Un tinte casero ha hecho estragos en el rostro de Fernanda. Las manchas de su frente, como sombras, no se notarían tanto si la sangre arrebolara su rostro en lugar de derramarse sobre las sábanas estampadas de la cama de matrimonio. A pesar del frío que comienza a invadirle cada milímetro cuadrado de su piel, desearía sentir la brisa de la tarde y percibir el aroma de la dama de noche cuyas flores ya deben de estar abiertas; pero la ventana está taponada por decenas de mirones, que han sido atraídos por los gritos de Román. Desde su posición Fernanda no puede ver al muchacho, probablemente agazapado junto a la puerta, encogido, no por pudor, aunque está tan desnudo como su madre, quien quiera que hubiera sido, lo trajo al mundo; si no por miedo. Tampoco se puede girar para mirarlo porque cualquier movimiento la obliga a sentir cómo el cuchillo jamonero que la atraviesa, destrozando su camisón nuevo de encaje, le desgarra las entrañas. La rabia le hace cerrar los ojos para no ver a quienes la miran morir. Luego piensa que muy pronto estará sumergida en las tinieblas por toda la eternidad, y los vuelve a abrir. Jamás la curiosidad de sus vecinos le pareció tan abominable, tan cruel. Hablan como si ella no estuviera presente o ya hubiera muerto. Especulan. Están convencidos que son dueños de la verdad.
Nadie sabe cómo se llamaba de verdad Román. Alguien dijo que el muchacho se parecía al porquero del pueblo, y como el nombre quedó libre desde que su antiguo dueño sufrió un golpe de buena suerte: murió, todos pensaba que era un castigo soportar una vida tan mísera; el adolescente sin nombre dejó de serlo. Aunque siguió respondiendo al nombre de lerdo, mentecato o tonto.
Fernanda no recuerda cuándo comenzó a alimentarlo. Sin duda, mucho antes de ser consciente de ello. Después de fregar los platos, solía sacar al patio las sobras del almuerzo en una escudilla de aluminio para que comieran los perros. Un día escuchó alboroto, se asomó a la ventana, y allí estaba el muchacho, disputándose un hueso del cocido, mondo de carne, con Sultán. Durante un tiempo lo estuvo espiando a distancia. Sólo aparecía cuando ella se metía en la casa y jamás dejaba sin alimento a los animales. Muy pronto, en la escudilla de las sobras, hubo bocados más suculentos que en los platos de Fernanda y Alonso.
El acercamiento no se produjo hasta que Blanquita dio a luz. Cinco cachorros azabache, como la madre. Cuatro de ellos fueron metidos en un saco de arpillera y arrojados al río. La perra cargaba con el que le quedó a todas partes. Cuando ese día Román se acercó a la escudilla para compartir la comida, el animal temió por su cría y se lanzó contra el muchacho. Román se dejó curar con docilidad, después de ser sobornado con una magdalena. Eran heridas poco profundas, arañazos en las manos y antebrazos y un único mordisco en la parte interior del muslo. Sin ese mordisco, Fernanda nunca habría sabido que hacía mucho tiempo que Román no era un niño, que una mujer de edad es capaz de sentir excitación al pensar en la desnudez de un hombre tras la tela ajada de unos pantalones y que el placer, en el sexo, puede compartirse.
¿Quién lo cuidará cuando yo no esté?, es el último pensamiento de Fernanda antes de perder el conocimiento.
Tal vez sea mejor así: estará protegido. Quien visita en el hospital a Fernanda, le cuenta indignado que han encerrado a su violador en una institución para dementes, más parecido a un colegio que a una cárcel. No tendrá que preocuparse más por él; pero sí por Alonso. Sospecha que regresará en cuanto se dé cuenta que no hay peligro. Adivina los reproches de su marido: ¡Ponerme los cuernos con el tonto del pueblo, con un niño que podría ser tu nieto! A Fernanda no le da miedo pensar que estará bajo el mismo techo, en la misma habitación, que quien ha sido capaz de apuñalarla, a Fernanda le da miedo que el recuerdo del pasado que acaba de abandonar, le haga pensar en la venganza.