domingo, 30 de junio de 2013

La ética de la ficción

Me suele gustar el cine que hace Luc Besson; pero la mayoría de las películas de este director francés son como casi todo el cine comercial norteamericano: hay que verlo y no cuestionarse nada de lo ocurre en la trama. Hoy he vuelto a ver León, el profesional. 


Cuando la estrenaron, mis hermanos me la llevaron a ver. Un asesino a sueldo  se hace protector de una niña a la que un grupo de policías corruptos asesinan a toda su familia por problemas de drogas. Me gustó y me gusta aún, pero, ¿qué ocurre si extrapolamos los hechos de esa película a la realidad? El héroe es un tío que se gana la vida asesinando a los supuestos malos. Acabar con la vida de otra persona que no le ha hecho nada por un puñado de dinero, con premeditación y alevosía. Son los malos. En su simpleza, la película sólo nos muestra la vertiente malvada de estas personas. Nos obligan a dar por sentado que merecen morir sin juicio y sin defensa. Al final, cuando el asesino a sueldo y la niña están a punto de ser atrapados, cargarse a todos los policías posibles parece la única opción. Como en tantas otras películas de este tipo, el poder judicial parece no existir. A El profesional no se le ocurre denunciar a los policías corruptos e intentar evitar una masacre. 
Por fortuna casi todos sabemos distinguir ficción de realidad. 

sábado, 29 de junio de 2013

La Colonizadora

Mi madre llega muy temprano para ayudarme con la compra y hacerme compañía. La ha traído mi hermano mediano y también se la ha llevado casi inmediatamente después de comer. Hace siglos que no conduce. Tiene el carnet caducado y no tiene coche. Cuando la gente le pregunta si le dan miedo los coches, ella admite que no, pero añade de inmediato: me dan miedo las personas que conducen de forma inconsciente. Y suelta una retahíla de conductores famosos que han cometido barbaridades. Su mente está llena de datos extraños sobre gente extraña, de famosos momentáneos que dentro de pocos años serán juguetes rotos o trozos frikis de un pasado olvidado. En la frutería habla con el dependiente chino mientras escoge un melón maduro -pero no mucho, porque recuerda que yo los prefiero algo enteros-. Los reconoce por su sonoridad; el dependiente, por el tacto. Yo los escojo por el aspecto, sin ninguna ciencia milenaria que me indique qué grado de madurez o dulzura tendrá, confiada en el azar. El dependiente le regala un puñado de picotas. Cuando voy sola, la amabilidad del dependiente sólo alcanza a rebajarme algunos céntimos. 

En el portal coincidimos con los vecinos de abajo. Apenas los conozco. Ellos y mi madre intercambian el triple de palabras que habremos cruzado ellos y yo desde que nuestra convivencia sólo está separada por un forjado. Les pide que suban a merendar cualquier tarde, sin previo aviso, para hacerme compañía. Cuando estamos solas me pregunta si me he enfado por lo que ha hecho. Le digo que no. Me gustaría ser un poco más como ella. Cuando era pequeña me avergonzaba que hablara con extraños; pero hace mucho que dejé de ser tan tonta. Cocinamos juntas. Vemos una película juntas (Lo Imposible). Se nos llenan los ojos de lágrimas en las mismas escenas. Antes de lo previsto, mi hermano le da un toque al móvil y debe marcharse. Nos despedimos con un gesto de mano. A Guille le extraña que no nos besemos nunca. Besos de mi madre recuerdo muy pocos: cuando le enseñé la cicatriz llena de puntos de la apendicitis y cuando tuve un corte de digestión en la playa. Ninguno más. 

viernes, 28 de junio de 2013

El gran azul



Primer baño en una piscina este año. Sumergirse en las aguas recién vertidas de una piscina, cuando aún no le ha dado tiempo a que el sol las caliente y cuando aún huelen a cloro, es como meterse entre las sábanas limpias de una cama. Cuando era pequeña y aún no sabía nadar, mis hermanos me tenían que retener si me acercaba al borde de la piscina del Destacamento porque el agua era como un canto de sirena que me llamaba y atraía. Me sentía tentada a tirarme, sobre todo si la luz del sol incidía sobre las ondulaciones que el viento producía en su superficie oblicuamente, a primera hora de la mañana o a última de la tarde. Esa sensación de estar penetrando en algo limpio y nuevo no volverá  producirse hasta el año que viene, cuando la abstinencia me haya hecho olvidar.

jueves, 27 de junio de 2013

Actitudes

A Urdangarín se le está poniendo careto de indigente desde que lo imputaron por el caso Nóos. El rostro demacrado por haber perdido peso e incluso la sombra de una barba mal afeitada, hace imaginar una sonrisa cariada y el hedor del ayuno saliendo de su boca. Pero la cara no es el espejo del alma. Si lo fuera, este sujeto con su jeta de piedra no se habría gastado miles de euros jugando a la ruleta en un casino de Londres.
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Esta mañana temprano estuve en los juzgados de Málaga para recoger una pericial. De vuelta, pasé por la casa de mi madre para saludarla. Me extrañó verla preparar cuidadosamente la comida que iba a tirar. Mi madre siempre compra bastante comida porque no sabe cuándo vamos a aparecer alguno de nosotros (mis hermanos o cuñadas o Guille y yo) o alguna de sus amigas; inevitablemente, a veces, le caduca. Hasta hace poco se la daba a una vecina para que se la echara a sus animales (de granja -tiene una casa a las afueras del pueblo con cerdos, patos y gallinas). En el pueblo no hay comedores sociales. Hoy la sacaba del frigorífico o el congelador, la envasaba al vacío y le ponía con rotulador indeleble la fecha exacta de cuándo caducaba. Me contó que en el pueblo hay una familia que no acepta que se le dé nada, pero que por la madrugada buscan en los contenedores de basura. 

miércoles, 26 de junio de 2013

A pocos metros de ti

Es como su sombra. A veces Ataúlfo camina tan cerca de Belinda que se cuela en la burbuja de olores y aromas que va dejando tras de sí. Para ella sólo es un extraño que la casualidad ha hecho que sigan el mismo camino; para Ataúlfo, la razón de un día más de contenida felicidad por poder verla, pero sin intercambiar una palabra o un gesto de reconocimiento. El taconeo de la mujer se mezcla con las pisadas de decenas de personas, pasos suaves y lentos de quienes están ociosos por ser un día festivo. La mujer se para en una cafetería. Es una mañana agradable. Se sienta  muy erguida en una de las sillas de madera de la terraza, con una postura aprendida en los colegios de pago de su infancia remota. Ataúlfo sabe que pedirá un té helado, y que dejará un rastro de carmín en la taza cuando beba. Belinda se inclina sobre un libro que el autor le acaba de firmar, su dedo guía a su vista en la lectura de lo escrito con una sonrisa melancólica en los labios y los ojos; sin percatarse que alguien la observa a pocos metros. También sobre la mesa de Ataúlfo hay un libro del mismo autor. Le ha mentido cuando le pidió que se lo firmara, le ha dicho que ambos son viudos y están enamorados. En su imaginación es lo que ocurre: pasean juntos, se cogen de la mano, los roces robados se convierten en contactos lícitos y cuando el deseo apremia, se besan sin pudor en los labios, como si fueran adolescentes disfrutando de su primer amor. 

martes, 25 de junio de 2013

Los agujeros de gusano

Continúo con la costumbre de tener conectado constantemente el Skype, casi siempre directamente con la casa de los padres de Guille. Tienen instalado un netbook en la cocina, que es la estancia donde más tiempo suelen pasar. A las cuatro de la madrugada, cuando volví de correr, en mitad de las penumbras apareció el rostro somnoliento de mi suegro no biológico, iluminado sólo por la luz del frigorífico que dejó abierto mientras bebía un vaso de agua. Pegó la cara a la pantalla, me saludó y volvió a desaparecer. Por un momento pensé estar ante una escena de Rec y temí que de inmediato apareciera un vampiro. 

Ahora Guille corretea de un lado a otro de la cocina para prepararse el desayuno. Mi vecino de abajo también es madrugador y desayuna en estos momentos. Huelo el aroma del café y de las tostadas y es como si existiera una conexión directa con la cocina que está a casi 900 Km de distancia, como si el universo se plegara y pudiera tocar, con sólo alargar la mano, el rostro de Guille que ocupa toda la pantalla del ordenador de mi derecha.

lunes, 24 de junio de 2013

Los apéndices del asesino

De día y de noche iba por la ciudad buscando una mirada. Vivía nada más que para esa tarea, aunque intentara hacer otras cosas o fingiera que las hacía, sólo miraba, espiaba los ojos de la gente, las caras de los desconocidos, de los camareros de los bares y los dependientes de las tiendas, las caras y las miradas de los detenidos en las fichas. El inspector buscaba la mirada de alguien que había visto algo demasiado monstruoso para ser suavizado o desdibujado por el olvido, unos ojos en los que tenía que perdurar algún rasgo o alguna consecuencia del crimen, unas pupilas en las que pudiera descubrirse la culpa sin vacilación, tan sólo escrutándolas, igual que reconocen los médicos los signos de una enfermedad acercándoles una linterna diminuta. Se lo había dicho el padre Orduña, "busca sus ojos" [...]

Plenilunio - Antonio Muñoz Molina

Cuando mi sobrina tenía seis años, mi cuñada creyó que la había perdido. La llevó al cumpleaños de un amigo. Como no había aparcamiento y la niña llevaba zapatos nuevos, permitió que se bajara frente al recinto donde iban a celebrar la fiesta. La vio entrar y fue a dejar el coche en un aparcamiento subterráneo cercano. Cuando volvió, mi sobrina no estaba entre sus amigos, ni en los baños, ni en la zona de juegos. La desaparición sólo duró cinco minutos (a mi sobrina le habían permitido entrar en la cocina para prepararse a su gusto la hamburguesa que tomarían de merienda); los momentos más duros y agónicos de su vida -comenta mi cuñada cada vez que se hace mención de aquellos hechos-. Dice que lo recuerda como si su peor pesadilla se hubiera hecho realidad. 

Poco a poco, a medida que transcurre el juicio de José Bretón se va difuminando de delante de la palabra asesino, la de presunto. Pero este sujeto deleznable me es indiferente. Atrae mi curiosidad la madre, el padre y los hermanos de este sujeto. ¿Cómo pueden zafar de su conciencia la clara sospecha que asesinó a sus nietos o sobrinos para hacer daño a su exesposa? ¿Qué ocurre en la mente del familiar de un asesino que prefiere no ver ni escuchar ni admitir las evidencias? ¿Qué ocurrirá si lo dejan en libertad?

La Odisea de Penélope

Una de las películas que más le gustan a Guille de ciencia ficción, es 2001, Una Odisea en el Espacio. La veo intentando comprender, pero para mí sólo es como el traje del rey: invisible y cómica. Resulta muy gracioso cómo imaginaban nuestro pasado más reciente en el remoto 1968. Qué lejos estaban de sospechar el alcance que tendrían los ordenadores y los teléfonos móviles. Pero en parte no estaban tan errados: en el 2001 aún no se había conseguido la paridad entre sexos. 

Mientras veo la película, intento entretener las manos haciendo una pulsera de bisutería. Muy de novata aún. 


Guille me llama desde la casa de sus padres. Desgranada los negocios cerrados: el quiosco que había a dos manzanas de la casa paterna y en el que se podía comprar la prensa calentita a cualquier hora del día o la noche, ha desaparecido y la panadería donde comprábamos los payeses, ha sido sustituido por un minimarket. 

Es su primera llamada. Cuando llegó a Barcelona, me dio un toque: pensaba que estaría durmiendo (qué poco me conoce aún). En realidad fue como un interruptor que me permitió cerrar los ojos y dormir después de una noche en vela, temiendo que el teléfono sonara y no fuera su voz.  

sábado, 22 de junio de 2013

El océano

El primer año que vivimos un Sant Jordi juntos, cuando aún ni siquiera éramos pareja, Guille me regaló una rosa azul. Ahora, si cree que me tiene que consolar por algo, compra fruta; la lava, la pela y corta para mí. Como las cerezas que me trajo hoy mientras él dormita en el sofá. Hemos almorzado pronto porque esta tarde queremos salir a pasear. Se siente culpable por dejarme, pero igualmente se siente culpable por tener abandonados a sus clientes. No soy capaz de disfrutar plenamente de este tiempo que nos queda juntos, aunque es más de un día. Todo parece vaticinar su marcha: la maleta sacada del armario, y que he escondido tras las mesas del estudio para no verla; la llamada de su madre preguntando qué quiere comer el lunes; los amigos que lo invitan a una cerveza como despedida... Es como si se fuera a Marte, como si cruzara un océano, como si partiera a otra dimensión. La crisis ha dilata las distancias.


viernes, 21 de junio de 2013

El hombre de Hierro

Le llamaban El Hierro -y a tal mote respondía como si fuera su apellido- porque parecía no tener necesidades ni sentimientos. Fue el primero que se atrevió a vivir en El Cortijo del Muerto, después de permanecer cinco décadas deshabitado. De él se contaba que había pertenecido a una familia numerosa, el matrimonio y cuatro hijas, y que el cabeza de familia, después de que la más pequeña se quedara embarazada, degolló a todas porque las culpaba por igual de la deshonra. Durante una semana se estuvo levantando, yendo a trabajar, almorzando y volviendo a casa, como si nada hubiera ocurrido. Incluso compartía el lecho con su esposa muerta, a pesar de la frialdad, de las miasmas y del hedor. Cuando iba a confesar al cura el delito cometido, cayó en mitad de la plaza del pueblo. Los líquidos putrefactos del cadáver de la esposa penetraron en la herida que se hizo en la mano al empuñar el cuchillo e hincarlo con fuerza en los cuerpos desprevenidos. La infección había pasado al torrente sanguíneo. Ya no hubo nada qué hacer, a pesar de que fueron rebanándole el brazo rodaja a rodaja hasta llegarle al hombro. En menos de dos semanas había desaparecido de la faz de la tierra toda la familia. Por eso lo llamaban El Cortijo del Muerto, porque nadie creía que tuviera alma un hombre capaz de cometer semejante atrocidad. Pero al El Hierro le era indiferente qué se contara del lugar que habitaba. Sólo era un techo bajo el que cobijarse.

Puede que la vida de El Hierro jamás hubiera cambiado si en el pueblo no hubieran instalado un lupanar. Habría seguido levantándose de madrugada, trabajando durante todo el día, incluidas las horas destinadas a la siesta en el verano en las que hasta las chicharras se aletargaban, para regresar a una casa vacía y silenciosa. El prostíbulo se llenó de chicas exóticas. El Hierro veía a toda aquella variedad de hembras desde la distancia, cuando salían a jugar o a tender la ropa durante el día. Él, que jamás había sentido curiosidad por las mujeres ni la necesidad de formar una familia, y que en sus 25 años de vida, exceptuando el inevitable roce de la madre, ningunas manos ajenas a las propias habían tocado su cuerpo; en cuanto vio la fulgurante melena rubia de Irina sólo pudo pensar en acariciarla. Y lo hizo con manos trémulas, no por el nerviosismo de poder satisfacer un deseo, si no por miedo a estropear la cabellera de la mujer que le parecía tan sutil y delicada como el algodón de azúcar de la feria.

Durante cinco semanas, en días alternos, El Hierro no faltó a su cita con Irina. Iba de madrugada, cuando apenas quedaban clientes. Aunque sólo pagaba por un servicio de media hora, la mujer le pedía que se quedara a pasar la noche porque la forma que tenía de acariciarle el pelo conseguía adormilarla ahorrándole el difícil trance de permanecer en vela, sola y con sus pensamientos, que siempre eran sombríos. Fue Irina quien tuvo la idea de convivir. A El Hierro no le pareció raro tener que acordar un precio con el proxeneta del prostíbulo para que la dejara ir y ni se inmuto cuando Irina apareció ante su puerta con una maleta de cartón en una mano y un niño de cinco años, rubio como ella, en la otra. Y cuando Irina alegó tener que arreglar papeles en su ciudad natal, El Hierro le pagó el viaje hasta Rusia. La madre dejó al hijo al cuidado del hombre como confirmación de que volvería... Y lo hizo, después de ocho años y medio, cuando para ambos sólo era un recuerdo doloroso, como el que se tiene de alguien que ha muerto; y los muertos no vuelven a la vida. El Hierro observó con aparente indiferencia las maniobras de seducción de Irina: intentaba encandilar al hijo con el dinero y las riquezas del hombre que le había puesto un anillo en el dedo, para llevárselo con ella lejos, muy lejos. Nicolai, Nicolás, se despidió de los amigos, arregló su maleta y arrastró los pies hasta la puerta de la casa, dilatando el tiempo que aún estaría junto al hombre al que hacía mucho  que llamaba padre y que se mostró impávido, con la mirada fija en la pared vacía, incluso cuando el niño dejó un rastro de lágrimas en su mejilla después de besársela. 

jueves, 20 de junio de 2013

Oído cocina

No es necesario que me pidáis permiso para utilizar cualquier dato, escrito o capturas de pantalla de este blog: nada tiene copyright, y si os puede ser de alguna utilidad, encantada en poderos ayudar (sobre todo los usuarios de AutoCad, que han sido los solicitantes -intentaré actualizar esa página con más regularidad-). 

miércoles, 19 de junio de 2013

Con el pie izquierdo

Los acontecimientos negativos se acumulan algunos días. De nada habría servido permanecer en la cama, porque habría amanecido igualmente, y anochecerá de todas formas; y lo que ha ocurrido, habría sucedido sin que nada lo hubiera podido evitar.

Todo empezó cuando hoy aún no era hoy. Acababa de abrir el archivo de los planos de las instalaciones que por fin envió el ingeniero y el primer cruce conflictivo que examino, sumando todas las alturas... 2.20 m. Inevitable no enfadarse. Al final no ha resultado tan catastrófico como hizo presagiar esa primera comprobación. Quedé con el ingeniero en la obra. Intenté que viera in situ las dificultades que hay para que el garaje haya una altura libre sólo de 2.20 m. Se obstinaba en culpar a la normativa. ¡La normativa es una cosa y las necesidades de los clientes es otra, y los clientes necesitan 2.50 m, coño! (Creo que es el primer taco en muchos años que suelto a un tercero).

Para entonces ya sabía que Guille se tiene que volver a ir a Barcelona porque el trabajo se acumula. Todos los propietarios de fincas en la costa siente la repentina necesidad de sacar planos topográficos de sus lindes (es trabajo, no nos vamos a quejar por ello, pero yo preferiría que se quedara a mi lado). El teléfono que teníamos en el despacho -ya clausurado como el de Málaga- lo hemos trasladado a la casa de sus padres y su madre hace las funciones de secretaria, incluso mejor que yo, porque ella puede responder a los clientes en catalán si lo requieren (ay, una punzada de celos). Al menos he conseguido ganar media batalla: se irá el lunes de madrugada, en lugar de mañana, como planeaba.

Por la tarde, mientras Guille iba a despedirse de sus amigos del fútbol sala, acompañé a mi cuñada a la consulta de una vidente (Aaaaaaaaaaaaaaah!!!! Qué rabia me da que crea en esas cosas!!!). ¿Pero cómo no se da cuenta de las evidencias? Nos hicieron esperar en una sala antes de entrar. Delante de nosotras había una señora. Mientras esperábamos, la mujer nos preguntaba cosas, supuestamente para matar el tiempo. La mujer entra, le larga a su compañera toda la información que nos ha sacado y así parece que adivina algo. Por supuesto no le dijo nada diferente a lo que nosotras mismas habíamos comentado en la sala de espera. Mi cuñada se quejaba de que veía poco a mi hermano estos días, y de ese comentario la adivina sacó la conclusión de que la engañaba con otra, y le quiso vender un amarre de amor. Eso me enfadó mucho. Si llamas a las doce o la una de la madrugada al teléfono de su trabajo, mi hermano responde siempre, porque ahora tiene que trabajar el doble para ganar el mismo dinero que hace poco más de un año. Me molestó tanto que se pusiera en duda la moral de mi hermano, sobre todo porque mi cuñada es capaz de empezar a rumiar las palabras de esa sacadineros y terminar de creerla a ella en lugar de las evidencias, que di un golpe en la mesa y le dije que si pretendía leer el futuro al menos debería tener un ápice de perspicacia. Creo que no me entendió bien porque me gritó que la sinvergüenza era yo (eing?).... Bueno, no hay mal que por bien no venga: al menos a mi cuñada se le quitó la idea de comprar el amarre de amor. Hace años escuché en el programa de la SER Hablar por hablar que el amarre de amor consistía en echar su sangre menstrual en el café del hombre al que quería enamorar (¡Qué asco más anti higiénico!!!)

Por fortuna nada más negativo ocurrió. Mientras volvíamos a casa paramos en un bazar chino y compramos cuentas para hacer collares (me voy a convertir en Penélope -en lugar de tejer, haré collares y pulseras- a la espera de mi Ulises). Me dio la idea mi cuñada y me enseñó las primeras nociones (ella ya es una experta). Así ahorra dinero: hace bisutería como regalos para los cumpleaños de las niñas que invitan a mi sobrina.

martes, 18 de junio de 2013

La ventana indiscreta

Cinco bañadores, seis mudas, tres vestidos, seis pares de zapatos, seis braguitas... es la ropa que milagrosa cupo en la maleta de mi sobrinilla: se ha ido tres días a Cazorla como final de curso. Estaba tan ilusionada con este viaje que llevaba semanas imaginando qué harían para prever cuánto iba a necesitar. Era un nerviosismo compartido por sus compañeros: los Whatsapps ardían. 



En el hotel donde está, nos da la posibilidad de verla por cam durante un par de horas al día: mientras almuerza y mientras cena. Es extraño espiarla tan ajena a todos nosotros. Entre tantos críos y a pesar de la imagen tan mala de la cam, la distinguimos más por los gestos que por su fisonomía. Cuando ríe con ganas, echa hacia atrás la cabeza; cuando está cansada, apoya la barbilla en la mano con negligencia; cuando habla, todas la miran... Macarrones, carne con patatas y sandía. No le gusta la sandía. No le gusta casi nada dulce (será genético). Terminan de comer pronto. Menos de una hora (la urgencia de seguir divirtiéndose fuera).

Los niños salen. La cam sigue en funcionamiento. Una docena de monitores limpian las mesas. Una chica se queja de un chaval que no ha querido comer nada desde ayer. Al final hoy se tuvo que sentar junto al crío para hacerle tragar un plato de patatas fritas. Otra de las monitoras le advierte: A ver si te va a denunciar la madre por forzar a comer al niño. La otra monitora se encoge de hombros: También me puede denunciar por no hacer comer al crío. Al menos, si le pasa algo, mi conciencia está tranquila. Un monitor más mayor les advierte: Saludad a la cam, estáis en directo

lunes, 17 de junio de 2013

Inercia

Creo que mi ex logopeda me utilizaba para satisfacer su inclinación sádica. Su rudeza y brutalidad en acentuar los errores -si no los cometiera, no la habría necesitado- consiguió mermar mi autoestima. Cada tarde que me preparaba para ir a verla, sentía un desasosiego muy parecido al de la infancia, cuando tenía que presentarme a un examen que no llevaba bien preparado. Hoy, después de escuchar durante cinco e interminables minutos su perorata por un error que había cometido, le dije que no necesitaría más de sus servicios. No voy a buscar a nadie que la sustituya. Cuando llegué a casa, me quedé completamente dormida, hasta ahora. Creo que fue la angustia de enfrentarme a la logopeda lo que me produjo un ataque de ansiedad hace algunos días. A veces no nos conocemos bien y es nuestro subconsciente el que se rebela.

Los otros

Cuando era pequeña me creía diferente al resto de la gente: por no tener padre, por la dislexia, por mi madre depresiva, por ser llevada de un lado a otro en vehículos militares (en una ocasión un niño le preguntó a su madre si nosotros éramos niños malos y estábamos en la cárcel).... Mi única aspiración durante mucho tiempo sólo fue ser como los otros

Ayer un amigo de Guille nos llevó a una granja de acogida, donde él pasó parte de su adolescencia. Fue a dar una charla sobre el futuro que les espera a los niños y adolescentes cuando salgan de ese lugar que muchos consideran el único seguro después de escapar de una familia conflictiva o grupos de amigos que sólo los llevaba a ser marginales sociales o delincuentes. Creo que la charla que dio iba dirigida a los niños, pero en gran medida también a nosotros, a Guille y a mí, porque habló de que esos niños sólo necesitan que alguien confíe en ellos y les impongan unas normas y reglas a seguir, como le ocurrió a él. No habló de su infancia y adolescencia, pero sí las consecuencias: se convirtió en la hez de la sociedad. Cuando llegó a la granja, se topó con una cuidadora que supo hacerle comprender que él podía ser como los otros, los adolescentes normales que no necesitaba robar para comprarse unos vaqueros o comer. 

También Guille asegura que consideraba normales al resto de adolescentes. Él era demasiado mojigato, demasiado inocente, demasiado normal. 

Creo que Guille salió de la granja con las ganas de llevarse a casa a media docena de chavales. Pero sería injusto. No podemos proporcionarle lo que necesitan: un espacio propio, un horario regular, atención constante, y, sobre todo, la seguridad de permanecer en esta tierra. Casi todos tienen raíces aquí (familia -aunque no vivan con ellos- y amigos). Sólo conseguiríamos que se contagiaran de nuestra incertidumbre. 

sábado, 15 de junio de 2013

Prohibido prohibir... segunda parte

Más cosas que no le gustan a Guille que haga (lo de prohibir es tal vez exagerado). Si hago algo que le desagrada, se limita a estar de morritos durante una media hora (no tiene la capacidad de enfadarse).

Montarme en las motos de mis hermanos con pantalón corto (esto parece un poco machista, pero tiene su explicación). Son motos de campo de gran cilindrada. Hace dos años me caí y una de mis piernas quedó como si la hubieran exfoliado con lija de grano gordo (¡ay!).

Salir a correr de madrugada durante los meses de invierno. Antes no le importaba, hasta que una noche me acompañó y comenzó a poner morritos. Los meses de verano no le importa. Acaba de levantarme el veto. Me burlo y le pregunto si es que piensa que los malos se dedican a abandonar el calor de sus casas para delinquir. Los malos -con la actual situación de crisis las reglas se rompen y hay muchas excepciones-, son malos principalmente porque es más cómodo quitar a otros lo que tienen que conseguirlo por medio de un trabajo regular que obliga a un horario y a recibir unas órdenes. Él, mi burla, aunque la reconoce como tal, la considera como palabras serias y asegura que los malos salen a todas horas pero que los buenos en una noche con -4º de temperatura se quedan en casa y si me pasara algo malo, tardarían una eternidad en socorrerme (la mente de Guille a veces es muy tortuosa). Aunque tiene razón: es muy raro encontrarse a alguien de madrugada por la calle durante el invierno: alguien que ha salido a buscar una medicina, parejas que alargan una discusión gritándose con susurros forzados... En verano la vida nocturna es más rica y variada. Muchas personas se aletargan durante las horas de más calor del día y por la noche viven. Me encanta esta época del año. Incluso correr es más placentero. No hay que ir envuelta en mallas, camisetas, leggins... tiene algo de onanista reconocer la suavidad de la parte interior de los muslos cuando se rozan uno contra el otro. 

viernes, 14 de junio de 2013

Los renglones torcidos de Dios

Las mujeres miran a los niños a través de los cristales manchados de gotas de lluvia evaporadas. Los dos  niños tienen los ojos verdes y hoyuelos en las mejillas que se acentúan cuando ríen. A Carlota le gusta meter las manos en el cabello de Efraín. Los rizos negros se enroscan en sus dedos como tentáculos. El pelo ensortijado lo ha heredado Efraín de su madre. También Carlota ha heredado de su madre la cabellera rubia y espesa que hipnotiza a su amigo cuando el viento la mece, pero nadie lo sabe porque siempre está cubierta por una toca que no deja escapar ni un mechón. Cuando llega la hora de marcharse, Efraín protesta, llora, patalea. No comprende por qué no se pueden llevar a Carlota. ¿Qué hace una niña en un convento de clausura? El niño depone su actitud cuando su madre promete que volverán a visitar a Carlota y a la madre superiora pronto.

Pronto, resultó ser cinco años, una eternidad que sombreó el labio superior de Efraín, llenó de músculos su cuerpo y le proporcionó una altura que lo obligaba a inclinar la cabeza para mirar a casi todas las personas que conocía. A Efraín lo atormentó todos los días de esos cinco años la idea de que Carlota se hubiera olvidado de él. A Carlota se le aceleraba el corazón cada vez que la campana de la portería sonaba anunciando una visita: siempre esperaba que fuera su amigo.

Las mujeres miran a los adolescentes a través de los visillos de la ventana. A Efraín, ahora que ya no es un niño, le está vetado el convento de clausura. Carlota podría salir fuera, pero no hay quien le sirva de carabina. El adolescente se ha encaramado a la tapia y Carlota se ha subido a una de las ramas más alta de la morera que crece en el perímetro del vergel. Están tan cerca que la mano femenina puede penetrar en la caballera de su amigo y sentir los rizos que envuelven sus dedos. En los dos pares de mejillas aparecen hoyuelos cuando ríen ante el absurdo temor de que el otro lo hubiera podido haber olvidado. 

A la madre superiora y la madre de Efraín les agrada una amistad que vaticinan terminará convirtiéndose en amor. Efraín es un buen chico, de buena familia e inteligente. Carlota, desde el día que supuestamente fue abandonada a las puertas del convento, sólo ha puesto los pies fuera para ir al colegio. Sabe cocinar y coser mejor que cualquier novicia. La madre superiora sonríe cuando antes de despedirse, Efraín coloca un objeto en la mano que había estado enredada en su cabello: un anillo que compartirá la misma cadena que la medalla del Sagrado Corazón de Jesús que el padre Onofre le regaló cuando tomó la primera comunión.

La yema de los dedos de Carlota están asaeteadas por la aguja. Aprovecha cualquier rato libre y parte de la noche para hacerse el ajuar. La boda se ha adelantado. Efraín se marcha a la capital a estudiar Arquitectura y la madre quiere que lo acompañe para que se ocupe de él. Pero sólo puede hacerlo si han pasado por el altar. Sábanas, manteles, paños de cocina, talegas... y un camisón que esconde a la vista de las monjas y enciende sus mejillas: es de tela transparente y los tirantes son dos lazos anudados. Carlota ríe constantemente, aunque no exista razón. Sólo un pequeño nubarrón ensombreció su felicidad al principio del verano, cuando pidieron al padre Onofre que reservara una fecha en septiembre para casarlos. Incomprensiblemente, montó en cólera. Gritó. Carlota estaba destinada a tener como único amor, a Dios. Se negaba rotundamente a celebrar esa boda. El sacerdote necesitó una semana para ser comprensivo. Le regaló un cachorro para sellar la paz. Un perro del tamaño de una rata y feo como una rana, que supo reconocer su nombre, Reverenda, entre todas las demás palabras que pronunciaba su ama. 

¿Dónde se había metido Carlota? Sólo faltaban tres días para la boda. La noche anterior se había retirado temprano a su habitación porque estaba muy cansada y había vomitado lo poco que pudo cenar. Por la mañana ya no estaba, ni en su dormitorio ni en ninguna otra parte del convento o alrededores. Nervios por la boda, por lo que ocurriría luego, por tener que dejar el convento de donde apenas había salido en toda su corta vida... Sólo cuando Efraín se enteró, las especulaciones absurdas de una huida voluntario dieron lugar al temor de que algo malo le había ocurrido. La perrita se había escapado pocos días antes. Efraín temía que Carlota hubiera ido a buscarla en mitad de la noche y la oscuridad traicionera no le hubiera permitido ver un pozo sin clausurar. 

Inmediatamente se creó una batida que dio resultados antes de caer la noche: Carlota estaba a cinco kilómetros del convento, agazapada junto a una roca, vestida con el camisón que había cosido sólo para los ojos de Efraín, con los pies destrozado y emitiendo unos susurros incoherentes que el padre Onofre identificó como una clara evidencia de que la muchacha estaba endemoniada. El grito que emitió cuando el sacerdote intentó hacerle beber agua bendita, lo confirmó. 

De nada sirvió un exorcismo, ni el rezo de todas las monjas del convento de clausura, ni la promesa de Efraín de que iría todos los domingos a misa. Carlota no volvió a ver amanecer. Tres días más tarde se celebraba el funeral. La ciencia y la cordura habían vencido a las supersticiones y el cadáver de quien enterraban no era el de una endemoniada si no el de una mujer joven infectada de rabia. Onofre ofició la misa. De sus ojos verdes no cesaron de salir lágrimas que recorrían sus mejillas, esquivaban la concavidad de sus hoyuelos y llegaban a la barbilla. Todos estuvieron de acuerdo en que el sacerdote, por haberla visto crecer desde casi el momento de su nacimiento, quería a Carlota como un padre.

Otro de los cuentos de mi abuela. Me encantaban los que trataban de personas infectados de rabia. 

jueves, 13 de junio de 2013

Perdonar al culpable

Hasta ayer mismo no había visto ni uno de los reportajes de Jordi Évole, Salvados (prácticamente no veo nada la tv). Como estos días estoy calculando una estructura, en lugar de quedarme mirando como el CYPE calcula pilar a pilar y viga a viga, veo trozos de estos documentales. Ha coincido que dos de los tres que he visto, tratan del poder judicial y en ambos se hace hincapié en lo injusto que es la forma de conceder los indultos en España. Depende de los políticos y no deben ser justificados. El juez Javier Gómez Bermúdez pone un ejemplo: tres delincuentes son sentenciados por el mismo delito. Uno de los delincuentes es de buena familia y los otros dos son "unos tirados". El gobierno sólo indulta al delincuente de buena familia

De la mayoría de los indultos, por ser irrelevantes socialmente, no nos enteramos. 

Supongo que habrá montones de personas que pueda estar tranquila con su yo del pasado, que nunca hayan hecho algo de lo que se arrepientan por las consecuencias que han provocado. Yo no soy una de ellas. Cuando era voluntaria en Adobe, acudía un par de días a la semana a un reformatorio para dar clase a los niños que estaban encerrados. Uno de los cuidadores me pidió ayuda para un preso adulto que conocía porque se lo habían llevado del mismo reformatorio en cuanto cumplió la mayoría de edad. Había cometido delitos de narcotráfico porque él mismo era un drogadicto -que traficara con droga en lugar de no robar, al parecer, era un atenuante-. Quería solicitar el indulto, escudándose en que había dejado la droga -tenía análisis de orina que lo demostraban-. Tenía que escribir una carta a la Reina y otra al Ministerio del Interior, y yo lo hice en su nombre. A las pocas semanas estaba en la calle. Ahora es un prófugo y anda por alguna parte del Caribe.

¿Qué ocurriría si condenan a Bárcenas por blanqueo de dinero, o alguno de los muchos delitos que presuntamente ha cometido, y el gobierno, por que le conviene tenerlo contento para que no cante muy alto, lo indulta?

miércoles, 12 de junio de 2013

Prohibido prohibir... primera parte

Guille y yo tenemos muchas cosas en común y otras tantas propias de cada uno. Somos dos individuos independientes que debemos ceder un poquito cada uno para ser una pareja. Él cede en mis gustos extravagantes de música -a cuyos conciertos me ha acompañado más de una vez- y que tengo puesta constantemente y mis horarios, completamente diferentes a los suyos (ya está acostumbrado a despertarse y que yo no esté a su lado). Yo cedo con su instinto paternal que impone prohibiciones con el único fin de protegerme. 

Prohibido colocar fotos en Internet. Ésta no es muy racional. Si el viento te levanta la falda,  no hay que preguntarse cuántos sabrán de qué color llevo hoy el tanga, si no, desde cuántos ángulos me habrán grabado y subido a Youtube? Ya no somos dueños de nuestra imagen. Tampoco me deja colgar fotos suyas, y es una pena, porque me muero por colocar una de los hoyuelos que tiene al final de la espalda. Fue lo primero que vi de su anatomía. Gateaba sobre enormes planos extendidos en el suelo del despacho que compartíamos y la camisa se le había salido del pantalón. Suelo esquivar la esperpética visión de las huchas.  Pero en Guille era diferente. No correspondía al inicio apretujado por la ropa de un culo peludo. Daban ganas de acariciar las concavidades de sus hoyuelos y conocer la suavidad de su piel atezada, seguir con el dedo la línea de carne más blanca que no había tocado el sol... Era muy difícil concentrarse cuando él andaba (gateaba) por el despacho.

martes, 11 de junio de 2013

Ahora me ves... ahora no me ves

Estoy acostumbrada a no ser vista, sobre todo en los eventos tipo congregación de arquitectos. Ahora han inventado una capa mágica para que sean otras cosas y personas las que compartan mi invisibilidad. En cuanto algo nuevo aparece, es inevitable pensar en las utilidades prácticas que tendrá en un futuro más o menos inmediato. Supongo que el efecto se conseguirá gracias a un juego de reflejos.

Una de las periciales que me ha encorajinado más trataba de un edificio muy alto en Almuñécar que cegaba las vistas a un montón de casitas de pescadores. Lo malo es que yo defendía a la parte demandada (el edificio alto). En una pericial, aunque tienes que ser ecuánime e imparcial, siempre puedes inclinarte, sin faltar al juramento de decir la verdad, hacia una u otra parte (todo es gris, pocas cosas son blancas o negras). Ahora puedo imaginar gigantescos paneles de invisibilidad escondiendo a la vista los gigantescos edificios y devolviendo el constante vaivén de las olas. O la Catedral de Granada, poder verla desde cualquier punto, como si estuviera aislada en mitad del centro de la ciudad.... O, lo más importante...


Aaaaaaaaaah!!!! poder deshacerse sin dinamitar monstruosidades como la del Hotel San Antón (lo tengo delante de las narices).

Pequeñas miserias

Hoy mismo, a la espaldas del juzgado de la Caleta, en Granada. Un hombre joven golpea a un señor que camina con muletas y lo llama a gritos hijo de puta. Dos hombre forzudos, que parecen salir de un gimnasio, los separan. La gente se congrega a su alrededor, gente que los conocen. La historia se compone poco a poco, con comentarios sueltos. Son padre e hijo. El padre maltrató a la madre hace años. Los hijos consiguieron que se separaran. Los hijos le compraron una pequeña casa a la madre y se ocuparon de ella hasta su muerte. El padre ahora que la esposa maltratada ha muerto, solicita ser heredero de la casa y de todo cuanto la mujer poseía... El cumplimiento estricto de las leyes a menudo sólo defiende a los injustos.

domingo, 9 de junio de 2013

Puro egoísmo

El ingeniero con el que trabajamos en el edificio del Campus de la Salud es como el perro del hortelano: que ni come ni deja comer. Llevamos más de dos semanas aceptando su afirmación de que le queda muy poco y mañana mismo tendremos las correcciones de los planos de todas las instalaciones -pero mañana nunca llega-. Dos semanas de espera, sin hacer prácticamente nada. Podríamos haber escapado unos días a casa. Tener unas pequeñas vacaciones prematuras. No habríamos hecho cosas diferentes alas de que aquí, pero nos habríamos librado de la tensión de la convicción de que el trabajo duro empezaría mañana mismo.

En construcción, como en cualquier otro campo, es fácil descubrir y poder tamizar a los pedantes: gente que finge saber mucho y pero que, en la realidad, es difícil explicarse cómo se posible que lleven cuatro o cinco años ejerciendo una profesión con tan pocos conocimientos. 

Esto no ocurre con la aparejadora que suele trabajar con nosotros en Granada. Los datos que conoce, casi todos, los proporciona al instante; los que no sabe, sin temor a quedar como una ignorante, los proporciona en cuanto los consigue y sus fechas para proporcionar un trabajo suelen tener un error de más menos media hora. Hoy merendé con ella en una cafetería cercana. A mi pregunta de qué hará cuando hayamos terminado el edificio del Campus de la Salud, me respondió que seguir como ahora, haciendo lo poco que se pilla estos días. Le sugerí que escapara a cualquier otro lado. En Barcelona, aunque también escasea el trabajo, está mejor que aquí. No puede hacerlo. Está atada a su madre. Hace unos años murieron su padre y su hermano mayor en un accidente, y desde entonces viven solas. La madre depende por completo de ella. Nada le impide tener una vida independiente, pero las pocas veces que la hija ha intentado tener un poco de autonomía, la madre se ha fingido enferma. La madre no solo está lastrando el presente de la hija, también el futuro, porque la está obligando al paro, lo que implicará una situación muy precaria cuando sea pensionista. Por fortuna pocos padres son tan egoístas como esta mujer, que antepone sus necesidades a las de su hija.

viernes, 7 de junio de 2013

Cosas del pasado

Plaza de las Pasiegas, Granada. Por la mañana, las diez y pico. Plano general del cielo. Un helicóptero en el cielo azul parece estático porque no hay ninguna referencia de nubes.
Traveling vertical hasta llegar a ras del suelo. 
Traveling de derecha a izquierda. La terraza de un bar con mesas y sillas de aluminio atestada de turistas desayunando. Tiendas de recuerdos que comienzan a abrir. Fachada de la catedral. Fachada del Colegio Catalino y, aunque la plaza es peatonal, un par de furgonetas de la policía están aparcadas junto a la calle que comunica con la plaza Bib-rambla. 
Plano entero de la pareja que aparece por esa calle. Él, cuarenta y pico, pelo canoso y corto, vestido con traje gris oscuro, camisa gris, sin corbata. Ella, pelo suelto, pantalones cortos, sandalias planas, camiseta de tirantes y rebeca negra calada, larga. 
Plano general de la plaza desde la fachada de la Catedral. La pareja al fondo, junto a las furgonetas de la policía. Turistas sacándose fotografías. Un grupo de japoneses siguiendo a una guía que blande un abanico de lunares rojos como un estandarte. La música, Las Variaciones Goldberg de JS Bach, que ha estado sonando hasta entonces, para.... Explosión de una de las furgonetas. Fuego. Metralla. Humo. 
Plano general del cielo. Silencio absoluto. 
Plano medio del hombre del traje gris. Está derribado en el suelo y se incorpora aturdido. Sólo tiene una herida en la sien derecha. Toca a la mujer que lo acompañaba, también tirada en el suelo. Está muerta. Acribillada por la metralla. 
Plano general de la plaza. Mesas volcadas, cuerpos desmembrados, sangre... cesa el silencio. Gritos.


Esta mañana Guille me acompañó a hacer algunos recados. A las diez y pico pasamos por la Plaza de las Pasiegas. Muchos turistas sin prisa y muchos ciudadanos acelerados. En la plaza, junto a la fachada del Colegio Catalino (a la derecha de la fotografía), había un par de furgonetas de anti disturbios de la policía. Supongo que habría alguna manifestación en la ciudad, aunque no nos topamos con ella - y tampoco he visto referencia alguna en el periódico. Instintivamente, en cuanto las furgonetas aparecieron ante mis ojos, me apretujé contra Guille. Sólo fue un segundo, porque Guille me preguntó si me pasaba algo y comprendí que era absurdo contarle que en mi instinto de conservación está inscrito el alejarme de cualquier vehículo militar o persona uniformada. Imagino, como si fuera en una película, que van a explotar. Sólo un segundo, luego, alegría. Despertarnos con la noticia de que ETA ha asesinado a otro militar, policía, político o ciudadano, por fortuna, es cosa del pasado. 

jueves, 6 de junio de 2013

Euforia

El aire es ácido que penetra por las fosas nasales quemándolas. Picor, estornudos, moqueo... cualquiera diría que soy una extraterrestre sumergida en una atmósfera hostil. Veo la pantalla a través de una película densa de lágrimas que no se derraman pero que se solidifican formando pegotillos viscosos y repugnantes junto al rabillo del ojo. Aaaaaaah, qué asco me doy. Guille quiere cerrar las ventanas y clausurar el despacho para crear una burbuja de aire limpio, pero a mí me gusta ver las cortinas moviéndose con suavidad por la corriente de aire. A pesar de la alergia, ésta es la época del año que prefiero. Creo que es por reminiscencias del pasado, cuando el colegio terminaba, el encarcelamiento del internado concluía y recuperaba una libertad bastante salvaje de la que milagrosamente salí ilesa. Soy incapaz de oler la sandía cortada en cuadraditos irregulares que Guille me ha puesto junto al ordenador, pero recuerdo sin problema el hedor a gasolina quemada y a plástico recalentado del furgón que venía a buscarme al internado, a deshora -a las cuatro de la tarde, la misma que marca en este momento el reloj de la pared-, cuando ya todos mis compañeros estaban en sus casas, sin obligaciones, desperdiciando un tiempo que parecía eterno en leer tebeos o impacientándose por el lento pasar de la hora de la siesta que ninguno aprovechaba para dormir, pero que imponía el aislamiento del resto de amigos. El dormitorio vacío, los cajones y el armario revisado, lágrimas en los ojos de alguna monja con un inadecuado instinto maternal, un último beso de un rostro sin depilar... sentía euforia cuando el furgón se ponía en marcha y avanzábamos alejándonos del edificio del ladrillo marrón del que sólo habría visto la tapia, alta como la de una cárcel, si hubiera mirado atrás. 

miércoles, 5 de junio de 2013

El intelecto de los cerdos que se alimentan de margaritas

Era mediodía, las 12:03 como mucho, comenzaba  cuestionarme si era conveniente gritar que salieran todos  corriendo o mantener la boca cerrada porque veía palpitar una grieta en la pared, cuando el rumor se convirtió en noticia: Antonio Muñoz Molina había ganado el Príncipe de Asturias de las Letras. Ocurrió en Orce. Estaba midiendo una casa cueva. No tardé en percatarme que la raja en la pared se agrandaba y encogía porque el enorme y orondo culillo de uno de los operarios que trabajaba dentro de un minúsculo aseo empujaba cada vez que se inclinaba para coger pasta, un paramento bastante maltrecho : no era estructural, no había peligro. El dueño de la casa cueva me acompañaba para ayudarme a medir porque el distanciómetro no es muy preciso en paredes irregulares como las de las cuevas. Cuando escuchó la noticia que daban por la radio, se quedó parado y señaló el techo, como si las palabras del locutor fueran visibles al igual que una nube de humo: Ese es el único escritor que he visto en carne y hueso en toda mi vida, dijo. El dueño de la casa cueva es un señor de unos 40 y pico años de aspecto amable, ambiguo por culpa de su piel atezada: lo mismo puede parecer un agricultor que se pasa todo el día trabajando bajo el sol, que un ejecutivo que se puede permitir pasar todo el fin de semana tostándose en las playas de Marbella. Como pregunté dónde y cuándo había sido, siguió contando. Dijo que fue cuando estudiaba mecánica en el Instituto Virgen de las Nieves. La profesora de lengua, de la que todos estaban enamorados, un día, en lugar de tener clase, los reunió en el salón de actos, y allí estaba él. Les habló de la novela que se acababa de publicar y de la que estaba escribiendo en aquel momento, de los personajes que llamaban a su puerta (un señor negro -supongo que sería El Invierno en Lisboa-, del azar, de la constancia y de la suerte, para ser escritor... el dueño de la casa-cueva asegura que fue como echarle de comer margaritas a los cerdos, porque eran un grupo de chavales brutos como arados, que sólo leían porque era obligatorio. Aunque, desde ese día ha intentado leer en más de una ocasión sus libros (sin conseguir acabarlos porque les parece muy complicados -le he aconsejado Plenilunio y Los Misterios de Madrid). De lo que sí disfruta es de los artículos de AMM publicados en El País.

martes, 4 de junio de 2013

Entre algodones

Hubo una época en la que la importancia que se le daba a los sucesos dependía del color de la piel de quienes participaban en ellos. Si el marido y la hija de Josefa no hubieran nacido con la negrura de quien vive en libertad bajo el sol, el asesinato de la niña a manos del padre, habría tenido algún interés mediático; pero  fue considerado cosa de gitanos y sólo un periódico local publicó la noticia. Cuando Josefa llegó a La Lantejuela, con su acento extraño lleno de eses, escapando de un futuro obligatoriamente unida al parricida que sólo debía cumplir cinco años de cárcel, nadie pudo sospechar qué agriaba la expresión del rostro de la mujer. Algunos lo achacaron al animal que nadaba en la placenta de su útero y crecía con la parsimonia de las cosas bien hechas. Si Josefa hubiera tenido un confidente, le habría podido contar que aquella criatura había sido concebida para salvarle la vida, para que cada mañana al abrir los ojos y ser consciente de su existencia, tuviera más razones para mantenerlos abiertos que para volver a cerrarlos con el deseo de que permanecieran así. El padre fue un payo que siempre estuvo enamorado de ella. El pago por diez noches de sexo le proporcionó a Josefa libertad y al hombre menospreciarse a sí mismo porque creía que había emponzoñado el alma de la mujer que amaba. 

Desde el principio comprendieron que Josefa era diferente a la gente del pueblo. Prefería que no le hablaran y si le hacían preguntas directas, respondía con un gesto hosco de irritación, como si las palabras le dañaran. Para cuando dio a luz y no vieron ninguna criatura en sus brazos, todos sus vecinos estaban escaldados por su antipatía y ninguno se atrevió a intentar satisfacer la corrosiva curiosidad. Alguien comentó que el bebé había sido dado en adopción y la suposición, por comodidad de a quienes las preguntas sin respuestas no permitían pegar ojo, se convirtió en realidad.

En 15 años Josefa no tuvo amigos, ni conocidos, ni nadie que pisara su casa. Al final todos se acostumbraron a sus extravagancias, y se les permitía porque nadie cosía como ella. De la fotografía de una revista era capaz de copiar con todo detalle el vestido de fiesta, el traje o el camisón de una estrella de Hollywood. En un pueblo cuyo canon de elegancia era quitarse el mandil o la boina para ir a misa, durante las tres lustros que Josefa se ocupó de sus roperos, sentarse en los bancos de la plaza de la iglesia sólo se diferenciaba de hacerlo ante una pasarela en los modelos que usaban el vestuario: cuerpos con la única belleza del desgaste de la vida, el maltrato del trabajo duro y las deformaciones por las camadas paridas en media docena de años.



Segismundo fue incapaz de reaccionar a tiempo para no aceptar el encargo que Josefa le hacía: ir todos los días a alimentar a su perro durante la semana que estaría hospitalizada. ¿Por qué a él? Era tan huraño y arisco que los niños entraban en su confitería con el mismo desasosiego con el que se acercaban al practicante. Ir al mediodía, calentar las ollas que había en el frigorífico, dejar los alimentos en el vestíbulo de la habitación del fondo del pasillo y marcharse porque el animal se asustaba con los extraños y podía morderle. Las instrucciones que le dio Josefa eran muy precisas.  El primer día no hubo problemas: cumplió satisfactoriamente lo que se le había pedido. El segundo día Segismundo se cuestionó, ¿qué perro no ladra cuando oye extraños en su propia casa? El tercero, ¿qué perro se zampa habas con jamón y hace ascos a un hueso de ternera rebosado de carne? El cuarto día, cuando la puerta del vestíbulo que daba a la habitación comenzó a girar, en el estrecho recinto había algo más que una olla llena de puchero y los olores que de él emanaba: Segismundo estaba agazapado en las sombras y sus ojos estuvieron a punto de salirse de las órbitas porque no estaba preparado para ver lo que ante él se presentó. Era una niña, una adolescente menuda y flaca que lo escudriñaba con una curiosidad tan desmedida como la del visitante. ¿Eres el hombre del saco?, le preguntó con un acento extraño, lleno de eses.

Una habitación, un cuarto de baño y un patio, era todo el mundo que había conocido Griselda desde el día de su nacimiento. Aunque Josefa ya nunca volvería a su casa, Segismundo tuvo oportunidad de escuchar  la historia de sus propios labios. La mujer le habló de la otra hija, muerta a manos del padre y la necesidad enfermiza de proteger a ésta del resto del mundo, de mantenerla oculta y encerrada, pero ahora, cuando estaba a punto de morir, comprendía que había sido un gran error porque sólo crió a un ser desprotegido. A pesar de ello, Josefa pudo marcharse en paz porque Segismundo había ido acompañado por la niña al hospital. La llevó a cuestas un gran trecho porque los zapatos le hacían daño, la cobijaba bajo su chaqueta si algún ruido la asustaba y lastraba todos sus bolsillos con cosas que servían para satisfacer el capricho y las necesidades de Griselda. Josefa cerró los ojos y se dejó ir. Sabía que su hija iba a estar mucho mejor protegida que con ella.

Cada vez que mi abuela me contaba esta historia, no podía evitar mencionar entre carcajadas el día que mis padres hicieron 8 km en bicicleta para llevar a mi hermano mayor a urgencias porque se había pillado un dedo con el tacatá. La cura consistió en ponerle una tirita en el dedo herido y la advertencia de que no era necesario que volviera para quitársela. Los médicos de urgencias también se partieron el culo de risa

domingo, 2 de junio de 2013

El sueño perfecto


Ocurrió el 1 de mayo de 1947. Supongo que asía los collares con la mano porque durante la caída desde 320 metros le debían de golpear en la cara. No es una foto trucada. La sacó un estudiante de fotografía (Robert Wiles) cuatro minutos después de que Evelyn McHale aterrizara sobre el techo de una limusina: se acababa de tirar desde la planta 86 del Empire State. Eran las 10:30 de la mañana y había vuelto de celebrar el 24 cumpleaños de su novio (ella tenía uno menos), quien vivía a 106 Km de New York. En el mirador de la planta 86, desde el que se tiró, encontraron una gabardina perfectamente doblada (detalle de los suicidas: siempre ponen orden en lo que dejan atrás) y una nota de suicidio. La nota, entre otras cosas, decía: Él está mucho mejor sin mí... yo nunca seré una buena esposa para nadie". Aunque el novio lo negó, parece que el suicidio fue consecuencia de una riña con él, y el tiempo que tuvo para rumiar su enfado e ingeniar una venganza durante esos 106 Km; porque, sin duda, matarse tenía el propósito de castigar al novio.

Muy bello el cadáver, muy romántica la supuesta decisión de dejar libre al hombre para el que creía no ser lo suficientemente buena, pero... ¿a esta insensata no se le ocurrió pensar que con su caída podría haber matado a alguien cuyos deseos eran los de permanecer en este mundo durante muchos y muchos años?

sábado, 1 de junio de 2013

En busca de la dignidad perdida

Hoy me he encontrado a un compañero que acaba de volver de trabajar de Alemania. Sólo ha estado tres meses. No ha ganado mucho. Por tan poco tiempo, dice que no merece la pena irse; pero tampoco quería prolongar más tiempo su estancia porque en Málaga tiene a la mujer y dos hijas. Quería ganar lo suficiente para poder irse de vacaciones unos días, no muy lejos, tal vez a Almería o Cádiz; pero sólo ha conseguido dinero para seguir ir tirando estos meses. 

No ha estado trabajando de arquitecto, que es su carrera. Ha trabajado de pinche de cocina, fregando cacharros, pelando patatas y troceando fruta. Dice que después de estar apartado de sus chicas, lo más duro era sentirse un marginado, una escoria, un trabajador sin cualificación que podría haber sido sustituido por un mono amaestrado.