jueves, 30 de abril de 2015

Cuando Dios nos olvide

Cuenta mi vecina que en Granada hubo un año de los terremotos. Cada noche había uno, y ella no se iba tranquila a la cama hasta sentirlo. Por aquel entonces trabajaba en La Marcha Verde, un mercadillo que aún se celebra un día a la semana en el Zaidín. Hizo su agosto vendiendo camisetas y pantalones de chándal como si fueran pijamas -por si había que salir por piernas en mitad de la noche-. Asegura que los terremotos no hicieron daño. Alguna casa muy, muy vieja caída, pero nada más. Ni grietas ni muertos por la impresión... nada de nada. Tintineaba su cristalería porque tenía los vasos pegados unos a otros, la lámpara se balanceaba y las pareces vibraban, además del ruido, que era como un camión que se acerca a gran velocidad. Dice que ella duerme tranquila porque nuestro edificio es muy resistente. No la saco de error. ¿Para qué llenarle de preocupaciones la cabeza? Sólo le pido que si hay un terremoto, busque refugio a la intemperie, lejos de cualquier edificio y del cauce del río porque tenemos algunos pantanos que se pueden romper. 

Cierro los ojos y soy capaz de imaginar las consecuencias de un terremoto mediano a pocos kilómetros de la superficie, de un minuto o más de duración. El Albaicín sería una montaña de escombros parecida a la que ha quedado en Nepal porque la mayoría de las casas tienen el mismo sistema constructivo: muros de carga de ladrillos macizos y forjados con viguetas de madera. Gran parte de los edificios del centro serían como castillos de naipes frente a un vendaval (están viejos, saturados de humedad y podredumbre -y no se les puede tocar porque están protegidos por Cultura-) y nuestros monumentos tendrían que ser reconstruidos (la Alhambra sufrió graves daños en 1.431 con un terremoto de magnitud 6.7). 

No estamos preparados para la catástrofe. 

lunes, 27 de abril de 2015

Somos niños

Me gusta mucho Internet, pero no las redes sociales. Hace siglos (en realidad seis años) que no tengo Facebook ni ningún otro perfil semejante. Iba a decir que lo debería achacar a mi desconocimiento, pero en realidad no fue así. En el trabajo lo llamábamos El Caso la Familia: un compañero o compañera nos robó a unos cuantos algunas fotos personales e inventó su propio perfil convirtiendo a nuestros allegados en su propia familia. Mi sobrina se transformó en la hija del (o la) desarmado/a. No quisimos indagar. Quien cometió esa molesta tontería, era uno de los nuestros, alguien con quien debíamos convivir a diario y, de mutuo acuerdo nadie ahondó en el caso, aunque todos sospechábamos quién era. A pesar de tener el perfil nombre masculino, creíamos que se trataba de una compañera solitaria, quejumbrosa y extraña. 

Sin embargo, adoro este blog, el que, demasiado a menudo, me hace confesar cosas que sin duda me harán sonrojar dentro de pocos años. He aprendido la lección y no suelo colgar fotos personales porque, directa o indirectamente, siempre implican a terceras personas; pero escribo mucho, tanto que inevitablemente algunas entradas antiguas es probable que se contradigan con las nuevas porque estoy llena de dudas y pocas cosas (como que me gusta la sandía y me encanta correr) no son algo inamovible en mi pasado y mi presente. Seguro que entre tantas palabras he soltado bastantes barbaridades. Los pocos que me leéis sois amables y me habéis hecho notar algunas con cariño y respeto y he rectificado pidiendo disculpas.

Sin duda, soy afortunada. Hoy El País digital publica un artículo: Los nuevos inquisidores acechan e la red. Hordas de energúmenos que reprochan, por medio de las redes sociales, el comportamiento de otros usuarios. A veces las consecuencias son nefastas y quien deja un comentario racista o una evidente falta de respeto a los caídos en combate, pierden su trabajo. Algunas reacciones son excesivas, desproporcionadas, tan incoherentes que inevitablemente se les achaca a trolls. Pero supongo que el resto, serán moderadas y simplemente reprocharán unas ideas hiriente para algunos sectores. El artículo reprocha que las redes sociales se enriquezcan cuando estos ataques y contraataques se convierten en virales, reprocha las reacciones excesivas de algunos usuarios, reprocha que la memoria de Internet sea infinita (se le olvidó poner el gran alcance físico) y también reprocha la sensibilidad de quienes nos escandalizamos con estos comentarios que originalmente pudieron ponerse como una ironía o una gamberrada.

Pero, independientemente de quién se enriquezca, yo quiero seguir escandalizándome. No con comentarios que buscan claramente la provocación, como el estúpido que aseguraba que se alegraba del reciente accidente de avión alemán porque no iban personas, sino catalanes; pero sí con un señor que cree comprensible que un hombre cobre más que una mujer porque no falta al trabajo la mitad de los días por culpa de los niños o del mentecato que piensa que cualquier fotografía de una mujer es una diana para soltar burradas.

Tal vez el problema está en que muchos aún no se han dado cuenta que Internet no es un juguete.

domingo, 26 de abril de 2015

Las cargas del pasado

Es injusto que durante la carrera no nos hablen de todas las obligaciones que se nos presentará en el futuro. Aunque, para ser sincera, me temo que la mayoría de los profesores desconocen la realidad de la profesión que supuestamente nos enseñan. Si hago memoria de las lecciones más importantes, me da la sensación que nuestros profesores nos estaban preparando para ser arquitectos estrellas desde el principio, sin la necesidad de cumplir normativas o el malabarismo para satisfacer unas necesidades sin salirse de un presupuesto que siempre, sin excepción, es tan menguado que la realidad de lo proyectado se convierte en un esperpento o en un milagro. 

Esta mañana (domingo) la he desperdiciado enfrentada a casi la totalidad de los vecinos de un edificio. Es un edificio antiguo, de finales siglo XVIII, aunque a lo largo de su existencia ha sufrido tantas transformaciones que ya sólo está protegida la fachada y el núcleo de escaleras. Hace tres décadas y media el edificio aún tenía portero. La portería es un piso en el entresuelo con aspecto de zulo: oscuro, dedálico, claustrofóbico a pesar de los techos muy altos. Sólo dos de sus habitaciones tiene luz exterior: pequeños tragaluces por los que se pueden ver los tobillos de las personas que caminan por la acera. El único servicio sanitario que tiene es un retrete escondido en un recinto no mayor que un armario para escobas. 

El piso lo ha heredado el nieto del portero. Aunque es médico de familia, para sus vecinos sólo es el nieto del portero, como si se tratara de un título nobiliario del que no se puede desprender.

Esta mañana pensé que iba a tranquilizar a sus vecinos por las obras que se planea hacer en la vivienda para convertirla en habitable. Será como una matrioska: un piso moderno y seguro (un cubo de acero con un enorme ventanal que da a la fachada posterior -no protegida-) dentro de una antigualla. Pero los vecinos parecían obcecados. Ninguno quería que se hicieran las obras, sin ofrecer justificación. Podrían haber alegado miedo a que la estructura se debilitara, no querer ser molestados por los ruidos, no querer que el edificio sufriera modificaciones... Pero simplemente se negaban. Ninguna clase te prepara para enfrentarte a la sinrazón de las personas. Por fortuna, los vecinos del médico no tienen voz ni voto en la reforma de la portería, sólo se les informó por cortesía. 

sábado, 25 de abril de 2015

Y llegó la realidad

A veces comparo a mi aparejadora con una princesa que está atrapada en una fortaleza custodiada por un dragón (su madre es el dragón). Por supuesto, no se lo digo a ella. Le tengo suficiente estima para querer que no me considere una majadera y una cursi. Está tan unida a ella que no creo que tenga un instante de paz, que no sienta constante inquietud, si no están cobijadas por el mismo techo. Por eso, cuando hace dos o tres días, al salir a comprar la cena, la encontré por casualidad, quise acompañarla en su regreso a casa: tranquilidad para ella y un rato de charla para mí, aunque vivimos muy cerca. 

La fortaleza en la que vive mi aparejadora está pintada de color albero y burdeos, como una plaza de toros. Cuatro bloques de pisos y un paredón fantasmal, blanco, una medianería con minúsculas ventanitas abiertas en ella, rodean un patio espartano y árido, a pesar de los muchos macetones con los que intentan hacerlo más acogedor. Mientras prologábamos la conversación, nos sentamos en el único banco del patio. Parece un lugar de medio siglo atrás o perteneciente a un barrio desgarrado de la ciudad, con tendederos de unas ventanas a otras, sin la monótona simetría y repetición de los edificios nuevos. 

Aunque era temprano, las ocho y pico de la tarde, cuando las últimas luces del día se mezclan con las artificiales de las farolas, susurrábamos, más por proteger nuestra conversación que por no molestar, y nuestros susurros estaban acompañados por un zumbido, muy nítido cuando callábamos. Lo producía el vuelo de un puñado de moscardones que revoloteaban alrededor de enormes trozos de carne roja colgada, como si fueran prendas, del tendedero de una de las viviendas de los bajos, incluso estaba asegurada, como si temieran que el viento la pudiera arrastrar, por palillos de colores. Interrogué a mi aparejadora, pero ella se encogió de hombros. No sabía qué era eso. ¿Para qué habrían colgado la carne a secar? Especulamos:

- Un traje a lo Lady Gaga.
- Un traje como el asesino de El Silencio de los Corderos.
-  La cobertura de una lámpara de carne, semejantes a las que hacían los nazis con la piel de los judíos.
- Se han cargado a uno de los inquilinos del piso y para que no hieda lo han despedazado: la piel la han colgado a secar, las entrañas las han tirado por el retrete y el esqueleto lo venderán a un estudiante de medicina...

Desde entonces la he llamado todos los días. Me ha ido informando: los moscardones ya no están, la carne se ha puesto oscura, la carne sigue colgada... 

Cuando lo comenté con mi suegra, el misterio se rompió como una pompa de jabón: cecina. Qué decepcionante. Casi resulta más asqueroso pensar que esa carne reseca (con el contacto, y tal vez los huevos, de moscardones; bañada por la contaminación de la ciudad y forrada con las semillas de los plátanos que invaden la ciudad como si fuera una nevada persistente) está dirigida al consumo humano, que no pertenece a uno. 


miércoles, 22 de abril de 2015

Setecientas cincuenta motas de polvo

Este verano conocimos a un bosnio que hablaba castellano con acento gallego. Su infancia había sido una etapa de inexistencia y miedo: vivió la guerra de los Balcanes. Nos aseguró que todas las mañanas cuando despertaba, se asombraba por estar aún vivo. Dijo que la guerra le había enseñado dos cosas, que era necesario no tener nada para no lamentar dejar este mundo, o tener mucho para poder huir de los peligros a los que nos enfrenta la vida. Viajar de Bosnia a cualquier otra parte de Europa, un viaje que hoy resulta muy fácil e incluso económico, se convirtió en imposible cuando habían cerrado las fronteras, la demanda para moverse de un lugar a otro, siempre buscando una seguridad que resultaba ficticia, elevó tanto los precios que familias como la suya, que hasta la guerra se habían considerado de clase media alta, terminaron como indigentes. Pero lo peor era no tener destino porque a personas como ellos, a pesar de las buenas palabras de algunos gobiernos, nadie los acogía. 

La historia se repite. Gente que necesita huir de la guerra, la miseria y el miedo y las puertas del paraíso están cerradas. Sólo se les presta atención cuando tragedias inconmensurables ocurren a las puertas de nuestras casas y no podemos cerrar los ojos. Los periódicos inmediatamente relegan la información a favor de noticias más cercanas y más alarmantes para la mayoría; los gobiernos se desgarran las vestiduras, los mismo que dejan alambradas inhumanas protegiendo nuestras fronteras y cuya mejor idea que se les ocurre, es asegurar que hundirán los barcos contrabandistas de almas (con lo que consiguen que mañana los desarraigados intenten salvar la inmensidad del mar en cualquier artefacto más peligroso). 


Setecientas personas, o 750, u 800 o 950... nunca se sabrá. Mañana los gobiernos se olvidarán de la buena voluntad a las que están obligados por sus cargos ante la visión de la montaña de bolsas con cadáveres. Y dentro de unos días, cuando los periódicos dejen de sacar la noticia, también nosotros nos olvidaremos de ellos. 

martes, 21 de abril de 2015

El caso de las lesbianas sordas (conclusión)

Por primera vez en su vida el inspector Salustiano agradeció que sus genes no le hubieran hecho crecer más: sus ojos estaban al nivel de los pechos de una de las víctimas del asesino frustrado de lesbianas o de sordas (aunque el inspector jefe había convertido el rostro del farmacéutico en una calcomanía de la careta de un oso panda, el hombre no había sabido decir cuál fue la motivación del crimen perpetrado) . Las dos grandes masas de carne macerada lo tenían hipnotizado, se movían con la sísmica consistencia de la gelatina, apenas contenidas en el encaje negro de un camisón tan poco hospitalario como el saludable rubor de las mejillas de la mujer. Fue la última en recuperar la conciencia. La golpeada en la cabeza con la jamba la puerta del dormitorio. A su compañera, una morena de pelo encrespado y abundante, de mucha silicona y pocas carnes, cuya piel lechosa la ennegrecía un muestrario de tatuajes; la había interrogado el inspector jefe. Como lo relevado por la mujer entorpecía a lo escrito en el informe del delito y en su convicción de lo ocurrido, decidió que era una testigo poco fiable. Cuando llamaron del hospital informando que la segunda testigo también estaba consciente, la maldijo por no haber tenido a bien palmarla. Salustiano, sin embargo, agradecía que aquella criatura, de cuerpo atlético y sin embargo, sensuales formas redondeadas, hubiera burlado a la muerte, aunque sólo fuera para alegrar la visión a simples mortales como él. Que su atención estuviera puesta exclusivamente en los senos que se movían a la par que los brazos, en su constante gesticular, importaba poco: el inspector sabía que la mujer corroboraría lo que su amante había explicado. En el fin de semana querían ir a la playa a tomar el sol. Necesitaban depilarse el parrús, sobre todo Amy (Amalia Yolanda) porque tenía los pelillos tiesos como las cerdas de una almohaza. ¿Por qué estaba Amy atada a la cama? Intente que alguien quejica y con la resistencia a soportar el dolor muy baja, soporte sin retorcerse que le despellejen la parte más sensible de su anatomía -explicó Eva por medio de la intérprete-. En el infiernillo calentaban la cera. Pero cuando iba a comenzar, se percató que había olvidado la espátula. Sólo tardó unos minutos en encontrarla, tiempo que sobró para que el viento tirara el quemador y la alfombra se prendiera. En cuanto olió a quemado, corrió para salvar a su amiga, la urgencia, las zapatillas de tacón y su torpeza, le hicieron tropezar y su cabeza terminó estampada contra el marco de la puerta. Diez punto de sutura y un dolor de cabeza le había proporcionado el incidente. A su amante, un día de inconsciencia.

De camino a la comisaría, el inspector Salustiano, además de recrearse con el recuerdo de los pechos de la rubia Eva, intentó encontrar la forma que el inspector jefe aceptara su error. Seguro que se comía un marrón si insistía. Luego recordó que el farmacéutico tenía la costumbre de vender condones agujereados y laxante en lugar de viagra. Aminoró la marcha. De repente, no le pareció tan urgente sacar de la cárcel a un inocente. 

miércoles, 15 de abril de 2015

¿Tiempo de silencio?

Es raro cómo actúa el miedo: a veces es capaz de paralizar la respiración y el tiempo. El día que vi empapada de sangre la ropa de mi hermano mayor -una camiseta blanca con el logotipo de Yamaha y unos pantalones grises militares (el miedo también cincela los recuerdos en la memoria)-, aunque lo normal habría sido imaginar y temer un mundo sin su presencia, durante unos minutos por mis neuronas no discurrió ningún pensamiento, completo vacío, ni por mis pulmones, aire. Tuvieron que zarandearme para que reaccionaria. 

Por fortuna la sangre no pertenecía a mi hermano. Hizo compañía a una mujer accidentada mientras llegaban los bomberos con cuerdas y equipo de escalada para rescatarla. Su coche se había salido en una de las curvas de la carretera que llevan a Tocón, cayendo por un barranco no muy profundo. Para toda la sangre que cubría las ropas de mi hermano, la mujer salió bastante bien parada: la nariz rota y una costilla fisurada. 

Que nos encontremos en la misma situación que esa mujer, es algo probable. Podemos tener mucha seguridad conduciendo, pero no tenemos pleno dominio del medio que nos rodea (animales en la carretera, grava suelta, anormales que conducen en sentido contrario...). Sino conducimos, pero viajamos en avión, existe la posibilidad de un accidente en cualquier cordillera. Si somos completamente sedentarios y sólo nos sentimos seguros dentro de los reducidos límites de nuestras casas, un terremoto o explosión de gas puede derribarla. En cualquier momento podemos encontrarnos ante la necesidad de ser rescatados. Y quienes lo hacen, quienes arriesgan sus propias vidas para salvar las nuestras o recuperar nuestros restos, quienes rectan por cavidades imposibles, o bajan paredes de piedra completamente verticales; no adquieren su experiencia en gimnasios con montañas artificiales y apoyaderos de fibra de vidrio. Recurren a los caprichos de la naturaleza.

Por supuesto, no todos los espeleólogos se dedican al rescate de forma profesional, pero la mayoría de ellos no dudan en prestar su ayuda cuando es necesaria. El gobierno actual de España se lo agradece lavándose las manos en la chapuza que hicieron los marroquíes en el rescate de los tres espeleólogos andaluces.




lunes, 13 de abril de 2015

El caso de las lesbianas sordas

El día que el inspector Salustiano comprobó que su superior era completamente gilipollas, coincidió con la visión del escenario del crimen más atroz al que se había tenido que enfrentar hasta la fecha (nada meritorio: hacía dos meses que había salido de la academia). 

Los hechos habían ocurrido a la hora de la siesta. El calor de primeros de abril aún no aplatanaba voluntades, haciendo obligatorio el descanso; pero sí los madrugones que imponía el repiqueteo de las campanas con el que el cura avisaba a fieles, infieles y vecinos del pueblo contiguo, de la primera misa del día. Las dos desdichadas, las dos víctimas, tenían suerte porque, aunque vivían frente a la torre de la Iglesia, ninguna era capaz de escuchar el pedo de una mosca, el soniquete de una tragaperras o el eructo, cebado con un barril de cerveza, de un camionero. 

El tiempo había sido benigno y el calor de la primavera se colaba por el balcón abierto, seguramente mezclado con el aroma a azahar de los naranjos de la plaza y de los calamares fritos del bar que había dos pisos bajo ellos, pero ni Salustiano ni su superior lo podían percibir porque todo el piso estaba impregnado con el hedor del fuego y de algún acelerante con el que el criminal había intentado ocultar sus huellas. Por fortuna, el infiernillo que utilizó para provocar el incendio, se volcó sobre la alfombra ignífuga que había a los pies de la cama a la que una de las víctimas, con evidencias de haber sufrido una agresión sexual porque sólo iba vestida con una camiseta, estaba atada. Había producido una gran humareda y la asfixia de la mujer, pero el fuego se apagó por sí mismo en cuanto se quedó sin combustible. 

El pasillo de la casa tenía unos siete metros. Salustiano no necesitó medirlo, sólo contar las huellas dejadas por su superior después de que pisara la mancha de sangre medio seca que había dejado la segunda víctima junto a la puerta del dormitorio. Su cabeza había chocado contra una de las jambas, con tanta fuerza que en la madera había quedado pegado un mechón de pelo. 

En cuanto Salustiano comprobó que ninguna puerta o ventana había sido forzada, su superior, limpiándose el sudor del rostro con un enorme pañuelo (tenía un cuerpo más apropiado para soportar los rigores de un invierno polar que una primavera suave), dijo que era hora de ir a confesarse. Salustiano lo siguió en silencio. En su vida sólo se había confesado en una ocasión, y aún estaba pagando la penitencia: un padrenuestro por cada paja que se hubiera hecho. 

El ambiente del interior de la iglesia era refrescante, producía sopor. Si las palabras susurradas de su superior y el cura no hubieran sido tan fáciles de escuchar, Saturnino se hubiera permitido echar una cabezada mientras esperaba; pero lo que los dos hombre hablaban era como el canto de las sirenas. El inspector jefe quería saber qué feligresa confesaba que su marido la ataba a la cama para follar. En todo el pueblo, el dueño de aquella perversión sólo era uno: el farmacéutico, un hombre tan orondo como el inspector jefe, de costumbres rancias y una moral tan estrecha que se negaba a vender condones y píldoras anticonceptivas.  

Salustiano ya pensó que el inspector jefe era gilipollas cuando pisó el charco de sangre, su idea se afianzó al asegurar su jefe que tenía la solución: don Carlos, el farmacéutico, había esperado a que en la plaza no hubiera nadie para escalar hasta el balcón abierto del dormitorio. Había atado a la primera víctima para violarla, pero la otra mujer se presentó en la habitación antes de consumirse el acto, don Carlos la persiguió y le estampó la cabeza contra la puerta. Después de prender el fuego, se fue tranquilamente por la puerta principal sin levantar sospechas. El inspector estaba convencido que las mujeres, si recobraban la consciencia, corroborarían su historia.  


Croquis del escenario del crimen

Pero, ¿qué ocurrió en realidad? (Solución, mañana)

domingo, 12 de abril de 2015

En el filo de la navaja

¿Nos estamos volviendo mojigatos? ¿Qué ocurriría si en nuestro idioma no existiera ninguna palabra con un significado despectivo o negativo? Desde la aparición de la última revisión del diccionario editado por la RAE, algunas asociaciones están solicitando que las palabras que los identifican o están relacionadas con ellas, sean modificadas y se eliminen los términos despectivos que se incluyen en sus definiciones. Los gitanos no quieren que la palabra que los identifica tenga un significado coloquial de: que estafa u obra con engaño. También solicitan desde la asociación de Síndrome de Down, que mongólico deje de ser sinónimo de su enfermedad. 

Pero, ¿no es el diccionario un reflejo de cómo habla la sociedad, y no al contrario? ¿Serviría de algo que se modificara el significado de las palabras? Tal vez algunos puristas hicieran caso. Para la mayoría de la gente la RAE no existe y los diccionarios son libracos que se tienen en la estanterías como recuerdo de su paso por el colegio o instituto. 

Quisiera tener mil (o una) razones para poder pensar de forma diferente a como lo hago, poder defender con ahínco la necesidad de la modificación de la RAE; pero, de momento, sólo creo que los cambios solicitados servirían para que la brecha enorme que existe entre el lenguaje hablado y el culto de nuestro diccionario, se agrandara. 




sábado, 11 de abril de 2015

Sobre héroes y tumbas

Las manos de Ignacio son grandes, enormes, de palmas ásperas y poseen una fuerza propia de superhéroes. Suele tener un gesto protector, casi reflejo: si caminas muy cerca de la calzada, te pone la mano en la espalda -la ocupa toda, desde la nuca a las lumbares- y arrastra para obligarte a caminar pegada a la fachada de los edificios, lejos del tráfico. Dan ganas de pedirle que no aparte la mano. El contacto nada tiene de sensual, pero agrada la sensación de seguridad que transmite. Durante unos segundos estás convencida que nada malo puede ocurrirte. Son manos de montañero experimentado. 

Hoy vino al mediodía porque necesitaba que le ayudara a diseñar las piezas de una barbacoa que está construyendo. Me sustituyó en la cocina, y yo me puse ante el ordenador. Le gusta hablar. Hace cinco años, en verano, estuvieron en El Atlas. Una expedición de siete personas, un paseo tranquilo, sólo senderismo, en algunos tramos necesitarían utilizar cuerdas, pero los menos. Diez días que se truncaron cuando llevaban siete caminando. Ignacio comenzó a tener diarrea y vómitos por culpa de agua contaminada que había bebido. Al resto, por fortuna, no le afectó. Pocas horas sobraron para que estuviera tan deshidratado que fuera incapaz de dar un paso. Tuvo suerte. Unos lugareños lo llevaron con un burro a su poblado -unas casitas de piedra y adobe que se mimetizaba con la montaña-. Lo estabilizaron durante tres días obligándolo a comer arroz hervido e infusiones. En cuanto pudo subirse al burro sin caerse, lo llevaron hasta una carretera de tierra donde esperaron más de medio día a que pasara una camioneta que hacía la función de autobús. La familia que lo ayudó no quiso aceptar dinero, sólo algunas prendas de abrigo y un par de cacharros de cocina. 

No era la primera vez que Ignacio me contaba esta historia. Aunque antes lo hacía como si se tratara de un pequeño incidente y ahora como si le hubieran salvado la vida. Da la sensación que siente remordimientos por no haber agradecido lo suficiente a la familia que lo ayudó.


Un recuerdo para los espeleólogos y montañeros, los vivos y los muertos. La afición de unos pocos, salva la vida de muchos (¿quién nos rescatará si nuestro coche cae al fondo de un barranco o nuestro avión se estrella contra la ladera de una montaña?



viernes, 10 de abril de 2015

La vida no es más que una sombra andante

Leo en la terraza, sobre mi sombra, aplastándola por completo, sin dejarla escapar ni un ápice. Apenas dos páginas después de empezar la lectura, mi madre interrumpe. Está compungida. Es muy fácil que mi madre se entristezca. Si la vida no es perfecta, ella se pone a soltar quejidos, como si el fin del mundo se acercara. A mi primo Antonio no le pagaban. Le pidió prestado dinero a su madre, mi tía, ahora ya le pagan, pero mi primo tiene amnesia voluntaria y ha olvidado la deuda. Mi madre propone que se lo contemos a mi primo Paco, el hijo mayor de mi tía, pero, por su personalidad bonachona, sabemos que devolverá la deuda de su propio bolsillo. Lo sensato, lo racional, sería que mi tía hablara con su hijo y le recordara el dinero que le debe, pero ese sector de mi familia es así de extraño: más confianza con desconocidos que entre ellos mismos. 

Cuando mi madre cuelga, mi sombra comienza a escaparse por un lateral. Algunos centímetros sólo, que no han avanzado mucho más que mi lectura cuando vuelvo a ser interrumpida. El llanto de la cuñada de mi aparejadora se le ha contagiado, aunque intenta disimularlo asegurando que está resfriada. Creo que no quiere admitir que puede sentirse triste por la esposa de su hermano. Tiene que ir a buscarla al trabajo porque ha sufrido una contractura muscular en la espalda y no puede moverse; aunque tal vez la mujer sólo esté agotada porque las condiciones de su trabajo rayan con la esclavitud. Mi aparejadora quiere que la acompañe, me excuso con una mentira involuntaria. Estaba esperando a un amigo para hacerle un dibujo. Mi sombra apenas ha avanzado una palma cuando mi amigo llama para informarme que ya no necesita el dibujo porque sus clientes han dejado de serlo por no ponerse de acuerdo con la factura (querían pagar en B). 

Sigo leyendo. Hace frío y lo sensato sería refugiarme en la casa, pero el libro paraliza hasta los tiritones. Quentin Compson intenta devolver con su familia a una niña italiana que se le ha pegado como una lapa después de regalarle pan e invitarla a un helado. Faulkner vuelve a ser engullido, a las pocas páginas, por Joyce y el frío se hace insoportable. Para entonces mi sombra apenas es una mancha difuminada en el suelo, tamizada por un manto de nubes.

jueves, 9 de abril de 2015

Confesiones de una atea

¿Por qué lo que discurre por mi celebro molesta a la gente? Les importa poco que pueda dormir o no por un absurdo ritual que tiene más de folclórico que de religioso, pero, sin embargo, que admita que no creo en Dios es casi un delito que me convierte, para muchos, en una intolerante. He vivido desde pequeña en un mundo donde la idea de un Dios real imperaba. Seguramente mi conocimiento  de la Biblia, y de otros libros sagrados no católicos, es superior a los de muchos que me acusan de opinar sin conocer. 

Me gustaría creer, sería lo más fácil, imaginar que en un futuro inmediato -¡la vida es tan breve!- pueda encontrarme con mi padre muerto y conocerlo realmente; con mi abuela, la que recuerdo de mi infancia, no el despojo humano en el que se terminó convirtiendo; dos de mis tíos; algunos amigos... Tiene que ser increíble creer que después de muertos una figura paternal te va a cobijar, en lugar de tener como destino la inexistencia infinita. 

Me gustaría creer, pero el deseo no es suficiente, ¿cómo rechazar la evidencia, la experiencia infinita antes de nacer? 

Cómo utilizar el lenguaje HTML en el blog de Antonio Muñoz Molina

Para poner cursiva = <i>cursiva</i>
Para poner negrita = <b>negrita</b>
Para poner negrita y cursiva al unísono = <b><i>negrita y cursiva</i></b>

Las palabras que van entre <> son las que salen en el tipo de letra indicado.

miércoles, 8 de abril de 2015

Los amantes

Tardé mucho en aprender a leer. Lo hice cuando mi familia ya había perdido la esperanza y comenzaban a quitarme de la cabeza la idea de querer ser arquitecta. Puede que en mí, el deseo de leer, de conocer historias reales o ficticias, sea algo genético porque, aunque no era capaz de enlazar una sílaba con otra, robaba a mi hermano mayor sus cómics, que me estaban vetados, y me tiraba horas y horas con ellos, aunque los dibujos sólo me permitieran intuir las historias que contaban. Luego aprendí a leer y no volví a los cómics hasta mucho tiempo después. Pero, ¿dónde estaban las historias que me habían divertido tanto? Las reales, las que detallaban la palabra escrita, me parecían menos interesantes que las había creído dilucidar por las imágenes. Echaba en falta el romance entre dos samuráis o la repoblación de la Tierra desde las pústulas de un científico loco que produjo la exterminación de la raza humana. Aquella experiencia de mirar sin conocer realmente lo que veía, tiene su reminiscencia en el placer que siento al contemplar las muchas fotografías con las que Internet nos satura.

Foto robada a El Ideal

Puede que la ausencia de Guille sea, en parte, culpable del erotismo que encuentro en la fotografía de arriba. Dos hombres jóvenes, probablemente compañeros de trabajo, tal vez los conductores del camión sobre el que duermen, abrazados a sí mismo, como si la luz diurna los retrajera del contacto directo al otro; pero las piernas, desobedientes, se enredan y enlazan y los pies buscan la caricia de la piel desnuda. Un trabajador descarga sacos de verdura mientras dos hombres duermen en la parte superior del camión, dice el pie de página de la fotografía, aclarando mucho menos de lo que vemos, pero, ¿no estropearía la verdad todo cuanto podemos imaginar? 

martes, 7 de abril de 2015

La frontera

No suele existir barreras que nos diferencien con claridad un momento decisivo de nuestra vida de otro. Un buen día abrimos los ojos y nos percatamos que estamos sumergidos en la madurez desde hacía tiempo; otro, comprendemos que esas dificultades económicas que se van acumulando es la crisis que vaticinaban desde hacía un lustro quienes considerábamos unos pesimistas redomados; incluso el estar casados, a pesar del aparente día concluyente de la boda, es un estado difícil de asumir. Tal vez por estar tanto tiempo separados, acostumbrada a la plena libertad, aún no he aprendido a detenerme antes de tomar decisiones transcendentales y acepto trabajos que nos atan a un lugar sin pensar que, tal vez, Guille piense que es el momento de volver a casa. 



Quizás hoy sea uno de esos días decisivos en los que las casualidades me hacen comprender que algo ha cambiado. Sigue habiendo carteles de Se vende en la mitad de los locales por delante de los que paso al pasear por esta ciudad, y en a la puerta del supermercado, una pareja, un matrimonio, pedían ayuda para dar de comer a sus hijos. Pero Guille me llamó temprano. Retrasa el regreso porque el trabajo se le acumula y casi al unísono, dos segundos después de su despedida, el promotor de las casitas que hemos proyectado en la playa, nos da el visto bueno para realizar el proyecto de ejecución. ¿Será de verdad el final de la crisis, o sólo un espejismo provocado por el azar y el deseo?

domingo, 5 de abril de 2015

¿Esto es todo?

Más de una hora al teléfono. Un compañero me ha llamado para hacerme unas consultas sobre el Cype. Hablamos de lo divino y lo humano. Tenemos tiempo. A él le aburre estos días la tele (mucha misa y mucha película de santos), yo prefiero no salir por no tener que esquivar procesiones mientras hago equilibrios para evitar caerme (aunque este año la cera ha sido menos molesta que otros).  

¿Esto es todo? Pregunta. Se refiere a nuestra profesión, al trabajo. Hablamos como si fuéramos muy viejos y resultara imposible cambiar. Tal vez tenga razón. Ya nos hemos definido como arquitectos. Dice que yo he decepcionado a muchos (hiere). Pensaban que llegaría lejos, que a estas alturas sería la mano derecha de algún arquitecto famoso, o incluso que me habría convertido en una lamprea que se zampa sin escrúpulos al tiburón que la protege. Me recordaba ambiciosa, siempre persiguiendo a algún profesor para hacerle preguntas. Un recuerdo erróneo. Perseguía a los profesores que me podían proporcionar trabajo, pero no me delato porque la pobreza, aunque se haya superado, avergüenza. Su relación con los compañeros ha sido más estrecha que la mía. Sabe de quienes nunca han ejercido aunque tienen la carrera terminada, de quienes, de nuestra clase, nunca terminaron, de quienes han intentado hacer Las Américas en Arabia Saudí y volvieron con el rabo entre las piernas... Colgamos después de prometer que nos llamaremos más a menudo, aunque sabiendo de antemano que sólo la necesidad nos volverá a reunir. 

¿Quién da más?

Como con mi aparejadora. Me quejo de las condiciones de trabajo de la limpiadora del post de ayer: trabaja seis días a la semana, siempre, independientemente de los días festivos. Ocho horas como mínimo. Las horas de más no se cuentan como extraordinarias. Siete euros a la hora. En los bloques de viviendas algunas vecinas se quejan de la limpieza sistemáticamente. Todas las limpiadoras acumulan las suficientes quejas para que cualquier despido no sea considerado improcedente. 

La cuñada de mi aparejadora: en una empresa hortícola: dos meses de trabajo, 6.57 €/hora. Conoce la hora de entrada al trabajo, pero no la de salida. Ningún día de descanso en esos dos meses de trabajo, a no ser que llueva y no se pueda hacer la recolección de las verduras que envasan. El ambiente está saturado de polvo de la tierra de las hortalizas y de los productos químicos que sirven como abono. Las gafas de protección están impregnadas con gotitas blancas que no se pueden quitar. Las mascarillas no las proporciona la empresa, las compran las trabajadoras (sólo mujeres -seremos más mansas, ¿aceptamos con más facilidad las injusticias?-). Diez, quince horas cada jornada. Gente que llora, que vomita, que  se desmaya, que pierde los nervios y se tira del pelo, y aún así, están contentas por tener ese trabajo, deseando de echar las más horas posibles. 

Pensaba que la esclavitud estaba abolida. ¿Para qué coño sirven los sindicatos? ¿Dónde están los derechos de los trabajadores? Hoy día se protege más a un animal que llevan al matadero que a un trabajador. ¿Se puede denunciar cuando le estás quitando el pan de la boca a decenas de familias?

sábado, 4 de abril de 2015

A un lado y a otro

Soy muy buena martirizándome, imaginando qué puede salir mal, sin tener fundamentos para ese temor. Apenas acepté hacerle un favor a nuestra antigua limpiadora, comencé a sospechar que algo saldría mal, que metería la pata y mi buena voluntad llevaría a Nieves -la limpiadora- a la ruina. 

El plan era sencillo: hacerme pasar por ella durante una jornada de trabajo. Nieves es rubia, una cuarta más baja que yo y sus pechos son, sobretodo ahora que está embarazada, enormes, gigantescos, desproporcionados. Sólo necesitaba un día de descanso por el embarazo del que, supuestamente, no saben nada en su empresa; aunque me parece increíble porque ha cambiado bastante físicamente. Todo su cuerpo, incluida su cara, se ha vuelto más redondeado, mantecoso, blandito. Puede que viéndola día a día los cambiaos hayan pasado desapercibidos. 

Jueves santo (sí, día de fiesta para la mayoría de mortales en este rincón del mundo), seis de la madrugada, un edificio de oficinas en el centro de la ciudad, sobre un banco. Debía hacer que el vigilante me viera al entrar (fácil, era quien debía abrirme), cambiar las bolsas de basura de las papeleras de las oficinas, pasar la mopa, limpiar el polvo, fregar y tirar los cajones de papel reciclado a los contenedores de basura que estaban en el sótano. Al irme, cuatro horas más tarde, debía hacer que el vigilante me viera de nuevo. 

En realidad tardé seis horas y no ocurrió nada, no hice ningún destrozo que implicara problemas para Nieves. La palma de mis manos están despellejadas y con un par de ampollas negras de sangre coagulada por culpa de la fregona (no estoy acostumbrada a fregar más de 1.200 m²). Pero sí se ha producido una pequeña rotura. Mientras limpiaba, mientras recogía los gurruños de papel fuera de las papeleras o llevaba las tazas sucias al fregadero de la cocina de la oficina, agradecía que no hubiera nadie por allí que me viera hacer ese trabajo porque yo sentía que estoy al otro lado, como si existiera una barrera invisible que separa los trabajos a un lado y otro de las mesas. 




jueves, 2 de abril de 2015

Demasiado tarde para los muertos

Mi padre fue militar porque su padre, antes de tener que jubilarse prematuramente por enfermedad, fue militar, su abuelo fue militar, y la mitad de sus tíos fueron militares. Los garbanzos duros, pero seguros, le decía mi abuela. La comodidad de lo conocido hizo que se inclinara por una profesión que le permitió ser tan feliz como cualquier otra que el destino le tuviera reservada, según sus propias palabras. Conociéndolo a través de sus lecturas -que en gran parte también han sido las mías-, y por lo poco que me han contado mis hermanos -el conocimiento directo fue demasiado breve-, estoy convencida que habría llegado al paroxismo de la felicidad siendo profesor de literatura o, incluso, escritor. Mis hermanos aseguran que su profesión ideal hubiera sido la de catador de puros (lo malo es que no lo dicen del todo en broma).

Detrás de nuestra casa vivía un teniente de origen marroquí. Era alto, nervudo, feo como un ogro. Se parecía un poco a Abraham Lincoln. Durante los veranos, cuando no estaba de servicio, le gustaba pasearse con sólo el pantalón de faena para jactarse de su torso musculoso. Jamás lo vi con ropa diferente al uniforme, puede que ni siquiera tuviera. Más de una vez, después de la muerte de mi padre, vino a casa a prepararnos el rancho. Él enseñó a mis hermanos a castigarme poniéndome bocabajo durante interminables minutos -el castigo original resultaba aún más terrorífico: amenazaba con meterme la cabeza en un barreño lleno de agua o en el inodoro-. Las sobremesas solían ser largas y entretenidas. Le gustaba que lo cronometráramos desmontando y montando el arma que solía llevar escondida en una cartuchera de tobillo. Él decía que mi padre, en realidad, no era militar. Tal afirmación me molestaba como si fuera un insulto, y lo pretendía ser; pero con el tiempo, al madurar y comprender, al confesarme mis hermanos que les acojonaba el teniente, se ha convertido en un halago porque no lo consideraba un igual.  

A lo largo de nuestra vida nos hemos topado con muchos Rambos como aquél: personas sin mucho juicio que rayan en la locura, tan apegados a la vida militar que se pueden considerar integristas. Dan miedo. Imaginar que en sus manos puede haber legalmente un arma de fuego, una granada o incluso una tanque, aterra. No sé si en la actualidad deben pasar los militares un examen psicológico, en los tiempos de mi padre -antes de 1.988-, no. Por fortuna, parece haber un equilibrio y la locura no se acompaña, por lo general, de inteligencia. Un loco inteligente sería una bomba de relojería. Cuando ocurra, cuando un militar pierda la toda la cordura y se lleve por delante a una, diez, cien o mil personas, decidirán que ha sido un despropósito poner un arma en manos de un loco; porque tiene que haber muertos para que cambien la legislación, como ha ocurrido con la obligación de que haya dos personas en la cabina de un avión. De los avisos sin daños personales, no aprendemos: