó Leutfrida, fue menos dolorosa la partida, porque estaba convencida que poco a poco habría conseguido hacer olvidar a su mujer a Toni.

A él no volvió a verlo más que por la televisión o los periódicos. A Alicia, sí, en su casa, cuando ya había estallado la tormenta y ella se había convertido en una paria. En aquella ocasión se intercambiaron miradas, pero no palabras. A los pocos días de su visita, Leutfrida y su madre se marcharon a París. Nadie le pidió su opinión, aunque no le pareció mal porque su madre, que había derramado mares de lágrimas por la desgracia, ahora parecía feliz. El único cometido de la joven durante infinitos meses fue inflarse como un globo y luego dejar que le arrancaran parte de las entrañas con un dolor tan fuerte que le hizo desear la muerte.

Lo llamaron Miguel. La anciana murió cuando el niño era ya un adolescente, y se aferraba al brazo del padre, escondiendo el rostro en su pecho, para ocultar las lágrimas de dolor por la muerte de la única mujer que había considerado su madre. Alicia, que siempre fue tan clarividente y calculadora -Leutfrida estaba convencida que hasta dedujo sus días fértiles para fingir su huida y permitir a Toni ser padre-, se equivocó al asegurar que en un año sería olvidada. Toni, hasta el día prematuro de su muerte, siempre fue considerado como el desconsolado viudo de la escritora famosa.

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Me temo que Los Papeles de Aspern tienen la cualidad de incitar a teclear.

La Amante (Historieta) - 3ª Parte

Cómo lamentaba Leutfrida no tener en el pueblo una amiga con la que poder alardear del interés que sus vecinos habían demostrado por ella. Las lágrimas tras el primer encuentro también fueron de vergüenza por haberse comportado como una tonta. La presencia de Toni le imponía tanto que apenas pudo balbucear algunas palabras coherentes. ¿Crees en esas fantasías, niña?, le había preguntado Alicia señalando con su dedo huesudo y arrugado un crucifijo que llevaba colgado al cuelo. Leutfrida susurró un sí sin mucha convicción, creyendo que la anciana esperaba otra respuesta. Sus demás contestaciones fueron aún menos precisas y claras. Y sin embargo, a pesar de su torpeza, había despertado el interés de sus anfitriones. Como pudo averiguar en las siguientes visitas, más el de Alicia que el de Toni, quien sólo era una sombra que se movía silencioso por habitaciones recónditas de la casa y se dejaba ver de tarde en tarde. Aunque si decidía nadar un rato, a Alicia le gustaba sentarse a la mesa de hierro forjado que había junto a la piscina, para poder contemplarlo. Aunque el hombre estaba a pocos metros y nada impedía ser escuchada, la anciana detallaba el placer que sentía al contemplar el cuerpo de su marido, tan joven y hermoso. Al principio sólo hizo comentarios sobre su musculatura, en cuanto la mujer supo que Leutfrida no se alarmaba con facilidad, entre susurros, como si fuera una confidencia, le dio a conocer la suavidad del hilillo del vello púbico que descendía desde su ombligo a la goma del bañador, y la dureza de sus nalgas, que eran como las de una estatua de mármol recalentada por el sol. Por lo general sus conversaciones eran mucho menos libidinosas; inocuas, en realidad, inofensivas como las de una colegiala. A menudo sólo era un monólogo de Leutfrida. La anciana la incitaba a hablar, le pedía que le contara cosas de su familia, de sus padres. Otras, a que le diera su opinión sobre Toni o ella. Como Alicia no lo desmintió, Leutfrida creyó que estaba en lo cierto cuando supuso que la anciana había sido una librera rica y que después de jubilarse se había quedado con todos los libros que no pudu vender. En la casa los había hasta en los cuartos de baño. A veces la niña no podía esconder del todo su lado asilvestrado, era cuando más divertía a su anfitriona. Recordaba con ternura las palabras de reproche que le dedicó al imaginar la soledad de Toni cuando ella muriera. Sé que Toni me quiere, y que necesitará unos meses o un año para olvidarme, pero ya lo tengo todo planeado. Cuando yo no esté, alguien lo tendrá tan ocupado que no tendrá tiempo para llorar.

Un día en el que corría solano, ya próximo a la partida de la joven, el viento llegó cargado de humedad, calor y palabras. Fue la primera mañana que amaneció sin el persistente e irregular sonido de una máquina de escribir. Tac-tac-tac-tac-tac... a veces el golpeteo de las teclas parecía una metralleta; otras, tac... tac... tac... el perezoso goteo de un grifo estropeado en mitad de la noche. Era la voz de Alicia y sus palabras leídas. Aunque nadie se lo advirtió, esa tarde Leutfrida se quedó en casa, intentando distinguir alguna de las frases pronunciadas por su amiga. Si hubiera impuesto su presencia con la visita cotidiana, sólo habría interrumpido. Con la última hora de la tarde, llegó la penumbra a las habitaciones. La oscuridad convirtió en un enorme espejo las vidrieras del salón de la casa grande, reflejaba con nitidez lo que ocurría en la piscina de la casa. Leutfrida, encerrada en su dormitorio, creía ver una película en el cine. Toni era el paciente oyente. Ocupaban la misma mesa a la que ellas se solían sentar para verlo nadar. La lectura de un tocho del tamaño de una caja de zapatos, le llevó todo el día. Al concluir, Toni besó las manos de su mujer, y la boca, un beso prolongado que le recorrió el cuello y descendió a los pechos mustios, liberados del bañador. Alicia, con la agilidad de una adolescente, se había enroscado a la cintura de su marido. Soportó las embestidas masculinas hasta que las reacciones de su cuerpo se impuso y después de sufrir varios espasmos, su espalda se arqueó como la de una endemoniada a la vez que emitía un profundo jadeo de satisfacción.

La Amante (Historieta) - 2ª parte

Era perfecto. Mientras Leutfrida llora con la almohada pegada a la cara para impedir ser escuchada, y su tía teme que sus vecinos hayan sido desconsiderados con la niña, no puede dejar de pensar en la perfección de las facciones del hombre; y el recuerdo de sus dientes tan perfectos que parecían postizos, iluminando una sonrisa perfecta, avivaba su llanto. Cinco minutos de explicación dilatados en media hora. En el vestíbulo, como si quisieran que todos los extraños conocieran a los habitantes de la casa antes de dejarlos entrar en sus profundidades, había una pared llena de fotografías enmarcadas, como un enorme álbum. La mayoría eran de la anciana. Fotografías en blanco y negro de una mujer joven y sin mucho atractivo, interponiéndose ante lugares que Leutfrida sólo había visto en sus libros de geografía o en la televisión. La mujer en París, en Londres, la Isla de Pascua, Egipcio... o la mujer montando a caballo, conduciendo un descapotable, en un barco... La edad la había tratado muy bien. Cuando la mayoría de las mujeres comienzan a marchitarse, ella parecía haber empezado a florecer. La alegría que constantemente se reflejaba en su rostro y su fragilidad, le proporcionaban una belleza que agradaba contemplar. Al menos, eso pensó la niña durante los escasos segundos que tardó en descubrir las fotografías de la boda. Tres. La pareja ante un altar, bailando en una carpa, rodeada de amigos y familiares, todos elegantes y sonrientes, como si no fueran capaces de ver el despropósito de esa unión tan desigual por la edad.

Doña Angustias se sentía vieja, cree que está ya un poco de vuelta de todo, sin que existiera bajo el sol nada que pueda asombrarla; pero cuando supo la relación entre el joven y la mujer, no pudo evitar persignarse tres veces seguidas. Pensaba que a determinadas edades ya no existen picores ahí abajo que deban ser rascados (un simple eufemismo de que a determinadas edades ya no debe sentirse deseos sexuales). El firme propósito de no volver a dejar que su sobrina los visitara, le duró hasta la mañana siguiente. El joven se presentó recién duchado -cuando aún faltaban cuatro días para el domingo-, con el pelo empapado y oliendo a colonia. Traía de vuelta la panera, limpia, sin el hedor a pescado podrido. Su presencia dentro de la sala de estar, por su altura, menguaba la habitación. Alabó los tapetes bordados que cubrían los brazos del sofá y lo acogedora que parecía la estancia. Para consolar a su sobrina, doña Angustia le contó que hay matrimonios que sólo lo son sobre el papel. Al cerrarse la puerta de la calle tras el joven -Toni, según se presentó- con el permiso para que la niña pudiera visitarlos un rato todas las tardes; la mujer estaba convencida que el matrimonio entre el joven y la anciana era uno de ellos y que ningún peligro corría la pureza de cualquier niña al lado del palomo cojo que acababa de abandonar su casa.

La amante (Historieta) - 1º Parte

Durante días corrió el rumor que el objeto más preciado de la colección vanguardista de la señora mayor que ocupaba la casa grande de la playa, era su marido. La mansión se interponía entre el mar y media docena de casitas de pescadores, pero nadie se quejó cuando empezaron a elevarla por encima del horizonte porque para la mayoría era perder de vista el lugar donde había muerto el novio, el marido, el padre o un hermano. A Leutfrida sí le hubiera gustado poder contemplar desde la ventana enrejada de su dormitorio el vaivén de las olas o los titilantes reflejos dorados del atardecer en la superficie del agua, en lugar del paredón de losetas blancas, porque para ella el mar era una novedad del que permanecía apartada diez meses y medio al año. Sus padres la mandaban todos los veranos con su tía Angustias por haber sacado malas notas, mientras ellos se iban a un hotel de San Sebastián, aunque Leutfrida estaba convencida que sus padres la mandarían igualmente con su tía si sacara todo sobresalientes, como recompensa, o si sólo aprobara por los pelos, para que recapacitara; porque, más que vivirlo, lo que realmente producía placer a la madre de la joven era alardear delante de sus amigas, con montones y montones de fotografías, de la habitación de lujo en la que se habían hospedado y en los restaurantes de cinco tenedores en los que habían comido. Vivir por encima de las posibilidades de lo que se gana siempre tiene un precio, que en su familia, solía pagar Leutfrida. 

La mayoría de los cotilleos en los que se vieron enredados los habitantes de la casa grande, fueron engendrados por la joven. La muerte de un cuñado había vestido a su tía de pies a cabeza de negro y cubierto con una funda de croché la televisión. La única diversión de Leutfrida era mirar por la ventana mientras fingía estudiar; pero a aquel extremo tan apartado del pueblo sólo llegaba algún gato canijo y desnutrido en busca de los restos de comida que se pudrían en los cubos de basura. El día que un enorme camión de mudanzas mermó la luz que entraba del exterior en su dormitorio, no lo escuchó llegar porque el aburrimiento la sumía a intervalos irregulares en un profundo sopor; habría salido corriendo a interrogar a los extraños si no hubiera temido hacer enfadar a su tía, quien prefería permanecer apartada de todos aquellos que no fueran familia directa. Era como una isla dentro de una isla. 

La ira encendió las mejillas de Leutfrida al darse cuenta que su madre le había sacado de la maleta, sin que ella lo advirtiera, los zapatos de tacón de fiesta por pensar que no los necesitaría. Le hubiera gustado ponérselos para ir a misa el primer domingo después de la llegada de sus nuevos vecinos. Había vislumbrado al hombre en un par ocasiones, una visión fugaz que no le servía para identificarlo entre media docena de desconocidos; pero tenía la convicción de que estaba enamorada de él. Lo vio cuando llegaron de madrugada. Sombras alargadas a contraluz de los faros del coche. Se apeó, se dirigió a la puerta del copiloto y cogió a una persona en brazos para llevarla al interior de la casa sin soltarla. En un principio pensó que se trataba de una niña pequeña, luego supo que sólo podría haber sido la anciana, porque nadie más vivía con ellos. La segunda vez que lo vio, la mujer también estaba presente. Había recorrido unos cien metros por la Cuesta de los Siete Ahogados, cuando el hombre salió tras ella para ponerle una pamela y darle un beso. Como el ala del sombrero los tapaba, Leutfrida lo supuso casto y en la mejilla. Aún dudaba si la anciana era su madre o su abuela, parentesco más acorde con la edad que los separaba. De la auténtica relación que los unía se enteró transcurrida una semana de la llegada de los extraños. Después de mucho rogarle, doña Angustias por fin aceptó que les llevara, como regalo de bienvenida entre vecinos, un enorme salmón que igualmente les había sido regalado a ellas por un amigo del marido-tío difunto. La mujer no protestó al ver poner a su sobrina el enorme pez en la panera grande -la que sólo sacaba si tenía invitados- y adornarlo con albahaca, a falta de perejil, antes de salir corriendo hacia el otro lado de la calle. Albergaba la esperanza de que el olfato de sus vecinos fuera tan basto como el de la niña y que un cólico los mantuvieran atados al retrete al menos durante un mes para evitar que los viera acudir a abrir la puerta en bañador, medio en cueros. Vaticinaba que nada bueno saldría de aquellas personas tan desvergonzadas y diferentes a las del pueblos, quienes, para disgusto de la niña, ni siquiera se dignaban a pasarse los domingos por la iglesia. Doña Angustias no supo adivinar que su aceptación a que la joven visitara a sus vecinos fue el origen de ríos de lágrimas.

jueves, 24 de septiembre de 2015

El canto del cisne

Si tuviera visión de futuro como Guille, que se apuntó al carro de los drones y ahora no para de trabajar, en este mismo momento debería estar buscando una fábrica de banderas españolas para comprarla. Somos un país en el que la idea de apreciar un trozo de trapo con unos determinados colores se hizo odioso gracias a un dictador achaparrado, meapilas y ciclán. Murió hace toda una vida, pero sigue imponiéndose. Hecho sutiles, como el que un director de cine, al que suponemos sesudo y culto, no se considere apegado al país en el que vive, del que ha obtenido sus libertades, su cultura,  su idioma (su único idioma), costumbres... parece más un acto de rebeldía hacia la dictadura en la que le tocó vivir durante 20 años, que una verdad. 

Sospecho que cualquiera que sea el resultado de las votaciones de Cataluña, la idea de nación se verá reforzada en España. Dejaremos de verla asociada exclusivamente a la ultraderecha, y pensaremos que una nación, en un mundo excluyente lleno de fronteras, es el lugar al que siempre puedes volver.


miércoles, 23 de septiembre de 2015

Si lo llego a saber...

... me hubiera quedado en la cama. 

Hoy tocaba día de pereza al lado de Guille, pero muy temprano -al menos para quien tiene la costumbre de acostarse con el amanecer-, llamaron para que nos personáramos en una obra que tenemos en Chauchina. La obra se terminó hace siglos -dos años y medio-, pero los pisos no se han entregado porque no tenían compradores, y siguen sin tenerlos porque sólo electoralmente ha acabado la crisis. 

Nos han robado los sanitarios de tres cuartos de baño con su respectiva grifería, barandilla de tres balcones interiores, nueve ventanas, tres puertas balconeras, las puertas de paso de tres pisos... incluso las tejas de la cubierta. 

Supongo que habrá sido algún constructor, para ahorrarse el coste del material. 

Ah, también han robado mi confianza entre los que considero compañeros. 

martes, 22 de septiembre de 2015

De vuelta... a mi pesar

Grrrrrrrrrrrrr Guille me debe unas vacaciones. Nada de musicales. Nada de conferencias. Nada de paseos románticos por las calles de Madrid. Al final he estado dos días en una de esas universidades donde los títulos son más comprados que ganados, dibujando drones. Qué miedo da el futuro. 

Vuelo a Barcelona. Nuestro piso ha sido invadido por el hermano de Guille. Lo estamos ayudando a que pase un bache. Mis suegros me dieron cobijo y en sólo dos días me enseñaron a odiar a Artur Mas, sobre todo mi suegra que, aunque lee a Nicholas Sparks, es una persona muy sesuda. Se siente vieja. Quiere vivir los años que le quedan -palabras suyas- en paz. Cree que Artur Mas está destruyendo Cataluña para hacerse un hueco en la Historia, egoísta, antropófago de sus ciudadanos. Teme una guerra civil porque está convencida que los españoles no permitirán la secesión. Somos dos pueblos a los que los políticos nos han enseñado a odiarnos mutuamente desde la dictadura -y gracias a ella-. Yo odio a Mas porque hace sufrir a mi suegra, y no nos gusta ver sufrir a las personas que queremos; pero no creo que después de las votaciones la cosa cambie sustancialmente (a no ser que se mire en el erario público de la Generalitat). ¿Cuánto cuestan unas votaciones?

Vuelvo a casa con la maleta más cargada de libros que de ropa. Aguanto una hora en el curso de escritura creativa. Demasiada gramática, como temía; demasiadas restricciones (escribir sobre un tema en concreto, con una cantidad de palabras predeterminadas). Si la literatura no es libertad (donde se puede crear de la nada personajes, épocas, mundos... hasta universos), ¿qué lo es?  No creo que me hubieran enseñado a escribir, pero sí a comprender mejor lo que leo. 

Guille regresa a Granada directamente, sin pasarse por Barcelona para hacer una visita a sus padres. Lo hace porque piensa que estoy enfadada, pero no es así. Me ha gustado volver a dibujar en 3D. Ya nadie paga un extra por una maqueta virtual. También me ha gustado utilizar por primera vez una impresora 3D (aunque una máquina de control numérico es muy parecida, pero a lo bruto) y sobre todo, me ha gustado estar con él. 

martes, 15 de septiembre de 2015

Una año más, un año menos

Me voy a Madrid a buscar a Guille que parece haber olvidado el camino a casa (parezco Gurb en busca de Marta Sánchez). En realidad sólo voy a tomarme unos días de descanso, más de la ciudad que del trabajo porque este año ha sido desagradablemente llevadero y leve. Prefiero las vacaciones de recorrer conferencias y musicales, a las de permanecer bajo el sol como un pollo en un asadero. Sé que impondré mi capricho a los deseos de Guille (animalico mío), y conseguiré arrastrarlo de un lado a otro. De momento, cada día, que tenemos previsto estar en la capital, hay una docena de eventos con horarios incompatibles. Si Guille no se presta a ser el juez, tendré que echarlo a suerte. 


El escondite de la verdad

¿Hay alguna religión que tenga como uno de sus mandamientos más importantes el no prejuzgar a nuestros semejantes? Yo debería apuntarme a ella. 

Compartimos un patio de luces con un bloque cuya dirección postal parece estar a kilómetros de la nuestra, pero que un vuelo de la zona identifica como hermanos siameses. El patio, como una chimenea gigantesca, parece un amplificador de olores, penumbra y, sobre todo, de sonidos. Desde mi atalaya sólo los días de lluvia se pueden ver las losetas rojas de su suelo. Los demás días, una maraña de cuerdas y ropa tendida las cubre, como si se tratara de una tupida red que hace creíble e imaginable un descenso suave y sin daño hasta sus profundidades. 

En una de la terrazas tendedero de enfrente, dos pisos por debajo del mío, muy a menudo hay asomado un señor muy flaco, casi todo huesos, que, apoyado en el antepecho, se balancea y mira al fondo, como si sopesara tirarse. A ese hombre lo he visto enflaquecer en muy pocos meses. Antes del verano tenía una constitución normal, tirando a atlética; ahora es como el boceto de un muñequeto, representado cada extremidad con un solo trazo. 

Yo misma me hice una película para explicar el deterioro del hombre: tiene cáncer terminal y se muere. Me entristecía, porque muy a menudo su mujer le arma unas broncas tremendas. Sólo se escucha discutir, gritar, a ella. Lo hace en árabe y en francés. Sobre todo en árabe, cada una de sus palabras vociferadas, parecen escupitajos. Cuentan mis hermanos, que durante la enfermedad de mi padre, todos estaban constantemente enfadados porque la monotonía de las vidas se nos rompía y no podíamos hacer nada por evitarlo. ¿Es eso lo que le ocurre a la mujer del hombre delgado? 

Hoy los gritos de la mujer han llegado muy lejos, a 420 km de distancia. Uno de los enfados femeninos coincidió con la llamada nocturna de Guille (está en Madrid y me suele llamar en cuanto terminan sus clases). Guille tradujo las palabras que la mujer vomitaba en francés: ¿No es comprensible que se queje y aúlle si su marido se ha gastado el dinero del material escolar para sus hijos en droga? 

No hay salida

¿Existen problemas sin solución?

Un esfuerzo de imaginación. Un camión frigorífico. Si supongo que la altura de operario del mono blanco de la fotografía es de 1.80 m, el largo de la caja del camión es de 6.00 m. El ancho máximo para los camiones frigoríficos es de 2.60 m. Sus paredes llegan a tener hasta 45 cm. En el dibujo sólo le he puesto 25 cm. El espacio donde estaban hacinadas las 71 personas que murieron asfixiadas no era mayor al representado en azul en la imagen (está a escala). 

Hechos tan lamentables como la muerte de esas 71 personas y, sobre todo, la imagen de un niño de pocos años ahogado en una playa, han conseguido abrir los ojos de muchos europeos. El que menos, ofrece su propia casa para dar refugio a una persona, una familia o un grupo de sirios. Mientras, en Granada mueren durante una riada tres personas que vivían en una tubería, un indigente ruso y dos lituanos. 

Los refugiados sirios no son cachorros cuyas necesidades se puedan cubrir con un techo y algo de alimento. El conflicto parece que será largo. Los niños necesitarán ser escolarizados; los adultos, trabajo; todos ellos, de mayoría musulmana, templos... En Granada se suele armar un jaleo tremendo cuando quieren construir una mezquita.

Existen problemas sin solución; pero no creo que el de los refugiados sirios sea uno de ellos. Está bien dejarse llevar por la generosidad que incitan las tragedias; pero soltar unas monedas en este momento a alguna ONG o asegurar que daremos refugio a una familia siria, no nos hace humanos. Nos convierte en humanos conocer de antemano los problemas que un aumento de población en nuestro medio implica, y aún así, anhelar que vengan. 


lunes, 14 de septiembre de 2015

Un monstruo vestido de rosa

Cuando mi sobrina era muy pequeña y comenzaba a dar sus primeros pasos, como si fuera un personaje de Eduardo Mendoza, por mimetismo con mi madre, a la que acababan de poner una prótesis en la rodilla, cojeaba. Nos desternillábamos al verla, por la perfección de su imitación y porque demostraba un punto de maldad al cesar la cojera en cuanto mi madre se giraba para averiguar por qué nos partíamos de risa. Claro, que también nos hacían reír sus eructos de camionero y la precisión con la que soltaba un enorme chorro de orina en cuanto se le ponía a tiro la mano de quien le cambiaba los pañales. El dislate de que cualquier nimiedad de la niña nos hiciera sonreír, nos ha vuelto permisivos con los padres que demuestran una inclinación morbosa a venerar cualquier acto de sus retoños. Pero, ¿hasta qué límites se pueden admitir los caprichos infantiles?

Esta mañana, en la cola del supermercado, exactamente detrás de mí, esperaban impacientes una madre y su criatura. Este es un barrio pequeño dentro de una ciudad pequeña y es muy normal encontrar a las mismas personas en el banco, la zapatería o el bazar asiático. A la criatura, una niña de unos ocho años muy mal aprovechados, ya la había visto en otra ocasión, con el mismo disfraz de princesa de color rosa, incluida una falda de tul y un felpa con forma de diadema. Lo único que se diferenciaba, era la acompañante de la niña. Supongo que sería su abuela, quien le permitía hacer botar una pelota de goma hasta el techo de la Rural, sin importarle que se movieran las placas del falso techo.

La niña se encaprichó del vaso de Nocilla de color rosa que yo llevaba. Compro la Nocilla para Guille y mi sobrina, y a ellos les resulta indiferente el continente, sólo hacen caso al contenido. Como era el último que quedaba de ese color, se lo ofrecí a la mujer. En cuanto la niña vio satisfecho su capricho, levantó el vaso por encima de su cabeza y lo tiró con fuerza contra el suelo asegurando: Pues ya no lo quiero. El vidrio del envase es grueso, y supongo que el estar lleno de crema de chocolate amortiguó algo; por fortuna, no se rompió. La madre no le dijo nada a la niña. Me miró como si hubiera sido reprochable mi comportamiento, aferró a la niña del brazo y se fueron a otra caja. Mi hermano habría dicho: De tal palo, tal tarugo.

Lástima que no haya sido el juez Emilio Calatayud quien se haya tenido que enfrentar a este monstruo vestido de rosa (y a su madre). Seguro que le habría sacado mucho jugo al incidente. 

miércoles, 9 de septiembre de 2015

Un día cualquiera: ¿Papiroflexia o el sufrimiento de la gramática?

- Han llovido gusanos.
- Una de las funcionarias de los juzgados de Málaga está a dieta.
- El llanto de mi madre me ha hecho feliz.
- Me han regalado dos melones. 
- ¿Papiroflexia o el sufrimiento de la gramática?

Con la llegada de septiembre y la vuelta al colegio de los niños, con sus mochilas saturadas de material escolar a estrenar, me entra morriña de esos días de aprendizaje. Hubo un tiempo en el que siempre que iba a visitar a mi madre, llegaba cargada con títulos de cursos hechos. (Mi madre enmarcaría hasta una amonestación colegial, siempre que en ella apareciera el nombre de mis hermanos o el mío).

Frente a mi casa hay una academia donde imparten cursos de lo más variados y extraños. Antes de terminar agosto, me apunté a uno de 50 horas para aprender a utilizar el programa de 3D SketchUp. Ser autodidacta con los programas de ordenador está bien; pero los cursos te permiten tener otra perspectiva: la del profesor, y se suele aprender alguna cosa interesante.

Ayer me llamaron: no se va a dar el curso porque no han conseguido los cinco alumnos mínimos que lo hace rentable. Podía escoger otro curso o me devolverían el dinero adelantado. Me leyeron los que aún tenían plazas libres, desde contabilidad a preparación de oposiciones. Ninguno de utilidad para mí. Sin embargo, dos me resultaron atractivo por satisfacer más mi tiempo de ocio que un hueco en mis conocimientos laborales: un curso de papiroflexia de 10 horas u otro de escritura creativa de 60.

¿Quién puede estar interesado en el curso de papiroflexia? Al parecer, mucha gente, desde profesores, sobre todo de guarderías y primaria, a abuelas, pasando por terapeutas ocupacionales. Siempre quise aprender a hacer grullas de papel, pero eso es algo que se puede conseguir siguiendo los pasos en mil páginas de Internet o en los vídeos de Youtube. Creo que el curso de escritura creativa me sería más útil, para tener un conocimiento más detallado y profundo de cuanto leo, más que para escribir, algo que -supongo que por mi desconocimiento- estoy convencida que no se puede aprender y, menos, enseñar. Pero el miedo a que el curso se fundamente demasiado en conocimientos de gramática, una parte de la lengua para mí prácticamente desconocida, me retiene.

Creo que finalmente optaré por la devolución del dinero y con él me compraré unos zapatos. Suelo usarlos hasta que se desgastan y rompen. Cuando los mire, llenos de grietas y rozaduras, pensaré que son los culpables de que a mí aún me guste darle a las teclas y soltar chorradas porque es verdad que la ignorancia es atrevida. 

martes, 8 de septiembre de 2015

Un día cualquiera: dos melones

- Han llovido gusanos.
- Una de las funcionarias de los juzgados de Málaga está a dieta.
- El llanto de mi madre me ha hecho feliz.
- Me han regalado dos melones. 
- ¿Papiroflexia o el sufrimiento de la gramática?

La vecina de mi madre, la que volvía del médico y nos contó la anécdota de la madre de La Beata, es del tipo de persona que aprecia hasta a un perro callejero. Cada vez que nos ve a alguno de mis hermanos o a mí, nos estampa un par de sonoros besos en la cara y sin soltarnos del brazo, nos exige contarle los pormenores de nuestras vidas. Si nos quejamos de poco trabajo o de alguna dificultad, busca en sus bolsillos y nos pone en las manos un billete de cinco euros para que nos tomemos un café. Cuesta mucho convencerla de que nos quejamos un poco por costumbre, y que nuestra situación no es desesperada.

Hoy nos arrastró a mi madre y a mí hasta su casa. Quería darnos unos melones porque a ella le han regalado muchos y se le van a pudrir antes de poder consumirlos.

La casa de la vecina de mi madre tiene algo de persona vieja, de anciano. Sus paredes están deformadas por capas y capas de cal, sin aristas. En algunas partes la pintura se ha agrietado como el barro reseco y en otras el revestimiento se ha abombado y tiene la sonoridad de un tonel vacío. En el suelo, como si fueran piezas dentales, muchas losetas han sido sustituidas por otras, nuevas y llamativas.

Los melones se los ha dado su hijo expresamente para que los regale, porque sabe que a su madre le gusta hacerlo. El hijo tiene un huerto para consumo propio y este año, por un error al comprar la semilla, sólo ha plantado melones.

La madurez de las sandías se descubre dándoles unas palmaditas, la de los melones, apretándoles en los extremos. La vecina de mi madre los conoce bien y supo encontrarme un par de ellos dulces y enteros, de esos que crujen y melosos como un pastel muy elaborado. 

Un día cualquiera: un llanto feliz

- Han llovido gusanos.
- Una de las funcionarias de los juzgados de Málaga está a dieta.
- El llanto de mi madre me ha hecho feliz.
- Me han regalado dos melones. 
- ¿Papiroflexia o el sufrimiento de la gramática?

Veintisiete años ya. Toda una vida. Creo que ha sido más doloroso sentirme diferente por la ausencia de mi padre, que su ausencia en sí. En realidad, sólo lo conozco a través de la mirada de mis hermanos. Conmigo nunca se portó como un padre. Los primeros años, evidentemente, no los recuerdos; durante los últimos, sólo fue alguien que se despedía. Sería una hipócrita si su recuerdo me hiciera llorar, aunque a veces, el entierro de un vecino o del padre de algún amigo, me arranca lágrimas por su culpa.

Para mi madre es diferente, por supuesto. Ella lo recuerda como si jamás se hubiera marchado de forma definitiva, como si la larga ausencia fuera culpa de uno de los muchos cursos que solía hacer y lo mantenían meses y meses apartado de nosotros.

Su llamada de teléfono de esta mañana no fue para recordarme la fecha. Sabe que eso ya lo hace la agenda de mi teléfono. Llamó para quejarse por enésima vez de una de sus vecinas. Se obstina en considerar Cosa macabra e insalubre la urna con las cenizas de mi padre. La amenaza, pero nunca lo hace, con denunciarla a sanidad.

Cuando regresaba de Málaga, me pasé a verla. Una visita rápida. Una vecina, que volvía al médico -en el pueblo de mi madre ir al médico es un acontecimiento social no derivado de un problema de salud-, vino a saludarnos. Nos contó que la vecina que molesta a mi madre, ahora se conoce en el pueblo por La Beata; pero que durante mucho tiempo su familia fue La Bosta. Lo de ser beata le viene de casta a la mujer. Su madre era tan meapilas que en una ocasión fue a misa aún estando enferma del estómago. Y como el cuerpo, para sus reacciones, no reconoce lugares sagrados, cuando la misa acababa de empezar y el sacerdote dio por primera vez permiso para sentarse a los fieles, la mujer sufrió un ruidoso y hediondo accidente, el que le proporcionó a ella y los suyos, durante muchos años, un bonito apodo.

Supongo que fue por la gracia con la que su vecina contó la anécdota, mi madre se desternilló de risa hasta que se le saltaron las lágrimas. Fue un alivio. Temí que hoy sólo pudiera llorar de pena. 

Un día cualquiera: la dieta de la funcionaria

- Han llovido gusanos.
- Una de las funcionarias de los juzgados de Málaga está a dieta.
- El llanto de mi madre me ha hecho feliz.
- Me han regalado dos melones. 
- ¿Papiroflexia o el sufrimiento de la gramática?

No me gusta llegar a las diez de la mañana a los juzgados porque coincide con la hora del desayuno de muchos funcionarios. Hoy tenía que ir a aceptar una pericial. Nada interesante, una simple valoración.  Me gustan las periciales que implican convertirse en una investigadora, no en las que hay que limitarse a tirarse horas y horas dentro de Milanuncios mirando pisos que no compraré. Suelo llegar más temprano, pero la llamada de mi madre me entretuvo; el limpiar la azotea, también. En la enorme oficina llena de mesas sólo había un funcionario defendiendo el fuerte. Hablaba por teléfono. Interrumpió la llamada para atenderme. El negociado A (A de Alicia, Ana, Antonia, Adelina...) estaba desayunando, tardaría poco. Si algo he aprendido desde que visito los juzgados, es que los funcionarios no saben cuantificar el tiempo, y poco pueden ser cinco minutos u hora y media. Inevitable no escuchar la conversación del oficinista.
- Pobrecita. Con el calor que hace,  se va a asar.
...
- Pero lo del pañuelo, ¿no será una moda? Hace unos años lo fue. Ibas por la calle y a veces te parecía estar en mitad de una convención de chachas.
...
- ¿Y la niña os acompaña a misa?
...
- Pues lo siento, cariño, pero lo único que puedo hacer es remitirte al juez de menores a ver si a él se le ocurre algo.
(En Málaga, el apelativo cariño no implica conocimiento previo, sólo, al menos en este caso -sospecho-, cercanía emocional).

El funcionario siguió hablando, pero el Negociado A llegó, quejándose del hambre que tenía por culpa de la dieta que seguía, y del té que se había tomado, que sólo era agua caliente.

Me hubiera gustado conocer la historia completa. Sospecho que el funcionario hablaba con una madre alterada por ver indicios de yihadismo en su hija. Estaré atenta a El Sur, por si lo que empezó en los juzgados, termina en la prensa. 

Un día cualquiera: gusanos.

- Han llovido gusanos.
- Una de las funcionarias de los juzgados de Málaga está a dieta.
- El llanto de mi madre me ha hecho feliz.
- Me han regalado dos melones. 
- ¿Papiroflexia o el sufrimiento de la gramática? 

La lluvia en Granada es todo un acontecimiento, por lo escasa. En las dos últimas noches, ha diluviado. La primera, de vuelta a casa, me empapé. Las gotas hacían daño al caer con fuerza sobre las partes desnudas de mi cuerpo. Me gusta correr bajo la lluvia torrencial, y me gusta dormirme escuchándola ametrallando la chapa que sirve de cubierta a parte del estudio. Pero la lluvia también tiene su pare negativa, incluso aquí, en mitad de la ciudad, lejos de las ramblas y protegidos por un buen alcantarillado. Cuando esta mañana me despertó la llamada de mi madre, y salí a la azotea para que el fresco de la mañana me despejara, descubrí con repugnancia un reguero de gusanos que iba desde una de las bajantes que recoge el agua de lluvia del tejado inclinado del torreón, al sumidero. No eran grandes -de unos cinco milímetros-, pero estaban cebados. El último banquete, porque la mayoría parecían muertos. Una paloma se pudre en el canalón. Ahí sigue. Visualizo cómo me desharé de ella antes de que vuelva a llover: me pondré los guantes de goma que utilizo para limpiar el baño, cogeré una bolsa de basura y la meteré en ella. Lo visualizo, pero no me decido a hacerlo, por repugnancia. 

domingo, 6 de septiembre de 2015

Amores que matan (historieta)

Todo en el espartano despacho del inspector Adelmo Reyes es gris. Recuerda que las sillas donde se suelen sentar los detenidos fueron negras hace algún tiempo, pero los productos de limpieza que son imprescindibles para arrancarles el hedor del miedo que más de una persona dejó en ellas, les comió el color y ahora hacen juego con las estanterías de chapa galvanizada, la mesa metálica e incluso la imagen de una New York eternamente nocturna que finge ser una ventana pero que no mitiga la sensación de claustrofobia de la habitación porque el volumen del cuerpo del inspector falsea todas las dimensiones, encogiéndolas. Si el enorme cuadro fuera realmente una ventana, por ella se podrían ver los edificios miméticos y feos de una ciudad de provincias del sur, tan lejos del mar que sus ciudadanos pueden recorrer toda su vida sin alcanzar a conocerlo. Por la ventana también se vería el cielo, raramente gris, a veces rojizo por culpa del polvo del desierto en suspensión, casi siempre de un azul muy intenso. Esa ventana inexistente evitaría que entre tanto gris, las únicas notas de color fueran las dos fotografías de Zoe sobre la mesa del inspector. En una, la que más gusta a Adelmo, la muchacha mira a la cámara con sus enormes ojos azules, descarada y con expresión pícara, con aspecto infantil incrementado por sus escasas carnes y las dos coletas algo despeinadas, en las que llevaba recogido el pelo. En la otra aparecen los dos, rígidos, elegantes, artificiales; recuerdo a la asistencia de la boda de un amigo. Cuando algún visitante alaba, mirando las fotografías, la belleza de su hija, él asiente con una sonrisa, da las gracias pero no explicaciones porque sabe que tendrá que enfrentarse a la incomprensión de muchos.

La primera vez que estuvieron juntos en la cama, la diferencia entres sus cuerpos no existía, él aún era un tipo ágil y atlético y la sucesión de desdichas no habían tenido tiempo de enflaquecer a Zoe. Recuerda con ternura y cariño los besos dados en las mejillas femeninas empapadas en llanto. Lloraba de tristeza por la muerte de la madre aquella misma mañana. La necesidad de consuelo de la niña, de ser abrazada mientras intentaba dormir, cercenó la intención del inspector de esperar los cuatro meses que le faltaban a Zoe para ser mayor de edad y durante aquellas primeras horas de orfandad, su progenitora no fue la única pérdida sufrida. También lloraba de felicidad, eso se lo confesó Zoe a Adelmo algún tiempo después. Pero, sobre todo, lloraba por los remordimientos de conciencia que la señalaban como culpable de la muerte materna. Pensó que el mejor lugar para esconder una caja de pastillas anticonceptivas era el botiquín. ¿Cómo iba a imaginar que su madre las podía confundir con sus grageas para la hipertensión? Esa persistencia en culparse de todo lo malo, hería a Zoe, la hacía vulnerable y frágil, necesitada de una protección que el inspector estaba dispuesto a proporcionarle.

Recuerda el primer encuentro con la niña como si estuviera sucediendo constantemente. El menudo cuerpo de Zoe parece perdido en la inmensidad de la silla. Encogida, llorosa y cabizbaja, con un pañuelo de papel entre las manos hecho un gurruño que de vez en cuando se lleva a las mejillas para recoger alguna lágrima. Entretiene la vista en mirar las patas oxidadas de la mesa, las grietas de alguna loseta rota del pavimento o las imperfecciones de sus propios zapatos ajados de colegiala. Esperan a la madre, a la que sólo quedarán dos meses de vida después de ese primer y efímero encuentro. En cuanto llega, deja ir a Zoe sin interrogarla. Sabe lo que ha pasado: cuatro amigas y una sola superviviente. Los padres, que ante la amargura e incomprensión de un suicidio colectivo necesitan culpar a alguien, la escogieron a ella como chivo expiatorio. Si Zoe no se hubiera quedado en casa por culpa de un resfriado el día que sus compañeras decidieron matarse, seguramente en el informe de los hechos el número de fallecidas sería cuatro.

Existía belleza en las imágenes de lo ocurrido: tres niñas cogidas de la mano que saltan desde la azotea del instituto, tan tranquilas que no parecen ser conscientes de su propia muerte. El inspector puede ver lo ocurrido desde una docena de puntos de vista distintos. Aunque todos lo niegan, es como si la mayoría de los alumnos supieran lo que iba a suceder y estaban preparados con sus móviles, con el dedo sobre el botón de grabar.

Se hizo amigo de Zoe porque durante las tres charlas que dio en el instituto sobre prevención, la vio aislada, una paria. Hasta ella misma se culpaba de la muerte de sus compañeras. La tristeza de aquellos días contrasta con la alegría capaz de demostrar Zoe cuando Adelmo cruza el umbral de la puerta. El final del verano ha llegado con días templados, gélidos a primera hora de la mañana; pero el corto paseo de la comisaría a su casa baña en sudor el rostro del inspector y empapa su camisa. A la niña no le da asco y se cuelga de su cuello para llenarle la cara de efímeros y ruidosos besitos, antes de buscar su boca.

La comida lo espera sobre la mesa de la sala de estar, delante del sofá. Una paupérrima ensalada y media docena de medicamentos que traga sin protestar, incluida una ampolla de color vino, supuesta quemagrasa, que sólo consiguen avivarle el apetito. Comenzó a engordar cuando Zoe se fue a vivir con él. Le parecía que desperdiciaba el tiempo si iba a nadar, o correr, o al gimnasio... en lugar de permanecer a su lado. Ha intentado en más de una ocasión volver a sus antiguas costumbres, cada vez que sale de la consulta médica con una bronca por no haber seguido las instrucciones y con miedo por las certeras consecuencias si sigue acumulando peso, pero nunca tiene voluntad para hacerlo.

Cuando termina de comer bajo la atenta vigilancia de Zoe y la ve subir al dormitorio para tumbarse durante un rato, el inspector sonríe feliz, complacido. Se considera afortunado porque cree que ninguna otra mujer podría demostrar tanto amor por él. Al final de la escalera, también Zoe sonríe. Permanece quieta, expectante, atenta a los ruidos. Sabe que en menos de cinco minutos, Adelmo arrastrará su fofo y orondo cuerpo hasta la cocina para atiborrarse con las galguearías que esconde en la parte alta de los armarios, donde ella no alcanza, y eso la complace. 

viernes, 4 de septiembre de 2015

Una imagen vale más que mil palabras

Me enfurezco cada vez que la conmemoración de un atentado o un accidente grave, nos devuelve las imágenes de cuerpos mutilados y personas destrozadas. A menudo las advertencias de que unas imágenes pueden herir la sensibilidad del espectador sólo sirven para excitarle la curiosidad. La televisión nos ha enseñado, gracias a las películas, a ver todo con un halo de falsedad. Pero no es así para quienes estuvieron vinculados estrechamente con unos hechos. ¿Cómo será el dolor de la madre, padre, hermanos, novio... que perdió a alguien en las Torres Gemelas, cada una de las mil veces que las ha visto caer por televisión? 

Hace unos días asesinaron a dos reporteros televisivos en directo, el mismo día murieron asfixiados en un camión 71 personas. Los telediarios y periódicos dieron más importancia a los reporteros asesinados porque se tenían imágenes de los acontecimientos. De repente se hicieron más creíbles e lamentables esas dos muertes que las de los refugiados sirios. 

Necesitamos ver para creer. Sólo la imagen de un niño pequeño de tres años, ahogado en una playa, con el rostro pegado a la arena, ha conseguido que el drama sirio sea real para muchos, y que se sientan en la obligación de ayudar. El drama de los refugiados necesita nuestra ayuda y nuestra aceptación y tolerancia. En estos momentos esas imágenes son imprescindibles, aunque algunos las llaman pornografía. Pero dentro de unos meses, de unos años, no veamos mil veces ahogado al pequeño Aylan, no veamos mil veces abrazado un padre al cuerpo destrozado de su hija en los atentados de Madrid, no veamos mil veces desfallecer a la entrañable Omayra... limitémonos a recordarlos esforzando nuestra memoria. Dejémoslos descansar en paz, sobre todo, a los familiares. 

jueves, 3 de septiembre de 2015

El precio del tiempo

¡Aaaaaaaaaaaah, qué cabreo tengo!

Nos equivocamos. Todos tenemos la posibilidad de equivocarnos y la certeza de que alguna vez lo hemos hecho. Cuentan mis hermanos que la señora que se ocupó de los preparativos del entierro de mi padre, antes de irse, después de haberles dedicado mucho tiempo a ultimar los pormenores, como a escoger las flores de la corona, el féretro, los rituales, etc, se despidió de ellos con una gran sonrisa deseándoles que pasaran un feliz día. La mujer se percató e inmediatamente pidió perdón alegando que llevaba varias noches sin poder dormir por culpa del trabajo (A toda la gente parece que le da por morirse a última hora de la tarde, dijo). 

Hace una semana y media uno de mis hermanos me pidió que le hiciera un ingreso en Caja Granada. Él salía de viaje y estaban a punto de cobrarle la hipoteca de un local que tiene en Loja. Los primeros días, una semana aproximadamente, estuvo en un hotel muy cutre sin Internet. Cuando se cambió de hotel y pudo comprobar el estado de sus cuentas, descubrió que le habían cobrado la hipoteca y algunos recibos más y tenía esa cuenta en números rojos. No sólo no le habían ingresado en esa cuenta la cantidad que me había dado  (500 €) sino que le habían sacado por dos veces esa cantidad. Esta mañana, con todos los extractos y documentación de la que disponía, fui a la misma sucursal e intenté hablar con la misma persona que me había atendido la primera vez que fui. Mala idea ir a las 10 de la mañana porque, al parecer, es la hora en la que suelen salir a desayunar los encargados de la oficina. Tuve que esperar media hora a que volviera y después, hasta que me enfadé, aceptar ser relegada a un segundo plano y permitir que atendieran a quienes fueran llegando. ¿Dónde habían ido a parar los 1.000 € que habían desaparecido de la cuenta de mi hermano y dónde los 500 € que había ingresado yo? Más de tres horas y media en averiguarlo (más o menos). Los 1.000 € no sé dónde estuvieron metidos, pero fueron restituidos. Los 500 € habían ido a parar a una cuenta de mi otro hermano. 

El tiempo desperdiciado en la oficina del banco me molestó, pero lo hizo aún más el que la señora se empecinara en culparme a mí del malentendido, aseguraba que sólo hizo lo que le pedí. Pero, teniendo en cuenta que no estoy en la cuenta de mi hermano, la empleada, ¿podría haber aceptado darme el dinero que le solicitaba? ¿Cualquier persona puede ir y vaciar las cuentas que no le pertenecen? (Desde que Caja Granada fue rebautizada con el nombre de Mare Nostrum, es un desastre). 

Tal vez mi tatarabuela no iba tan descaminada y el único lugar seguro donde meter el dinero, es en la alacena, en una tinaja bajo un montón de cuajos. 

martes, 1 de septiembre de 2015

El santo de paja

La Iglesia y los militares han estado de la mano incluso en las tiendas de chorradas y atrezo. Recuerdo haber ido a comprar con mi padre en más de una ocasión moñas con la bandera de España. Decenas y decenas de moñas primorosas que adornaban cualquier rincón de la base o destacamento donde estuviera destinado, los días de jura de bandera. Los soldados tenían la costumbres de llevárselas como recuerdo por lo que siempre había que estar reponiéndolas. Esas tiendas me encantaban y aterraban, a partes iguales. Aún existen. Suelen estar al pie o las cercanías de las catedrales. Lo mismo se podía comprar los galones que los sargentos llevan en las mangas de los uniformes, las estrellitas de los capitanes o el busto morboso de un Cristo dolido y aterrado, con la boca abierta y los ojos desorbitados. Esas tiendas eran mucho más divertidas que las de golosinas: mantillas, enormes cirios de mi tamaño, albas para los sacerdotes, jarritas de vidrio labrado para el vino y el agua de la misa... En una ocasión coincidimos con un sacerdote que compraba una estola. El dependiente, que, sin duda, mi memoria altera y me hace recordarlo como el Scrooge de Cuento de Navidad, probaba solícito la prenda en el cliente, tirando de un extremo y otro para igualarlos y comprobar con una cinta métrica de costurera que estuviera a la distancia adecuada del suelo.

Aquella escena me permite imaginar sin dificultad la de una numeraria del Opus Dei que entra y, con voz queda y avergonzada, pide un cilicio, a lo que el dependiente, ya viejo y acostumbrado a todas las extravagancias que impone la fe, podría responder: A ver, bonica, arremángate la falda para que te pueda medir el muslamen... Sí, bonica, ya sé que duele, pero es que esa es su función... Si quieres le puedo limar un poco la punta a los pinchos, total, a Dios le da lo mismo que te haga más o menos daño... De vez en cuando me lo limpias con yodo, no vayas a pillar una infección... Y disciplina, ¿tienes?... Con la disciplina conviene que te estires un poquito. Si te compras una made in China, después de darte un par de zurriagazos bien dados, se te queda sólo para espantar moscas... 

Rumio varios libros estos días. Algunos libros son de lenta digestión. El de María del Carmen Tapia parece haber sido escrito para interferir en la santificación de José María Escrivá. Se lamenta que no aceptaran su testimonio en contra de elevar a los altares al fundados de La Obra. Habrían hecho bien en escucharla, o en darse cuenta de las evidencias. ¿Cómo puede considerarse santo quien incitó a sus subordinados y seguidores a dañarse físicamente y martirizarse?