miércoles, 29 de julio de 2015

Juegos de la mente

Estos días los informativos meteorológicos, o los partes del tiempo, como dice mi madre, son una retahíla de promesas incumplidas. Constantemente prometen una tregua en el calor sofocante, pero nunca llega. Me pregunto si no será un truco psicológico estatal, semejante al del padre que ante la persistente pregunta del hijo de cuándo llegarán, responde siempre, aunque sea mentira, que pronto, sólo por ganar unos minutos de silencio. Mientras, las velas de los candelabros horteras que me regaló mi madre, herencia de mi abuela, y que ya ni siquiera nos molestamos en poner sobre la mesa del comedor cuando ella viene, se chuchurren. Parecen penes laxos o tallos de plantas mustias, que buscan el apoyo de las paredes del armario donde están guardados para no caer derribadas, aunque es lo que le pasó a una de ellas hace un rato, y durante un par de minutos, al no saber con exactitud qué había producido el ruido, estuve indecisa, sin atreverme a abrir la puerta del armario, temiendo encontrarme los ojos rojos y encendidos de una rata gigantesca. Pero la realidad es mucho más aburrida que lo imaginado y me decepcionó encontrar la vela caída. Al igual que me decepciona ver el cielo limpio e impoluto todos los días que los meteorólogos prometen lluvia por la zona. Me tumbo en el suelo, junto a la puerta del balcón, y busco cualquier indicio de humedad en el cielo, pero su azul profundo es dañino. Ni una gota, que no sea de sudor. Con todo el que he derramado estas dos últimas semanas de silencio en el blog, podría haber regado las plantas de un oasis, o, al menos, los dos cactus que mi madre me regaló para que absorbieran no sé qué miasmas que desprenden los ordenadores; los dos únicos seres vivos -exceptuando alguna mosca y mosquito- que me han acompañado durante este tiempo de trabajo agónico y placentero. 

viernes, 10 de julio de 2015

Cúmulo

En mi familia la tristeza llega con retardo y de golpe. Se van acumulando las evidencias de quien se ha marchado para siempre, echándosele cada vez más de menos, notando en cada detalle que ya no está, hasta que se hace insoportable y estallamos. Le ocurrió a mi hermano mayor con la muerte de mi padre y me ocurrió a mí con la de mi abuela. Comenzamos a llorar sin consuelo y cuando el llanto nos agota, dormimos durante más de 24 horas. Luego todo se normaliza. El dolor no desaparece, es como algo latente que daña si se piensa detenidamente en ello, por eso es obligatorio saturar la mente con pensamientos que la distraiga. Mi hermano mayor utilizaba fórmulas matemáticas, trigonométricas, las iba recitando como si fueran una oración. Yo pienso en las historias que me contaba mi abuela. Algunas están tan diluidas en mi memoria que debo esforzarme tanto en saber qué ocurría con el perro rabioso, a quién mordió, quién se acostó con quién, de quién era tal hija o quién era sospechoso de asesinato... que termino olvidando que la echo de menos. 

La gente no suele creer en lo que sí existe pero no ve. A veces les resulta más fácil creer en Dios que en la fuerza de la gravedad, a pesar de las evidencias. Tampoco suelen creer en que serán uno de los perjudicados de las advertencias que proporcionan las cajetillas de tabaco: fumar puede matar. Y cualquier medicamento sin una retahíla de efectos secundarios, parece peor que otro complemente inocuo. Pero las advertencias son probabilidades y a veces ocurren. 

Achacaba al calor mi pereza, la necesidad de esforzarme para hacer cualquier cosa (hasta había dejado de leer los últimos días), el estar constantemente de malhumor. Pero era cosa del tratamiento de fertilidad (posible cambio de humor, dice el prospecto de las inyecciones). 

Puede que esté triste y aún no lo sepa. Puede que poco a poco, día a día, se vayan acumulando las repercusiones de haber dejado el tratamiento, y de repente estalle; pero, de momento, sólo siento alivio. 

sábado, 4 de julio de 2015

Historias para no dormir

Mi prima la descocada no cree en fantasmas, pero ayer sintió uno sobre su cuerpo y tuvo un susto de muerte. Lo de muerte, por supuesto, es una hipérbole porque le ocurrió ayer por la noche y aún seguía viva esta mañana. Debería estar compartiendo vivienda con su padre estos días. Una casa de campo llena de muchos recuerdo físicos y de los otros, de esos que se guardan en la cabeza y desaparecen, se evaporan, se pierden por completo, cuando la persona que los atesoraban muere. Pero mi prima la casquivana también es una descastada (eufemismo de hija de puta) y ha metido a su padre en una residencia para ancianos durante el mes que estará de vacaciones. Por eso ayer por la noche estaba sola en la casa, rodeada de unos recuerdos físicos demasiado antiguos para significar algo para ella. Fotografías de personas muy ancianas que ya nadie sabe quién eran. Una de las dos únicas veces que he estado en esa casa, uno de los cuadros con marco de madera se había descompuesto y caído al suelo en ausencia de sus inquilinos. La fotografía era de una anciana muy elegante, delgada, con el pelo blanco y un moño muy elaborado que se veía con claridad porque era una pose coqueta, casi de espaldas para mostrar la barbilla afilada y el pómulo perfecto. Los vidrios rotos, el marco descuajeringado, la fotografía e incluso la alcayata que había quedado hincada en la pared, fueron a parar a la basura. 

Para entretenerse, mi impúdica prima (dejó que la grabaran mientras mantenía relaciones sexuales con dos -o tres- compañeros del trabajo) vio una película de miedo asiática, una de esas en las que sale el fantasma de una mujer joven de piel muy blanca y pelo muy negro, lacio y largo, que se cuelgan de sus víctimas como si fueran garrapatas. Después se fue a dormir a una de las habitaciones de abajo. Hacía calor. Tiró sábana y colcha al suelo y puso la almohada a los pies de la cama para que le diera directamente en la cara el fresco que entraba por la ventana. Esparció el pelo por la almohada para que no se convirtiera en una bufanda, para dejar libre el cuello. Tiene una bonita maraña rizada de color naranja. Los rizos son genéticos, el color, químico.  

Pensó que se quedaría dormida de inmediato, por aburrimiento más que por cansancio; pero la casa estaba llena de ruidos.  A pesar de ello, consiguió cerrar los ojos, y dejarlos así, pasada la medianoche. Duró poco su descanso. La despertó unos rabiosos tirones de pelo. Aunque es un ser racional y no cree en fantasmas (tiene como excusa haber sido sacada del sueño con brusquedad) pensó que el espectro de la película quería llevarla con ella. Tuvo tanto miedo de dejar apagada la luz como de encenderla. ¿Y si se topaba frente a frente con la joven de piel blanca y ojos brillantes y completamente negros, incluidos el iris y la esclerótica? Pero los fantasmas no existen. Las alimañas torpes, sí. La tendencia a exagerar de mi prima hizo que describiera como una rata del tamaño de un gato al bicho que se había enredado en su pelo y tironeaba para liberarse. Lo que consiguió gracias al ataque de pánico que le entró, con saltitos histéricos y manotazos. 

Debería estar compungida. Aún recuerdo el llanto desconsolado de mi prima al otro lado del teléfono; pero no soy tan buena persona. 

viernes, 3 de julio de 2015

¿Con el mismo patrón?

¿Existe la ecuanimidad en la justicia española? A Guillermo Zapata la fiscalía lo obliga a declarar por unos chistes crueles que atentaban contra el honor de las víctimas de ETA y el Holocausto y a Segundo Ávila, un concejal del PP en Algeciras, no le hacen nada por acusar de un atentado a quienes nada tuvieron que ver con él. (Acusó al PSOE y ETA de los dichosos atentados del 11-M). 

Llamaría gilipollas y salvaje -por menospreciar a las víctimas del atentado del 11-M- a Segundo Ávila si no temiera meterme en un jaleo por haber entrado ya en vigor la ley mordaza

Como dice el himno del ejército del aire: La gloria infinita de ser español (espero que se me pille la ironía). 




jueves, 2 de julio de 2015

La noche

Es difícil discernir cuándo se hace de noche en esta época del año. Son las diez, la luna brilla oronda y llena, pero el cielo aún no está oscuro, lo ilumina una luz sucia y escasa, coincidente con la del preludio del amanecer. Existen otros signos que delatan que ha llegado la noche: el aire se llena del aroma de las frituras del bar que tenemos al otro lado de la calle. Los olores que llegan a mi piso desde el exterior son un reloj preciso. Hasta medianoche prevalece el de las tapas, luego lo sustituye el perfume de la dama de noche del jardín de mis vecinos, y el de un macizo gigantesco de jazmines que crece salvaje en el patio de una casa abandonada, hasta las tres de la madrugada, hora a la que pasa el camión de la basura, que con el placentero silencio después del estruendo de su motor, deja la peste de los desperdicios removidos; el hedor tarda media hora en desaparecer, y si el viento corre del este, se puede percibir el olor a tierra mojada de las plantaciones recién regadas de La Vega.

Me gusta la noche. Es como si el tiempo transcurriera más lento, como si se dilatara. Permite vivir con la ficción de ser una isla, raramente interrumpida, ya ni siquiera por las carreras nocturnas porque desde que Guille regresó salimos juntos cuando comienza a anochecer. Él impone el ritmo y yo el recorrido. Resulta placentero el sobre esfuerzo. En su compañía me gusta aventurarme por rincones de las afueras de esta ciudad que creía solitarios. Por la Fuente de la Bicha o El Llano de la Perdiz, más allá del cementerio. Pero no estamos solos. Se ha puesto de moda correr de noche, iluminados por una linterna led pillada a la frente. La primera vez que vimos desde lejos a un grupo de corredores por el Barranco del Aljibe, parecía como si la noche se hubiera llenado de luciérnagas centelleantes, agitadas y nerviosas. 

miércoles, 1 de julio de 2015

El poder del dinero

Había una película antigua, o puede que fuera el episodio de una serie, en la que una estrella juvenil imponía su dictadura incluso a su madre, la que era tratada como una chacha. Su mánager sólo conseguía manejarlo con la amenaza de dejar de quererlo. A mí me ocurre lo mismo: necesito que me quieran, al menos mis clientes y me esfuerzo porque así sea, a veces hasta extremos excesivos. Soy paciente. Comprendo que el desembolso por una vivienda es una atadura que les lastrará casi toda la vida. Demasiado a menudo, en cuanto han dado el visto bueno a su anteproyecto, se arrepienten y deciden que quieren otra cosa muy diferente a la que anhelaban hasta entonces. Vuelven con su esquema hecho en una hoja cuadriculada, con escaleras minúsculas y habitaciones grandiosas, olvidando que sus parcelas tienen unas dimensiones fijas y que las normativas municipales imponen limitaciones. Intento complacerlos otra vez. Por lo general con el segundo intento quedan satisfechos y cesa su indecisión. Pero, de tarde en tarde, aparece el cliente imposible de complacer, que lo único que parece saber es lo que no quiere y cualquier esfuerzo sólo lleva al fracaso. No existe nada más frustrante. Ahora tengo uno de esos clientes. Colabora activamente en mi infelicidad. Pero ni siquiera puedo enfadarme con él porque su empresa está amenazada por un ERE. Me parece que cada vez que impone un cambio está pensando más en el gusto y placer de los posibles compradores de su futura casa, que en el suyo propio.