Cuando era una niña, lo suficientemente pequeña para que en mi recuerdo aún aparezca mi padre (murió cuando yo tenía 6 años), me tiré todo una eternidad (infantil) contemplando las olas rompiéndose junto a la playa. Quería saber por qué hacían espuma (siempre fui más persistente y cabezota que inteligente). Mis hermanos me arrastraban con ellos para dar un paseo en hidropatín y mis padres se obstinaban en que estuviera dentro del agua o bajo la sombrilla, para evitar una insolación; pero en cuanto se despistaban, volvía a la orilla y ponía toda la atención en ver cómo el agua volvía y se retiraba una y otra vez. Hasta que comprendí el movimiento de las olas, y que el choque del agua de ida con el de vuelta era lo que producía la espuma. Pero, si yo ya lo comprendía, ¿por qué se seguía produciendo? Con esa edad pensaba que todo en el mundo estaba para ser comprendido y luego dejar de interesar.
Hubo un punto de inflexión en mi contemplación inocente de las películas. Vi cómo se rodaba una escena, y desde entonces todos los planos no están limitados por lo que veo en la pantalla del cine, la tv o el pc. Imagino a los ayudantes, el vestuario del actor que no se ve, las vías de la cámara, los focos, los extras... es complicado seguir la historia que me quieren contar en las películas si mi mente está puesta en qué ocurría alrededor de lo que veo.
Pero la arquitectura no se ha sumergido en ese mundo de indiferencia después de ser comprendida. La razón, no la sé; quizá, porque sólo creo comprenderla. Cada edificio es un reto, muy diferentes unos de otros. Son como cuerpos humanos. Los esqueletos, la estructura. Los músculos, las paredes. El aparato circulatorio, las instalaciones... La piel, las fachadas, dándole belleza o fealdad, siempre dependiendo de los ojos que lo miren. Sospecho que llegar a comprender de verdad la arquitectura, sólo servirá para amarla más.