sábado, 31 de marzo de 2012

El asedio

Estoy aterrada. Comenzó ayer. Guille, pérfido, ha escapado de esta batalla, huido a tierras más tranquilas. Estoy parapetada en casa, con alimentos no perecederos para una semana, películas, documentales y libros para más tiempo, por si la situación se prolonga. Aunque tengo puertas y ventanas cerradas, los escucho en la distancia. Me torturan obligándome a escuchar música a todas horas, haciendo imposible el descanso nocturno. Tengo que recurrir al día para pegar ojo. Siempre antes de las cuatro. Es cuando comienzan a salir de sus madrigueras, a tomar las calles e impedir el acceso incluso a los rincones más imprescindibles de la ciudad. Durante toda la noche se dedican a sembrar el pavimento con trampas que se hacen más efectivas con la luz del día, cuando los ciudadanos, inocentes, pensamos que podemos recuperar nuestro espacio y caminamos por las aceras y las calles convencidos de que estamos a salvo, o circulamos en moto o bicicleta. Nadie se dedica a contar las bajas. Nuestra culpa está en confiar en la limpieza municipal, sin darnos cuenta que el Ayuntamiento es el mayor aliado del enemigo. Llamarlos para quejarte del ruido en mitad de la madrugada, sólo sirve para enterarte de que tienen permiso para hacerlo. Pregunto si puedo defenderme tirándoles un barreño de agua. Se ríe, pero me da una respuesta negativa. "Si lo haces, seguro que te cae un puro, guapa". Un ápice de amabilidad, al menos me ha llamado guapa. Pero es un piropo sin efecto porque sólo he hablado con él por teléfono. ¿Y si les tiro hielo? Tengo una cubitera que hace cubitos minúsculos. Aunque caigan desde 12 metros, no escalabrarán a nadie. Pero pienso en el trombón. Enorme, como un dorado inodoro. Una mala aspiración de quien toca puede ser fatal. (De adolescente tuve un novio que tocaba el trombón, aunque se llamaba Plácido, todos los llamaban Pedorretas porque durante uno de los conciertos más importantes de la banda, al soplar y hacer esfuerzo, el gas salió, hediondo y ruidoso, por donde las buenas manearas exigen que no deben).

Son casi las cinco de la madrugada y aún los escucho en la lejanía. Dentro de un rato los veré regresando a sus cubiles, desgarbados, maltrechos, con los disfraces malparados por culpa del arduo trabajo de sembrar con cera las calles.

Espero que el lunes día 9, cuando realicemos el recuente de bajas, todos vosotros hayáis sobrevivido a la Semana Santa. 

jueves, 29 de marzo de 2012

Rabia

Esta mañana dos señores han estado discutiendo bajo mi ventana. Se peleaban por una plaza de aparcamiento. Dos minutos hubiera sido comprensible, tres minutos también... veinte minutos (desde las doce y cinco a las doce veinticinco) es de locos (aunque por esta zona aparcar en menos de cinco minutos es tan difícil como que te toque la lotería). El que ganó, el señor del coche más grande, tuvo que irse sin aparcar porque el hueco era pequeño, el coche grande y el conductor muy torpe.

Bea, la aparejadora, ha llamado para pedir disculpas. Hemos aceptado las disculpas pero ni la delineante ni yo queremos seguir trabajando con ella: nos da miedo. La carpeta que esquivó la delineante me dio de lleno a mí. Lo callé por no asustar a Guille; pero ha salido un morado y, aunque Guille no es Sherlock, ha sabido deducirlo. Ánimalico mío, quería que se endureciera mi personalidad enfrentándome a problemas tipo Bea llorosa y ahora está arrepentido, temeroso de que me hubiera pasado algo.

Mis hermanos, entre otras cosas, se dedican a diseñar piezas de moto (y yo se las calculo). Le vendieron a un señor un montón de piezas bastante baratas con la promesa de que no las venderían en España para que no les pise el mercado. En cuanto le entregaron la primera remesa, lo primero que hizo fue irse a una carrera en el circuito de Ricardo Tormo y montar su tenderete. No han tardado en enterarse de las auténticas razones de este señor. Se dedica a hacer pedidos muy grandes, con lo que abarata el precio de las piezas. Cuando tiene la primera entrega de piezas hace que el fabricante se enfade con él y rompa el contrato. Pequeña cantidad de piezas (las que realmente tienen salida) a precios muy baratos. 

Apuntes sobre la huelga

Mientras desayunaba en la cafetería de siempre, robé algunas conversaciones a los que allí estaban. Llegué a la conclusión de que todos tienen miedo. Los unos tienen miedo a los piquetes, de que les rompan las lunas de las tiendas o le destrocen los coches. Supongo que algunos se callan que también tienen miedo al reproche de ser considerados esquiroles ("que los demás les saquen las castañas del fuego"). Otros tienen miedo a ser considerados problemáticos por jefes que describen como dictadores quienes, a cambio de un salario mísero, se creen dueños de su tiempo y su voluntad. También los hay que simplemente no se pueden permitir hacer huelga: si no trabajas, no cobras. Si a un salario de 600 euros le quitas 30 €, no sólo te hundes en la miseria durante un mes, es que pasas hambre. 

Comercios de la calle Agustina de Aragón (la que tengo que recorrer para ir al supermercado):

  • Hotel: Abierto
  • Fotocopiadora: Cerrada
  • Tienda de zapatos: Cerrada
  • Peluquería: abierta -aunque tenía la persiana metálica a medio cerrar.
  • Tienda de ropa infantil: Abierta
  • Tienda de informática: "Se Alquila"
  • Tienda de diseño: Cerrada (pero nunca he visto abierto ese establecimiento).
  • Tienda de muebles de cocina: Abierta
  • Tienda de ordenadores: "Nos hemos mudado"
  • Pescadería: Cerrada
  • Librería Draco: Abierta
  • Bazar de "todo a cien": Cerrada
  • Videoclub: Cerrado (pero suele estarlo por las mañanas).
  • Tienda de colchones y ropa de cama: Abierta
  • Tintorería: Cerrada
  • Tienda de maquetas: Abierta
  • Otra pescadería: Cerrada (supongo que forzados por no haber mercado).
  • Floristería: Abierta
  • Centro de estética: Abierto (aunque tenía las persianas del escaparate bajadas)
  • Academia de pilotos de avión: Cerrada
  • Bazar chino: Abierto (aunque tenían las persianas de los escaparates bajadas).
  • Tienda de muebles: Cerrada
  • Tienda de comestibles Jefri: Cerrada
Conclusión: Si mi mundo se redujera a esta única calle, la huelga habría tenido un seguimiento superior al 50%. 

martes, 27 de marzo de 2012

Una libra de carne


Cuando vinimos a Granada nos apuntamos a un grupo de senderismo y espeleología, principalmente para tener a alguien que conociera el terreno y estar federados. Hasta hoy, aunque constantemente nos estamos proponiendo salir más, sólo hemos hecho un par de excursiones con ellos. Una corta, de un día, a la Vereda de la Estrella y otra de tres días, media integral por la Sierra. No solemos ir a las reuniones que hacen casi todos los viernes por la tarde porque fuman en el local, un bajo sin ventilación exterior y, al menos yo, termino con los ojos llorosos y asqueada por el hedor del tabaco -Guille lo tolera mejor-. Esas dos únicas excursiones nos ha permitido conocer a algunos personajes curiosos. Guille es un imán para las personas extrañas. Creo que yo soy un claro ejemplo de la atracción fatal que ejerce, y otro de ellos, Libra, un amigo salido de este grupo de los senderistas. Libra es un señor de unos cuarenta y algo de años, delgaducho, nervudo, muy hosco con los extraños, taciturno cuando no se encuentra entre quienes conoce. Cuando me lo presentaron le dije que yo también. Me refería a que yo también soy libra. Me miró extrañado, luego a Guille, a su entre pierna, y luego de nuevo a mí con una sonrisa. Su apodo no está relacionado con su horóscopo -me enteré mucho más tarde-. Pero eso no viene a cuento -nunca me he preguntado cuánto puede pesar un trocito de persona de forma independiente-.

Ayer Guille se encontró con Libra en la calle y se lo trajo a casa para hablar un rato. Al parecer estaba un poco triste, sin razón aparente, o con ella, pero generalizada. La situación económica, el trabajo, que un día un cliente quiere una cosa y al siguiente racanea en el precio (Libra hace cosas de metal -cualquier cosa- desde rejas de forja a objetos de orfebrería). Ayer venía sediento y hablador. Se bebió media botella del whisky barato que utilizo para la sangría. (No tenía otro).  Se estuvo yendo durante una hora y media, y en ese intervalo de tiempo nos contó cómo perdió a la única mujer que realmente ha querido, y de cuya pérdida hace ya más de 25 años.

Sucedió cuando tenía menos de 20 años. La recuerda preciosa. Las dos veces que le pedí que la describiera se le puso cara bobo y repitió lo mismo "Era preciosa" con una sonrisa en los labios (no sé si efecto de un recuerdo feliz o consecuencia de la bebida). Todo ocurrió en la tercera cita que tuvieron. Era verano, mediados de agosto. Él tenía una Yamaha de campo de gran cilindrada y por aquél entonces no había tantas restricciones para poder ir por los caminos rurales. Pocos días antes había ido con unos amigos a La Laguna de Río Seco, en la Sierra. Le había gustado mucho aquel lugar y quiso llevar a su novia para que lo viera. Recuerda perfectamente cómo iba vestida ella: unos pantalones cortos blancos, unas sandalias de color piel sin tacón y una camiseta medio transparente de color amarillo. Salieron poco después de comer. Era un día muy caluroso, completamente despejado, con el aire transparente. Cuando llegaron a la Laguna de Río Seco aún era temprano y, aunque corría "rasca" (airecillo fresco), como habían caminado cuesta arriba un gran trecho, estaban sudorosos. El lugar decepcionó a la chica. Esperaba una especie de vergel, y encontró un charco de agua en mitad de un terreno agreste, seco, completamente marrón, sin más vegetación que unas pequeñas plantas que crecían entre las piedras. Pero, a fin de cuentas, el paisaje era lo de menos. Echaron al suelo su chupa y comenzaron a "pelar la pava" (eufemismo de darse el lote). Comieron los bocadillos que habían llevado para merendar y bebieron cerveza -tres latas ella, una él, que tenía que conducir- y pequeñas botellitas de whisky -no recuerda cuántas bebieron cada uno, pero fueron las suficientes para que la chica pudiera hacer la forma de un corazón con los cascos vacíos-, y siguieron "pelando la pava" hasta que se dio cuenta de que la chica temblaba como un arbolillo escuálido en mitad de un vendaval. Hacía frío. Mucho frío. Sobre todo para la chica, que iba con muy poca ropa. (Él vestía vaqueros y camiseta). La chica tenía los labios y las uñas moradas y a él, en cuanto se separó de ella, se le erizó la piel. La moto  la habían dejado a unos 45 minutos caminando. A su espaldas había un edificio algo destartalado, muy cerca, parecía que a menos de cinco minutos. Libra pensó que se trataba de una especie de cortijo -luego se enteraría que era el refugio de Félix Méndez-. Comenzaba a oscurecer. Aún había luz, pero donde estaban ellos se había llenado de sombras y las sombras acentuaban el frío. La situación era: sólo tenían de abrigo la chupa de Libra, la chica no se podía poner de pie porque de inmediato el frío hería sus interminables piernas desnudas. Libra no sentía tanto el frío, aunque cuando se incorporó se dio cuenta que el whisky, esas pérfidas botellitas minúsculas, había hecho más mella en él de lo que esperaba (estaba prácticamente borracho). En aquel momento pensó que lo más sensato era dejar a la chica donde estaba, arropada con la chaqueta, mientras él pedía ayuda a los habitantes del cortijo. A ella también le pareció bien.

El camino cuesta arriba hasta el edificio de piedra que se veía tan cercano, fue muy traicionero. Era como avanzar sin acercarse nunca. Lo que sólo parecían cinco minutos, fue en realidad media hora. Llegó aterido y cansado porque había corrido. Cuando llegó comprendió su error. Había una habitación llena de literas de madera, una puerta que daba a unos baños y otra cerrada con un letrero escrito a bolígrafo donde ponía: "Vuelvo antes de anochecer. Acomódate y no rompas nada". En una de las literas encontró un par de mantas perfectamente dobladas y aparentemente limpias. Pensó que eso le ayudaría. Pero antes de volver a por la chica decidió tomarse un descanso de cinco minutos. Sólo cinco minutos. El tiempo suficiente para entrar en calor. Se tumbó y puso el reloj delante de sus narices. Cinco minutos no fueron suficientes. Seguía temblando cuando pasaron, y estaba muy cansado. Sólo otros cinco minutos más. Tiempo insuficiente, cuando transcurrieron su cansancio sólo se había acentuado.  Diez minutos.... Cerró los ojos. Eran las ocho y veinte. Cuando los abrió, un único pestañeo, eran las doce menos cuarto. En ese mismo momento supo que se había quedado sin novia.

Lo había despertado el ruido del todo terreno del guardia del refugio. Al verlo con la cara de sueño, el pelo revuelto y arrastrando una de las mantas, el guardia lo llamó hijo de puta, con intención de insultar -no medio en cachondeo, como se suele hacer a veces aquí, en Andalucía-.

Iban a iniciar su búsqueda. A la chica la habían llevado a Prado Llano, con principio de hipotermia y completamente histérica porque pensaba que él había muerto. Ella no quiso verlo más.

domingo, 25 de marzo de 2012

La casa de la madre

Cuando murió mi padre, a quien realmente comencé a echar en falta fue a mi madre. Estaba acostumbrada a que él pasara grandes temporadas en el hospital, donde a mí me llevaban a visitarlo raras veces. Parecía que fuera una más de sus ausencia, una interminable. Pero mi madre cayó en una profunda depresión que le duró casi diez años. Lo normal en ella es que siempre estuviera haciendo cosas. Me encantaba verla surcando las habitaciones. A su paso recogía camisetas, las olfateaba, seleccionaba, dobladas o al cesto de la ropa sucia; los periódicos, tebeos o revistas, bajo la mesita de la sala de estar; los platos sucios olvidados en los brazos del sofá, al fregadero... y todo ello sin detenerse. Los bolsillos del delantal que solía ponerse en cuanto llegaba a casa eran pozos insondables donde cabían todas las hojas secas y plumas que el aire colaba por las ventanas abiertas.

 Desde la mañana que volvimos del cementerio, se recluyó en su dormitorio y sólo, de tarde en tarde, parecía recuperar su condición de ser humano. Mucha gente de la que visitaba a mi madre le echaba una bronca por no ser capaz de levantarse de la cama y ocuparse de la casa. No comprendían.  Mi madre sufría una completa y absoluta falta de voluntad debido a la tristeza. O puede que fuera al contrario: darse cuenta de que no tenía voluntad para hacer nada, la sumía en una tristeza muy profunda. En una ocasión ni siquiera fue capaz de desplazarse de la cama al baño para cambiarse la compresa. Yo la vigilaba para "que no hiciera ninguna tontería". Había sido negligente. En lugar de asomarme al dormitorio cada media hora, me tumbé en el sofá y vi una película completa sin ocuparme de ella. ¡Menuda sangría! Pensaba que me la había cargado, que se había cortado las venas por mi negrligencia. Corrí a la casa de la vecina para decirle que mi madre había muerto. Se rieron de mí durante una larga temporada (en realidad aún lo hacen cuando recuerdan el incidente -y les basta ver un anuncio de compresas o tampones para hacerlo). Diré en mi defensa que yo aún no había tenido ninguna menstruación y ni imaginaba que se pudiera sangrar tanto sin morir.

A mi madre la alimentábamos con natillas. Era como una mascota. Se nos daba bien cuidar de las mascotas. Todas las que recuerdo se nos murieron de viejas (los pajarillos recogidos de los nidos que caían cuando limpiaban las tejas todas las primaveras, no cuentan). Entre tanto mis hermanos sustituían a mis padres bastante bien. Los recuerdo discutiendo sobre mi vestimenta,  el colegio, mis amigos, mis profesores... incluso recuerdo el interrogatorio al que sometieron a mi primer novio.


Foto de mi madre y mi tío Fermín. De cuando los dinosaurios aún habitaban en la tierra (1950 aproximadamente). Una no imagina que sus progenitores fueron una vez niños.

jueves, 22 de marzo de 2012

Los castillos de la hierba

Cuando lo conocí pensé que, simplemente, era alguien bastante fantasioso que apestaba por culpa del tabaco barato que fumaba (barato, porque tenía que liarse los cigarrillos cuyo humo hediondo le gustaba arrojar a la cara de quien tuviera cerca). Mis hermanos, que siempre eran tranquilos y no se metían con nadie, lo amenazaban con meterle todas las bolas del billar por el culo si me lo hacía a mí (billar americano). Se llama Dani. Aún se llama Dani, aunque ya le vaticinaban un futuro muy breve cuando su vida apenas había comenzado. Le gustaba contar cosas extravagantes, como que era el hijo natural del Rey y que su padre adoptivo -el único que le conocíamos y que tenía una versión añosa de su misma cara, un sargento primero que vivía en la casa contigua a la nuestra- tenía un yate en Puerto Banús y que nos daría un paseo si a él le daba la gana. Los días de lluvia, en los que no nos dejaban salir porque tendíamos a ir a un terreno de arcilla amarilla muy resbaladiza (siempre terminábamos con la ropa muy sucia y alguna que otra brecha), era muy divertido escucharlo.

La presencia de Dani ha sido intermitente a lo largo de los años. A veces sólo fueron flashes de información: Dani expulsado del instituto por pegarle a un profesor, Dani hospitalizado por tener hepatitis, Dani interno en Campillos (un colegio para niños conflictivos muy famoso en Andalucía que yo siempre imaginé como el colegio militar de La Ciudad y los Perros). Ahora Dani, después de haber pasado por uno de esos centros de desintoxicación regidos por religiosos, predica la palabra de Dios (va con una biblia bajo el brazo y le habla de Dios a todo el que quiera escucharlo, o no quiera pero no sepa evitarlo). ¡Él, que siempre andaba soltando improperios contra Dios! Me pregunto si es ético que se aprovechen de los momentos más bajos y el momento de mayor debilidad de una persona para aleccionarlo a una causa que puede que no sea compartida por quien ha sido manipulado. 

martes, 20 de marzo de 2012

Aparta de mí este cáliz

Cuando era pequeña estaba deseando ser adulta porque pensaba que los mayores todo lo podían y nada les preocupaba. Ahora miro con añoranza aquellos tiempos, sabiendo que fui muy ingenua. 

Hoy tuve que ir a  Málaga por diferentes asuntos, pero, principalmente, para hablar con una de las aparejadoras que trabaja de forma eventual en aquel estudio. Se le contrata por horas, dependiendo de la carga de trabajo que haya. Tiene por compañera a una delineante que, hasta el viernes, pensábamos que colaboraban bien juntas. Pero el viernes a última hora nos llamó la delineante bastante molesta (es chocante escuchar soltar tacos a quien siempre utiliza un lenguaje muy moderado). "Estoy hasta el mismísimo coño de Bea". Acusó a la aparejadora de dedicarse exclusivamente a chatear y navegar por Internet desde que entra a las 8:30 de la mañana en el estudio, hasta que sale, a las 3:30, y que sólo ella es la que trabaja. Por eso aún estaba el viernes a las 9:30 de la noche, cuando ellas no trabajan nunca por la tarde, y menos un viernes. 

Guille creyó necesario que fuera el informático quien nos indicara si la acusación de la delineante era real o simplemente se trataba de un arrebato de inquina. Ayer examinaron los ordenadores. Durante la semana pasada, de 35 horas, sólo trabajó 2:15 (no es que tengamos un programa espía, lo hizo simplemente mirando el historial de Internet, el historial de AutoCad y la memoria de las teclas que se han pulsado). Se tira las horas muertas conectada a un programa que se llama Ircap y que sirve para chatear. 

Esta mañana sólo iba a darle un toque. Sugerirle que trabajara sin conexión a Internet, o a pagarle por trabajo concluido,  y no por horas, como hasta ahora. Pero no hubo oportunidad. Supongo que sospechaba de qué se trataba cuando le dije que quería hablar con ella. !Menudo pollo!. No me sabía una "cerda egocéntrica billetera que sólo tiene interés en ganar pasta a base de explotar  a los demás ". En fin... Esta mañana salí de casa preparada para el llanto, el arrepentimiento y los ruegos (es como se había comportado Guille cuando fingió ser Bea mientras me ayudaba a ensayar lo que le iba a decir). Pero no para la violencia. Al irse, tiró un proyecto a la delineante. Por fortuna no le dio porque, aunque sólo era de una vivienda unifamiliar, la documentación que contienen esas carpetas es bastante voluminosa y le podría haber hecho daño. 

Qué complicado es todo cuando se es adulto.  Esta mañana hubiera querido ser la niña enfurruñada porque sus compañeras de clase la llamaban poncho o la adolescente triste porque su novio había preferido ir a jugar al fútbol en lugar de compartir una tarde de cine con ella. Me pregunto si los problemas a los que tenga que enfrentarme en el futuro continuarán yendo a peor.

domingo, 18 de marzo de 2012

El oso disecado con la bandeja en las zarpas

Es curioso, siempre considero como mi casa familiar la del Destacamento de Aviación que está cerca del pueblo Bobadilla Estación, en Málaga, aunque en ella no viví mucho tiempo, desde mi nacimiento, hasta los 10 años. La puedo describir con todo detalle, al menos como quedó reflejada en mi memoria: el porche con sus dos enormes sillones hechos por los soldados con las cajas de las bombas, la chimenea en la sala de estar, la antigualla de teléfono, de baquelita negra, que había en el salón de todas las casas, porque todas las casas eran más o menos iguales; en el patio había una morera que se veía desde la ventana de mi habitación, en una ocasión que tuve fiebre muy alta por una insolación, se llenó de pitufos rosas. 

En la casa, por diferentes compromisos con la familia, principalmente rama materna, o amigos, tuvimos  objetos bastante extraños. El más raro creo que fue una armadura hecha con las chapas de las latas de refrescos sobre un maniquí -imagino que robado del escaparate de alguna tienda-. Uno de los primos de mi madre, que tenía alma de bohemio y artista, pero nada de arte,  cayó en un pozo sin fondo de miseria y toda la familia quiso salvarlo pero sin herir su orgullo: le compraron aquella monstruosidad. Eso ocurrió antes de mi nacimiento. Pero aún rondaba por la casa cuando yo tenía capacidad para recordar las cosas. Estaba escondida en uno de los cobertizos del patio, bajo una bolsa para la basura industrial. Lo sacaban cada vez que nos visitaba alguien de la familia relacionada con el primo-bohemio-artista y lo plantaban junto a la entrada. Un invierno quise utilizarla como juguete y nadie me lo impidió. Me coloqué la armadura -bueno, parte, me quedaba enorme porque era tamaño adulto- y me convertí en Juana de Arco -en el colegio nos habían puesto la película-. En verano, cuando mis ropas dejaron de ser gruesas y llevaba los brazos desnudos, el juguete armadura me hizo pequeños cortes, mi madre se enfureció -se le ocurrió que me podría haber seccionado la yugular por su falta de conciencia- y fue directamente a la basura. El maniquí acabó en la galería de tiro. Terminó destrozado, pero poco a poco. Con cada tiro el maniquí caía al suelo. Durante un tiempo sirvió para que la gente jugara a tirarlo de un disparo lo más lejos posible. Y cuando estuvo lo suficientemente destrozado, fue utilizado para que la gente apostara a ver quién le arrancaba el trozo más grande.

Otro objeto raro, origen del mismo autor,  fue un cuadro tipo Marilyn Monre de Andy Warhol, pero con el rostro agonizante del dictador Francisco Franco. Era una monstruosidad (por el tamaño y por el contenido) y, por supuesto, no estuvo colgado ni un día en el salón. Un día quisimos utilizarlo como camilla en nuestros juegos y se hizo añicos bajo nuestro peso. 

Mi padre, cuando aún estaba bien de salud, cada cinco o seis meses, solía ser instructor -los que le enseñan lo elemental a los reclutas-. El padre taxidermista de un soldado conflictivo le regaló al mío un par de tórtolas disecadas. Tenía una base de cemento blanco pintado de color marrón, como si fuera barro, hierba artificial y los dos bichos con pose tranquila, aunque ambos con los ojos rojos. Eso fue al inicio de la instrucción. Cuando el soldado se licenció sin que lo hubieran metido en el calabozo ni una vez, el hombre volvió a aparecer con otro regalo. En esta ocasión fue un águila o un halcón -mis hermanos discrepan y yo no sabría ni siquiera ahora diferenciar uno del otro; en cualquier caso, sospecho que haber matado a alguno de esos dos bichos, sería delito-. Estuvo dos o tres días detrás del sofá. Era enorme, el pájaro tenía las alas extendidas y un conejo entre las garras. Si mal no recuerdo, un soporte que lo sodomizaba, le dejaba las extremidades libres. Daba la sensación de que estaba en pleno vuelo. Cuando ya estábamos en plena logística de cómo llevarlo al vertedero, el capitán del Destacamento lo vio y le entusiasmó. Nos ahorró un viaje y la evidencia de ser desagradecidos por tirar un regalo apenas cuando lo habíamos recibido. Las tórtolas, con la excusa de estar taladradas por las polillas -ni siquiera sé si era verdad- fueron metidas en una bolsa de plástico y arrojadas al carro de la basura. (Sí, carro -y no estoy utilizando la acepción americana de coche. Se trataba de un carro, un cajón metálico con dos ruedas tirado por un burro y guiado por alguien aún más burro: un soldado que había sido castigado por no poder aprender algo muy sencillo). 

El oso disecado con una bandeja en las manos, y que me ha hecho recordar, primero las tórtolas y el águila -o halcón- y luego el "arte" del primo de mi madre, estaba en la casa alemana de los Mann. Cuando toda la familia tuvo que huir de Alemania en 1933 por el ascenso de Hitler al poder, las pertenencias de los Mann que no habían podido, ni habían dejado, llevarse con ellos, fueron subastadas, entre ellas el oso con la bandeja en las manos. Muchos años después de ocurrir esto, en el año 2001, mientras se rodaba un documental alemán de la biografía de la familia de intelectuales, la hija menos Elisabet Mann Borgese, reconoció en una tienda el oso que había sido de su familia. No lo reclamó, ni creo que tuviera intención de hacerlo, pero, si lo hubiera querido, ¿qué habría dicho un juez? Y, si un palestino reclamara en el Tribunal Internacional de La Haya (y éste fuera realmente imparcial) su casa que ha quedado en "Los territorios ocupados" ¿qué dirían?

viernes, 16 de marzo de 2012

El cosquilleo de las ladillas


[Esto no es una crítica literaria al uso, sólo las impresiones que me han causado el último libro que he leído]

Acabo de terminar de leer Los Fantasmas de Ediumburgo, de Eloy  M. Cebrián. Hacía tiempo, mucho mucho tiempo, que no me topaba con un libro tan divertido. Trata de la vida de Luis Miguel Ortíz, un profesor universitario de literatura Norteamericana. Cuenta desde su infancia, cuando es hijo de de un maestro de escuela durante los últimos años de la dictadura franquista, a su bajada a los infiernos. 

El cabo del hilo de Ariadna (como la magdalena de En Busca del Tiempo Perdido), es un perro que entra en su clase mientras recita el poema de Poe El Cuervo y vomita una rata, dejándolo en ridículo delante de sus alumnos. 

Lo que hace tan divertido el libro -además de estar escrito con un lenguaje muy rico y fluido- es la personalidad del personaje principal. Un trepa cuyo único propósito es medrar y escalar en el escalafón social. Todo cuanto hace, tiene ese propósito, desde intentar militar en el Opus Dei durante su infancia, a casarse con una mujer que, aunque está buena, no quiere. Y a la vez tiene que luchar con sus impulsos sexuales, tan fuertes que le hacen meterse constantemente en líos. 

Copio un párrafo de la novela:

   "Y ésta es la historia de mi vida. Mejor dicho, ésta debería haber sido la historia de mi vida, si no fuera porque cierto día un perro sarnoso se coló en mi clase de Literatura Norteamericana para vomitar una rata delante de mis narices, y un rato más tarde mi catedrático me pilló cascándome una paja en mi despacho de la facultad. Pero, sobre todo, porque el Ladillas me raptó y me arrastró con él a los infiernos. Pero antes de llegar ese último acto todavía queda por cumplimentar algún pequeño trámite narrativo, y me refiero a la necesidad de explicar qué demonios hacía yo en Edimburgo cuando sobrevino el acontecimiento que precipitó mi caída."

Advertencia: No es una novela apta para mojigatos.

miércoles, 14 de marzo de 2012

La hemeroteca del fondo de los cajones

Mi abuela tenía la costumbre de forrar el fondo de los cajones con hojas de periódicos. En el cuarto de los trastos, que en realidad era el hueco que quedaba entre el forjado inclinado de la cubierta y el techo de la planta alta, y al que se subía por una escalera de barco pintada de color verde chillón, se amontonaban los muebles viejos de la antigua cocina, todos ellos de formica celeste y adornos cromados. Un aparador, cuatro sillas, dos taburetes y una mesa con un cajón lleno de cubiertos viejos: cucharas tan desgastadas que parecían haber estado una eternidad lijándose contra el fondo de un plato, cuchillos que no cortaban y tenedores de dientes bizcos. En el fondo de aquel cajón había una hoja del periódico El Caso, una portada donde se podía ver la fotografía de una niña vestida de comunión dentro de un ataúd blanco. Cuando descubrí aquella página aún no sabía leer. Tardé al menos dos años en poder saber qué decía la noticia. Entre tanto especulaba, imaginaba la razón de la muerte de la niña. Como iba vestida con el traje de la primera comunión, pensaba que la niña había muerto atragantada con la hostia consagrada, o por un empacho durante la celebración, o que era atea y se había suicidado antes de aceptar ser católica... a veces se me iba la olla e imaginaba que la niña no era tal, si no una enana que había muerto durante su noche de bodas. Luego aprendí a leer. No recuerdo exáctamente las palabras, pero sí el contenido de la noticia. A la niña la habían agredido sexualmente y, supuestamente, había defendido con su vida su "pureza". En aquel momento, como aún no sabía que los periódicos también mienten, sólo pensé que la niña había sido tonta.

Ídolos de sangre

Stephen King se arrepiente de haber escrito sólo una de sus muchas novelas: Rabia (la que publicó bajo el seudónimo de Richard Bachman). Supuestamente sirvió de inspiración a más de un tarado para acribillar a tiros a sus compañeros de instituto.  Marilyn Mason fue culpado por algunos políticos de ser culpable indirecto de la masacre del Instituto de Colombine porque a los asesinos les gustaba su música y las letras de sus canciones son violentas. El asesino de John Lennon se puso a leer El Guardián entre el Centeno mientras esperaba la llegada de la policía para que lo detuvieran.

Constantemente se buscan razones ajenas a la maldad intrínseca del asesino para explicar unos hechos que asustan. Intenta justificar cualquier hecho atroz con maltrato infantil, violaciones por algún familiar, falta de atención de los progenitores, carencias materiales durante la infancia... Cualquier cosa que sirva para suavizar la verdaderas razones de quien ha pegado cinco tiros a un conductor que ha tenido la mala suerte de toparse con él en su camino. A veces da la sensación que se demuestra más conmiseración por un asesino o ladrón que por sus victimas. 

Este medio día nos hemos tomado una cerveza y una tapa con nuestra aparejadora y su novio, que es funcionario de prisiones en Albolote. Está de baja porque un preso le dio un puñetazo en el estomago. Dice que lo primero que hizo fue ir a los sanitarios y pedirles que le examinaran los nudillos y se los fotografiaran para impedir que lo acusaran a él de agresión. Asegura no comprender a esta sociedad -se le nota bastante quemado- donde prevalecen los derechos de los presos que la de los funcionarios de la cárcel. Nos cuenta con dolor que la misma señora que es capaz de escribir cartas de amor a un tío que apuñaló a su esposa, lo llama a él hijo de puta por el mero hecho de avisar del final de la hora de las visitas. 

lunes, 12 de marzo de 2012

Divagaciones 12

Ayer, comida con mis hermanos y Guille. Nos dedicamos a arreglar el mundo. Parece que no está tan claro que Andalucía sea tomada por la derecha. La gente comienza a verle las orejas al lobo y recula su primera decisión.

Guille a veces lee por encima de mi hombro cuando escribo en el pc. Por lo general para corregirme algún error. Otras veces por curiosidad. Lee mientras estoy en el blog de Antonio Muñoz Molina. Sabe que es escritor, aunque no lo importante que es. Le sorprende tanto como a mí que todos los días se dedique a escribirnos un comentario (somos bestias devoradoras de literatura que necesitamos ser apaciguados).

En el mismo blog, una señora intenta imponer los sentimientos a otros. Exige que estemos compungidos por la muerte de su padre. Incluso reprocha el comportamiento a quien se niega a aceptar semejante dictadura. Guille pregunta la edad de la señora. No la sé. Pero al menos unos 50 años porque dice tener un hijo mayor, trabajando en el Instituto de Astrofísica de Canarias. Se extraña que yo no escriba ningún comentario al respecto. Le digo que pienso que esa señora es un personaje de alguno de los asiduos al blog, para divertirse (un adulto no intentaría exigir a nadie tristeza por un completo extraño); eso, o que la literatura, como a Don Quijote, le ha hecho mucho daño.

Un siete en matemáticas. Consecuencias: mi sobrina ha pedido que le pongan un profesor de apoyo o asistir a una academia -al menos durante un tiempo-. Hasta hace poco le ayudaba a estudiar su madre, pero mi cuñada pasa por algunos periodos de nerviosismo extremo, se pone tan tensa que contagia de su estado a quien tiene cerca.

Durante la comida del domingo sacamos la conclusión de que la falta de rendimiento académico en España es debido, principalmente, a que a los niños no se les enseña a razonar ni estudiar: sólo a memorizar datos. Y a que demostrar ser inteligente, sacar buenas notas, en lugar de ser un aliciente para tener mejor vida social, tiene como resultado todo lo contrario.

Esta mañana accidente en la calle Agustina de Aragón. Yo pasaba por la acera. Acababa de tener una reunión con un cliente en la cafetería Flor y Nata e iba camino del vídeo club para entregar unas películas. Fui asaeteada por los trocitos del chasis de una moto. Un coche se saltó el ceda el paso de la calle Pintor Zuloaga y hubo una carambola con cuatro coches y una moto. El ceda al paso ya ha producido bastantes accidentes por estar casi escondido.


Supongo que cuando haya un accidentado grave o un muerto (por fortuna esta mañana nadie sufrió daño), se dignarán en cambiar de posición esa señal o en indicar el ceda al paso en el pavimento. 

domingo, 11 de marzo de 2012

Sal en la herida

Fue pura casualidad. Estuvimos toda la mañana del sábado comprando. Ninguno tenía ganas de cocinar. Cerca de casa, en la calle Pintor Zuloaga, pasada la calle Alhamar, hay una tienda de comida ya cocinada. A Guille le gusta la paella que hacen ahí y a mí la carne mechada y el bacalao con tomate. Pero ayer tuvimos mala suerte. Ni les quedaba paella, ni carne mechada. La siguiente opción fue ir a un kebab. A Guille no le gusta el que está más cerca de casa. Dice que la ternera está excesivamente reseca y la salsa picante, no pica. La calle Pedro Antonio de Alarcón está plagados de Kebab, y probamos suerte con el primero que encontramos. Ternera sin verdura con mucha salsa picante y sin queso, para Guille; pollo con doble de verdura, para mí. Mientras esperábamos estuvimos hablando del trabajo. No recuerdo exactamente de qué tema. Tras de nosotros había una familia: padre, madre y una hija de unos veintipico años. En un momento dado, el hombre, para vergüenza de la hija, que protestó con un quedo "¡Papá, por favor!" se dirigió a nosotros para pedirnos opinión sobre un problema que tiene en su casa. La hija toca el piano y el vecino de arriba se queja constantemente. Quería saber qué podía hacer. Por supuesto, la respuesta fue insonorizar la habitación. Pero, al parecer, el hombre ya lo había hablado con otros técnicos y ninguno le daba una respuesta apropiada. Nos invitó a ir a su casa cuando pudiéramos (Pagándoles, por supuesto -añadió la hija, que llevaba un rato ruborizada [me solidarizaba con ella: a mí también me daba mucha vergüenza que mi madre hablara con extraños]-). Quedamos para esa misma tarde.

La familia vive en uno de esos pisos muy antiguos, de finales del siglo XIX (aunque teniendo en cuenta que la mayoría de las viviendas del Albayzín son del siglos XV...). A las espaldas de la Plaza de las Paciegas. Un piso señorial, de techos muy altos, pasillos interminables y laberíntico y detalles constructivos de cuando las cosas se hacían con paciencia y por artesanos.

El piano estaba en la "salita de música". Es uno de esos aparatos verticales, aunque bastante moderno, negro, con tantas capas de laca, que te podías ver reflejada en él. El pavimento era de mármol -muy viejo, deteriorado, resquebrajadas la mayoría de las losetas- el techo, una maravilla: una filigrana de dibujos de flores con ramas enlazadas. Lo "retocaban" cada 15 o 20 años porque debía hacerlo una restauradora. De ser otra casa, trasdosado de cartón yeso (Pladur) de esos que ya tienen incluido el aislamiento acústico, y el falso techo; idem. Se habría reducido la habitación unos 20 cm de ancho, otros tantos de largo y unos 40 cm de alto. Pero, a pesar del diminutivo, era una habitación bastante grande. No habría importado. Pero cubrir las filigranas del techo, seguramente habría sido un delito (y no hablando metafóricamente) -se trata de un edificio protegido-.

Subimos al piso de la familia que se encontraba molesta con los ruidos. Imaginamos que la chica aporreaba el piano en lugar de tocarlo. Nos sorprendió ver que el vecino de arriba -viudo-, que vivía solo, en su salón también tenía un piano, pero este de los grandes, de cola. El hombre se negaba rotundamente a que en su piso se realizara ningún tipo de obra. A pesar de afirmársele que lo iban a pagar sus vecinos de abajo y que era para su bienestar (para que dejaran de molestarlo con los ruidos). Proponíamos una tarima flotante sobre lana de roca.

Cuando volvimos a bajar, le preguntamos si a ellos el piano del vecino no les molestaba. En ese momento nos dimos cuenta que, como en casi todas las ocasiones, las supuestas molestias y constante quejas entre los vecinos, suelen tener otro fundamento diferente al de los ruidos. Obtuvimos tres versiones de una misma historia:

-La de los vecinos de abajo: El señor quejoso tenía una hija de la misma edad que la chica que tocaba el piano. Eran amigas. Empezaron a tocar a la vez, pero a la niña de arriba no le gustaba, sobre todo porque los padres la tenían asfixiada con el colegio -exigiéndole buenas notas y obligándola a ensayar día y noche-. La esposa murió cuando la niña tenía unos 16 años y el padre se volvió tan estricto que ni siquiera dejaba salir a la hija a dar un paseo. Tocar y tocar e ir al colegio. Un día se cansó e intentó cortarse los tendones de la mano izquierda. No lo logró. Cuando la niña tuvo edad, dejó al padre y se fue a Valencia a trabajar de bailarina de estriptis.

-La versión del vecino molesto con los ruidos: Su hija había sido echada por el maldito piano de los vecinos de abajo porque ella había tenido un accidente y no podía tocar.

-La versión del jefe de la comunidad (quien nos acompañó al palomar del bloque de piso, donde podíamos ver la composición de los forjado, por si podíamos inyectar poliestireno expandido): El padre de la chica huida se había vuelto muy posesivo cuando enviudó, tanto que hizo que la chica rompiera con su novio. En cuanto la niña fue mayor de edad, salió corriendo de la casa. Ahora trabaja de cajera en un supermercado de Valencia y eventualmente de go-go en alguna discoteca.

La chica del piano toca muy bien. Está en cuarto de carrera. Es un placer escucharla. En el piso de arriba en ningún momento se sobre pasaban los 45 dB -el límite en horario diurno es de 60dB-. Aún así, estos señores tenían el deseo de complacer a su vecino y Guille trajo de una de las últimas obras que hemos tenido unos trozos de pavimento de corcho artificial, se utiliza para  insonorizar las habitaciones donde hay maquinaria muy ruidosas. Lo pusimos en el suelo, a modo de silen-block, bajo el piano, y en la pared. El castigo del vecino de arriba se amortiguó un poco con este remedio, aunque con toda seguridad seguirá quejándose. 

viernes, 9 de marzo de 2012

El Buitre y la paloma

El trabajo me ha impedido leer durante casi dos semanas. Recupero el libro que tenía entre las manos: Los fantasmas de Edimburgo. Es un libro muy divertido, te partes de risa, muy gamberro. De repente el protagonista, Luis Miguel Ortiz, me hace recordar a alguien que, sin pretenderlo, hizo que mi vida cambiara drásticamente, y con casi toda seguridad, muy a pesar de él, logró que no me hundiera como muchos de mis compañeros debido a la crisis. El nombre de este sujeto es Roberto. Habíamos coincidido en algunas clases. Él había empezado tres o cuatro años antes que yo, aunque terminamos a la par. Su justificación, en lugar de pensar que yo me había "partido el culo" estudiando -como dicen mis hermanos-, que las mujeres lo teníamos mucho más fácil. Nos poníamos una minifalda, soltábamos cuatro lágrimas cuando nos suspendían y el examen con mala nota se volvía de repente un aprobado (lástima que me enterara de este truco a posteriori, las de noches de estudio e insomnio que me habría ahorrado).

Mi segundo trabajo importante, después de la terminar la carrera, fue en un estudio de arquitectura no muy grande de Granada. No muy grande por el personal que en él trabajaba, en realidad el estudio, ubicado en un piso de la calle Alhamar, tenía más de 250 m².  Derroche de superficie teniendo en cuenta que en un principio sólo estábamos el arquitecto titular, y yo. El arquitecto titular había decidido tomarse un año sabático. Cuando volvió se encontró con que todos sus antiguos "empleados" -en realidad autónomos que trabajaban para él- se habían dispersado e ido a otros estudios de arquitectura. Tuve mucha suerte. El trabajo estaba a menos de 100 metros de mi casa y tenía plena libertad para hacer las cosas a mi manera. 

Casi de inmediato mi jefe se dio cuenta que hacía falta más personal. Consiguió atraer a una aparejadora, Paloma, que ya había trabajado antes para él. Al principio me pareció una señora muy obtusa, excesivamente callada y nada amable. Pero, después de conocerla un poquito, comprendí que estaba completamente equivocada. En realidad era todo lo contrario. Muchas de las cosas que sé de AutoCad (programa para dibujar), y sobre todo de Presto (un programa de mediciones) se lo debo a ella. 

Las dos trabajando a tope durante nueve horas al día, cinco días a la semana, no dábamos abasto. Era evidente que se necesitaba más personal. Y tuvimos la mala suerte que mi antiguo compañero de la facultad, Roberto, era del mismo pueblo de Jaén que mi jefe, dato que prevaleció incluso por encima de otros currículum vítae realmente imponentes, de gente con muchos años de experiencia o conocimientos.

Quien más horas estaba en el estudio era la aparejadora. Era comprensible que fuera a ella a quien le informara de los trabajos que cada uno de nosotros debía realizar. Al menos los demás -también contrataron a otro aparejador- lo veíamos normal. 

A menudo las cosas ocurren ante tus narices, y no te das cuenta. Yo creía que todo iba perfectamente en el estudio. Que éramos un grupo bastante homogéneo que nos llevábamos bien. Cada uno con sus atribuciones, satisfechos, felices. Un día me encontré a la limpiadora en el portal. Subimos hablando. Ella entraba por otra puerta al piso, una que daba directamente a la cocina. Entré con ella. Paloma y Roberto ya habían llegado. El pasillo desde la cocina a la sala donde trabajábamos era interminable. Y mientras me acercaba los escuché hablar. En realidad sólo lo hacía Roberto, y con un tono de voz tan elevado, que se podría considerar gritos. "No lo hago por que no me sale de los cojones, estúpida". Al principio supuse que había oído mal. Imaginé que Roberto le estaba relatando algún suceso a Paloma. El silencio brusco de Roberto cuando me escuchó y la expresión de la cara de Paloma, me hicieron comprender que no había habido malentendido. 

Cometí el error de querer ser discreta y no dije nada. La tormenta estalló en agosto, pocos días antes de volver de vacaciones, aunque yo no lo supe hasta el uno de septiembre, cuando volví y no encontré a Paloma y sí a Roberto, sentado a la mesa del jefe. Tenía permiso para ocupar el despacho del jefe los lunes y miércoles, que él estaba de visita de obras. Fue todo tan absurdo y fuera de lugar, que ahora sólo me cabe reír. Pero esos días se derramaron muchas lágrimas. 

Roberto había coincidido con el jefe pocos días antes de acabar las vacaciones en el pueblo natal de ambos. No sé exactamente qué le dijo, pero consiguió que le contara a Paloma el rollo de que había disminuido la carga de trabajo y ya no la necesitaban. Aquél primer día, en su papel de semi jefe, Roberto echó una bronca al aparejador que quedaba, por llegar tarde -cuando en realidad había estado visitando obras-. El aparejador lo mandó a la mierda y esa misma mañana dejó el trabajo por voluntad propia. En aquella época, el trabajo en la construcción abundaba. 

Cinco días después era yo quien abandonaba el barco. Tenía varias razones para hacerlo. Quería seguir avanzando, me habían ofrecido un trabajo en Barcelona, acaba de romper con mi novio de entonces, había hablado con Paloma y, incluso descontando las exageraciones, comprendí el tipo de calaña que era Roberto, y no quería trabajar con alguien con la conciencia de un ladrillo. 

Me gustaría terminar diciendo que Roberto ahora trabaja en Tele-pizza o algo parecido, pero en realidad la justicia divina sólo se da en las películas y las novelas. Ahora trabaja como arquitecto municipal en su pueblo natal. Para mí sólo es un fantasma que ni siquiera habita mi memoria y del que no me habría acordado de no ser tan parecido al protagonista de la novela que en estos momentos leo. 


miércoles, 7 de marzo de 2012

Las pisadas en Marte

El río Genil está encauzado en su paso por la ciudad de Granada. Altos muros de contención de sillares artificiales -de unos 12 metros- y solera de hormigón armado. El agua que lleva está muy sucia. Estos últimos días incluso se ve en la superficie el rastro arcilloso, mate, de las aguas fecales. En algunas partes del río se han ido sedimentando las tierras que el agua arrastra, formando dunas semi sumergidas. Algunas de esas dunas muestran las enigmáticas heridas de pisadas humanas muy profundas que suscitaban muchas preguntas: ¿quién había bajado hasta el cauce del río? ¿Con qué propósito? ¿Cómo había podido subir? ¿Para qué lo había hecho?

A menudo es mejor la imaginación que la realidad. Esta noche los he visto cuando regresaba de correr. Eran tres chavales muy jóvenes. flacos, desgarbados; creo que de origen rumano. Ataron una cuerda a la barandilla del antepecho del río y uno de ellos bajó sin más protección que su fuerza y ganas de no hacerse daño con una caída. Apenas tuvo que dar unos pasos en el fango para conseguir atrapar su presa: un carrito de la compra, del que sólo se quedó con el armazón metálico y las ruedas. Lo ató a cuerda y sus compañeros lo izaron. Desde arriba le señalaron otro objeto a cinco metros a su derecha: cinco nuevas hendiduras en el barro. Una antena terrestre, de aluminio... un paraguas roto, un carro de supermercado, el somier de una cuna, un puñado de latas de refrescos... Cuando su escaso botín fue subido por sus compañeros, el chaval escaló ayudándose de la rugosidad de la pared, pero teniendo que poner casi toda la fuerza en sus manos desnudas. Doce metros. Jugarse la vida por un puñado de basura que seguramente no le aportará ni cinco euros cuando lo haya vendido.

Hubiera preferido no saber en esta ocasión. Ahora, cada vez que vea huellas en la profundidad del cauce del Genil, sabré que la vida de un chatarrero se cotiza a menos de cinco euros. 

martes, 6 de marzo de 2012

La zorra del zorro (o la puta del tío inteligente)

A raíz de la "bofetada" dada por los señores de la RAE a los intentos de utilizar un lenguaje no sexista, voy a hacer unos ejercicios esforzándome por no serlo (sexista, no un señor de la RAE): 

- Los sacerdotes y las sacerdotisas celebran misa todos los domingos por la mañana.

- En algunos países aún está permitida la ablación de los genitales de las personas de poca edad, para evitar que sientan placer cuando sean adultos. 

- La cabeza de la Iglesia Católica es el Papa o la Papa. 

- En la mayoría de las monarquías está prohibida la sucesión al trono de las personas del género femenino.

¿Se me entiende? ....

¿Para qué sirve un lenguaje no sexista si en la realidad las mujeres sí estamos marginadas por razón de género?

lunes, 5 de marzo de 2012

O conmigo o contra mí

A veces es como si de toda mi familia sólo yo estuviera ligada al pasado militar que tuvimos. De los cinco, mi madre, tres hermanos y yo, ningún otro ha recibido una carta exigiéndoles adicionarse a un movimiento contra el acercamiento de los presos de ETA al País Vasco. Ha sido fácil tomar una decisión.

Mi padre era de los que se tiraban al suelo para mirar los bajos del coche. No bastaba con agachase. Tenía que tumbarse en el suelo cuan largo era, como si estuviera haciendo flexiones, y así poder ver de verdad. Porque no se trataba de un puro trámite. A mí me daba mucha vergüenza: los padres de mis compañeras del colegio, no lo hacían. Y si alquilaba un coche, nos obligaba a mantenernos alejados hasta que él lo inspeccionaba detenidamente: por dentro y por fuera. A una niña de cinco o seis años no se le ocurre relacionar aquél ritual tan extraño paterno con los atentados que muchas mañanas nos despertaban por el volumen excesivo con el que mi madre ponía la radio. De saberlo, seguro que hubiera pataleado antes de subir al Mercedes. Después de la muerte de mi padre, nadie volvió a mirar los bajos del coche, ni siquiera después del atentado de Irene Villa y su madre. 

En 1997 mi madre y yo vivíamos en la Base Aérea de Málaga. Mis hermanos ya habían comenzado a desplegar sus alas y el mayor y el mediano vivían en Granada. Tenían un taller de motos en la carretera de Armilla. Una mañana de febrero nos llamaron con voz temblorosa para asegurarnos que estaban bien. Lo primero que hizo mi madre fue recurrir a la radio. Pero ahí aún no decían nada. Sólo tardaron unos diez o quince minutos. Primero comenzó como una duda. Una explosión que podría ser de gas (la onda expansiva había dejado al descubierto el interior de media docena de viviendas). En menos de una hora se conocían todos los detalles. ETA había puesto un coche bomba en El Jardín de la Reina y lo había hecho explosionar al paso del furgón militar que servía de transporte entre Granada y Armilla. Nosotros conocíamos bien esos microbuses porque los habíamos tomado cuando vivimos en los pabellones militares que habían en la calle Martínez Campos (muy cerca de donde vivo en la actualidad). Por lo general iban llenos de civiles: el personal de limpieza, de la cafetería, el barbero, el capellán... hijos de militares que querían ir a la piscina. Hubo un muerto. El barbero de la base aérea de Armilla. 

Hasta muy tarde en la evolución de mi estulticia, los atentados de ETA habían sido asépticos. Existían, al igual que los rayos, los terremotos o las inundaciones. Luego intenté pensar como ellos. El pueblo español oprime a mi país y yo los asesino (???). Supongo que ese tipo de miseria tendrán metida en sus cerebros (asesinar a un barbero o mutilar a una niña sólo son daños colaterales, y haber matado a un puñado de civiles en el Hipercor de Barcelona, es culpa del gobierno español que no supo desalojar el lugar a tiempo)... Por mucho que me esfuerzo no consigo encontrar sentido a lo que puede discurrir por sus cerebros. Mi hermano mayor dice que sólo son un puñado de peleles con el cerebro lavado por cuatro o cinco "vive la vida". "Le pones una pipa en la mano a un gilipollas para que meta miedo a los empresarios y no dejen de pagar el impuesto revolucionario, y quien está detrás de esas marionetas, a rascarse la barriga". 

Supongo que es mucho odio acumulado contra el sistema, mucha endogamia, completa incapacidad de empatía, lo que hace que estos individuos consideren beneficioso para su causa asesinar en su despacho a un profesor de la Universidad de Madrid o poner una bomba en unas viviendas de la Guardia Civil. 

He dejado sin firmar el papel que me mandaron para exigir que no acerquen a los etarras a su tierra. Ahora dicen que no van a matar más (¿tiene valor la palabra de un asesino?). Me trae sin cuidado el bienestar de ese puñado de enfermos. No creo que mantenerlos alejados de su tierra los beneficie o les perjudique. Si no odian al estado español por mantenerlos alejados del País Vasco, ya se buscarán otra razón para hacerlo. Pero supongo que todos ellos, o al menos la gran mayoría, tendrán padres o hermanos que, a pesar de todo, los quieran y sientan la necesidad de visitarlos. No creo que esos familiares deban cumplir el castigo de un viaje interminable para satisfacer su necesidad. 

(¿Qué opinarían los etarras de sí mismo cuando intentaban imponer su dictadura en Navarra o en el país vasco-francés?)

jueves, 1 de marzo de 2012

Las almas en pena

Plot, plot, plot. A las 2:30 de la madrugada de ayer estaba en el despacho de una aparejadora recogiendo una documentación que me hacía falta para primera hora de esta mañana. Susurrábamos porque tiene el despacho en un edificio residencial y no era difícil imaginar que la gente de los pisos dormía: nos llegaba con toda claridad los ronquidos de uno de los vecinos. También se escuchaban toses, una cisterna vaciándose e incluso el maullido de un gato -o puede que fuera los lamentos de un bebé-. Nada de tráfico (como si la ciudad estuviera muerta). Desde que están haciendo las obras del metro, el ruido remoto de los automovilista nocturnos ha desaparecido de esta zona. Por eso se escuchaba con tanta claridad los golpes de algo metálico contra algo metálico. Golpes regulares, tres seguidos. Plot, plot, plot. Y pasos de alguien que arrastraba los pies, como si estuviera cansado, cargando el gran peso de toda una vida. Dejamos de un lado las vigas, zunchos, hormigones, aceros y encepados y nos asomamos al exterior.  


Una procesión. Fantasmas. Estatuas ocultas con sábanas blancas que permanecían quietas bajo la orden de una aldaba  de plata. Tres toques: inmovilidad absoluta. Otros tres toques y volvían a arrastrarse alpargatas al paso muy lento de quien lleva sobre sus hombros más carga de la que es humano resistir. 

La aparejadora sacó una botella de vino y unos palitos de queso. Estuvimos mirando un rato la noche. Incluso después de haber pasado el ensayo de la procesión. Susurrando la incomprensión de por qué la gente se frustra tanto si en Semana Santa llueve y no pueden salir los pasos. Ambas teníamos el recuerdo de la imagen de rostros congestionados de adultos, sofocados por el llanto, como si se trataran de niños con rabietas, porque el mal tiempo impidió  un espectáculo que se asemeja bastante a un rito de otro siglo, de cuando las ideas eran impuestas por la superstición y el miedo a hacer enfadar a un dios cruel.